miércoles, 16 de marzo de 2011

RECUERDOS DE INFANCIA: UN HOMENAJE A MIS ABUELOS

                                                                 Todo lo que uno puede llevarse cuando muere.
                                                                                                                Emilio Adolfo Westphalen


   En mi infancia y adolescencia fui callado, tímido, extremadamente retraído. Recuerdo que algunas veces descubrí que ciertas personas con la mirada me recriminaban mi torpeza para ciertas cosas prácticas; y precisamente porque era callado, tímido, retraído siempre fui muy observador (quiero pensar que era, poniéndome medio solemne y algo pretencioso, como alguna vez dijo Stendhal: "Un observador del corazón humano"). Vivía, en gran medida, aplicando los recursos de mi imaginación fabuladora y gracias a ella (me pongo ahora exagerado) sobreviví.
   Tal vez era que poseía conciencia de todo aquello que los otros niños y jóvenes ni siquiera sospechaban, tal vez era eso y esa conciencia afinó mi sensibilidad y me tornó en una suerte de "Pararrayos celeste" (como escribió el maestro Rubén Darío) y fui acumulando "materiales" que me permitirían "construir" en el futuro (que ahora es mi presente) el cuerpo del poema (o poemas), algunos libros que he publicado.
   Pienso, por ejemplo, en mi niñez y son muchos los recuerdos que me abordan: las tempranas caminatas al desaparecido colegio Santísimo Sacramento a través de calles bordeadas por árboles de moras, calles cuyas aceras estaban manchadas por estos frutos diminutos que me hacían pensar que eran pequeños racimos de uvas; un misterioso sacerdote español con sombrero y maletín (¿quién sería?) con el que me cruzaba ciertas mañanas y me sonreía y tocaba con la palma de su mano mi cabeza; la búsqueda y elección de lugares que me aseguraran un poco de soledad: algún punto del cañaveral ya desaparecido junto al cementerio de Chorrillos; algunas cuasi subterráneas ladrilleras de un Surco hoy casi totalmente urbanizado; algún rincón, generalmente verde, del malecón de Barranco donde me tiraba a leer mis chistes de Batman, Superman, Linterna Verde, Archie… completamente olvidado de mi entorno; alguna saliente de los acantilados donde perseguía libélulas, lagartijas y otros bichos; ya adolescente, recuerdo que buscaba el silencio del Morro Solar desde donde mi vista y mi mente se perdían no solo en el horizonte marino sino en intrincados sueños y en el recuerdo de algún amor no correspondido… y entre esos múltiples recuerdos mis abuelos, mis abuelos maternos, quiero decir.


Paisaje lucreño. Foto de Arturo Granda.

   El recuerdo de su presencia protectora cuando muy niño, allá en el Cusco, está muy presente, aunque no lo parezca. Mi abuelo era músico, un músico andino, un haravicu (poeta popular o juglar inca, si cabe el término), eximio guitarrista de huaynos cusqueños, mi querido abuelo Julio músico y sombrerero allá en Lucre, pueblecito muy cercano a ruinas incas y más cercano a ruinas de otra cultura más antigua: la de los huaris.

Pikillacta, ruinas huari cerca a Lucre. Foto de Arturo Granda.
   No olvido la casa de mis abuelos cusqueños, casa grande, su patio inmenso en mis recuerdos; sus escaleras y barandas de madera desde donde vi por primera vez rayos y relámpagos y asustado escuchaba cómo los truenos ingresaban en mí como a una casa deshabitada; inolvidable el río que pasaba a pocos metros de su puerta y que se podía (y puede) cruzar a través de un puentecito colonial de piedra y que es uno de los orgullos de Lucre, a pesar de su tamaño liliputiense; el horno donde se hacían las chutas (panes cusqueños) y la cocina donde mi abuela Belén preparaba con maestría de ángel terráqueo deliciosos platos aromáticos, coloridos; el huerto pequeño pero infinito donde encontrabas árboles que alegraban el cielo con sus melocotones y capulíes y cantos de pájaros inmemoriales, y en el suelo perejiles, culantros (cilantro), hierbabuena, ajíes (chiles) de todos los colores y tamaños, caiguas diminutas y amenazadoras con el disparo de sus pepas, frutillas (fresas salvajes), romero, orégano, higos, retamas y todo lo que la imaginación de un niño quisiera encontrar, incluso plantas carnívoras.

Puente colonial de Lucre. Foto de Arturo Granda.

Huerto en la casa de mis abuelos. Foto de Arturo Granda.

Otra toma del huerto en la casa de mis abuelos. Foto de arturo Granda.

