domingo, 6 de febrero de 2022

CINE EN CASA

 



                                         El panorama cambia como una película desde todas las esquinas.

                                                                                                   Martín Adán



   Una confesión: desde el año pasado Rita y yo visionamos, cual rito religioso, una película diaria. De lunes a viernes nos abandonamos a las imágenes de múltiples historias que nos transportan plácidamente a mundos paralelos que nos alejan momentáneamente de las preocupaciones cotidianas, como lo suele hacer, salvando las diferencias, la lectura (hablo de novelas, cuentos, por ejemplo); es decir, embarcados en nuestra imaginación nos permitimos vivir aquellas vidas que la realidad nos lo impide.





   Debo reconocer que para mí el cine es una religión como lo es la música de The Beatles (y en ciertos casos lo es el fútbol). Muchos de mis primeros recuerdos están relacionados con el llamado séptimo arte. Mi infancia y adolescencia están marcadas más que por libros por películas: me veo sentado frente al ecran, con los ojos “perdidos” en la pantalla, sin saber leer todavía y obligado a crear con esas imágenes que ante mis ojos desfilaban mi propia historia, mi propia película, no había otra: la imaginación sobre la imaginación.





   Fue Fernando Fernán-Gómez, ese entrañable actor de películas imprescindibles como El espíritu de la colmena o La lengua de las mariposas, quien en sus memorias llamó al cine con propiedad “la escuela de los domingos” y así nombró Daniel Domínguez, ese magnífico bloguero español a quien tanto extrañamos, a su bitácora. El cine fue para ellos y lo fue para mí en la infancia una escuela, la escuela de los domingos. Hoy lo sigue siendo, pero no solo de los domingos.





   Las tardes dominicales de mi infancia fueron tardes de cine, la matiné (que entonces se llamaba así a las funciones de las 4:00 p. m.) fue el espacio en el que yo me cobijaba con entusiasmo, con confianza, sin importar en el fondo lo que se proyectara. Con religiosidad iba todos los domingos al Raimondi, Balta o Zenit, los cines de barrio de un Barranco cada vez más lejano: lo importante era estar ahí, presenciar con el corazón latiendo al galope el inicio de la función, el momento ese en que se apagaban las luces y un solitario haz de luz escarbaba la oscuridad, se abría paso para derramarse sobre el ecran: pura magia, la magia de mis tardes de domingo: sobre todo, las infaltables “películas de vaqueros” (western) y “las películas de romanos” (peplum).





   Hablo de mi infancia y el recuerdo de un domingo especial me aborda. Eran casi las 3:30 de la tarde, mi padre estaba a punto de darme el dinero para la entrada al cine, lo buscaba en su bolsillo. Ansioso mis ojos se habían fijado en su mano... inesperadamente empezó a temblar la tierra, a moverse de manera espantosa. Mi madre con mi hermano recién nacido en brazos, mi hermana menor, mi padre con el dinero en la mano y yo abandonamos nuestra pequeña casa y asustados vimos en la calle cómo las paredes de muchas construcciones se rajaban, otras caían, la gente gritaba, rezaba, corrían como locos: era un terremoto, uno de los peores ocurridos por estas tierras pues provocó más de 70 000 muertos y casi 400 000 heridos. Una tragedia. Fue, como se comprenderá, uno de los pocos domingos en que no pude asistir al cine.





   Ya adolescente, el cine seguía siendo importante, pero junto con él, iban ahora de la mano los libros, la lectura, mejor diré. Primero fueron los chistes (que así se llamaban a los comics o tebeos), después los periódicos (sección Deportes, sobre todo) y una bendición: una colección española de más de 40 fascículos sobre mitología grecorromana que salía semanalmente. Esos fueron mis alimentos de esos años. Posteriormente llegaron los libros. Y el cine seguía ahí, como un templo que abría sus brazos para seguir recibiéndome con sus buenos aires.





   Junto con el cine, la televisión. Entonces los canales de televisión programaban no solo telenovelas o series, también muy buenas películas (aunque dobladas, cosa que hoy critico rotundamente). La televisión entonces me permitió ver otro tipo de películas: clásicos. Juegos prohibidos, El hombre quieto, Matar a un ruiseñor, Algo para recordar, Los pájaros, ¿Qué fue de Baby Jean?, El salario del miedo, El apartamento, Ser o no ser, Los viajes de Sullivan, Doce hombres sin piedad, La noche del cazador, El demonio de las armas, entre otros filmes, formaron el universo de imágenes que ampliaron, aunque suene muy serio el asunto, mi visión del mundo.





   Estos tiempos alterados por la pandemia me han llevado, como a Rita y a mi hija, y como a tantos otros, a enfrentar con un par de recursos efectivos las horas en casa cuando no se está trabajando (a distancia como es mi caso) o no se está dedicado a otros menesteres. En estos nuevos territorios de peligro, la lectura y el cine han sido sendos caminos para escapar (sobre todo el primer año) a esa sensación angustiante de encierro y de pérdida de libertad. Libros, muchos, como lo comenté en la entrada anterior. Películas, también muchas, sobre todo un género muy en boga en los años 40 y parte de los 50: film noir, cine negro. Nos apasiona.





   Algunas de esas películas inquietantes que hemos disfrutado, entre el nerviosismo y el suspenso, son: Cautivos del mal, Los sobornados, Alma en suplicio, Historia de un detective, Perdición, La casa del camino, Agente especial, Forajidos, Retorno al pasado, Almas desnudas, Cara de ángel, Sed de mal, La mujer del cuadro, Perversidad…, todas ellas joyas no solo del cine negro, del cine.





   Quizás, me digo yo, a través de esas historias violentas, de imágenes tenebrosas en claroscuro, muy influenciado por el expresionismo alemán, de personajes atormentados, cínicos, muchas veces corruptos, de mujeres al borde del abismo y la perdición (la famosa femme fatale), hemos venido descargando todo ese miedo y angustia contenidos ante una realidad en que tanto fuimos perdiendo, que casi a diario nos fue quitando tanto...





   Como en el pasado, en los cada vez más lejanos años de infancia, la cita con el cine es impostergable, religiosamente, cuando la noche ya nos gobierna, nos preparamos y frente a la pantalla nos disponemos a abandonarnos a esas impactantes imágenes en blanco y negro, esas metáforas de luz y sombra, como es en realidad, si nos ponemos pensar, la vida misma.





   Ah, el cine, mi escuela de los domingos en mi infancia, mi permanente escuela hoy, en el otoño de mi vida.






   Continuará…



                                                   Morada de Barranco, 6 de febrero de 2022.