   Lamentablemente mi abuela partió hace ya casi un año, tenía más de noventa años y si algo comentamos en casa de mis padres es que ella nunca perdió el humor y la ternura. La casa de los abuelos (¡oh!, su portada de piedra, su balcón celeste y típicamente cusqueño) desapareció por las lluvias y los huaycos del verano del año pasado, que arrasaron con todo lo que a su paso encontraban. Fueron tiempos de dolor cuyas heridas aún ahora no cicatrizan. Pero los recuerdos, los gratos recuerdos de los abuelos y su casa están aquí, conmigo, como la única riqueza que me he de llevar cuando me toque a mí la partida, como dice precisamente en  “Riqueza”, el sabio poema de Emilio Adolfo Westphalen.

   Continuará…


                                                  Morada de Barranco, 16 de marzo de 2011.

viernes, 4 de marzo de 2011

POR LA SENDA BRAVÍA: EN RECUERDO DE DOS VIEJOS AMIGOS

                                                  

                                               Despunta por la rambla amarillenta.
                                                             José María Eguren



   Compartí carpeta con Rolando Damián Solórzano Pariasca. Ello sucedió allá por el año de 1975, cuando estábamos en 1ro de secundaria, el querido 1ro “B”: primer piso, salón del medio, en la recta de la secretaría. Aún recuerdo ese salón, para nosotros que teníamos doce o trece años era inmenso, alto: su piso de listones de madera antigua, sus carpetas bipersonales también de madera, pesadas, pesadísimas como buques, su puerta de doble hoja con vidrios, sus inmensas ventanas que daban a la calle Pazos y que estaban cubiertas de una malla gruesa que no impedía que algunos “barracudas” escaparan del colegio. Hace un tiempo visité el colegio, con mi esposa y mi hija, nervioso llegué al recordado salón después de más de veinticinco años y comprobé que el salón no es como estaba en mis recuerdos, y no es que haya cambiado, no, es más, está igualito (salvo las ventanas que ahora son más pequeñas) pero no era tan grande como lo creía… es pequeño si bien alto, altísimo.
   De pronto sucedió que un puñado de sombras invadieron mi mente y tomaron forma y recordé emocionado al auxiliar Moncayo (el otro auxiliar, el señor Menor, más conocido como “Cebiche” todavía no había llegado), al instructor militar, un chino terrible que nos tenía en línea a punta de carajos y palos; a Loyola con su sonrisa sarcástica y su mirada cachacienta; a la señorita Jenny, recta y joven profesora, esposa del profesor Vásquez; al “chato” Alva y su “melena” setentera; a “condorito” Hidalgo que nos enseñaba Lenguaje; a la miss Belleza, la anciana profesora de Inglés; a Lancho y sus marcos geométricos y coloridos en los cuadernos de dibujo; al “Ruso” que nos enseñaba Educación Física y sus maratones finales; a una profesora jovencita y muy bonita cuyo apellido no recuerdo y le decíamos “Operación cotillón”; a Ventocilla y sus zapatos de plataforma (aún recuerdo un comentario suyo: “Ustedes pueden tener hijos, pero no deben tenerlos porque no están preparados…”), todos ellos nuestros profesores de ese ya lejano 1975 (¿se acuerdan?: pantalones campanudos, zapatos macarios, camisas “cueteadas” y coloridas de cuellos impresionantes y puntiagudos…).
   Mis ojos se complacieron en recorrer cada centímetro del querido salón: sus paredes, sus zócalos, su piso eterno, sus molduras que me distrajeron tantas veces… todo o casi todo permanecía como hace 35 años, 35 años, quién lo dijera… toda una vida. Me veía y conmigo a mis compañeros: Nervi Chacón, Salinas Puémape, “Foncho” Mezarina, “Poli”, Oshiro Shimabukuro, Macedo, Lau Choy, Tokumori Arakakiko, “Kike” Torres Rázuri, Adriano Varona, Castillo, Herrera, Matos, el “Chato” Linares, Silvera, Ibáñez, el “cholo” Tovar, Sánchez Cueto, Pantigoso, Coronado, Ipenza, Tori, Cervantes, “Clavillazo” Neyra, Cuba Aguilar, el “flaco” Vidal, el “gordo” Vásquez… y “Roli” (todavía no llegaban Javier Alvarado, Luis “Cabazorro” Bustillos, Los hermanos Sosa, el “negro” Vera, Pacheco, Contreras, Paniccia, Lezama, La Rosa, “Pitito” Madrid, Sandoval, “Jimmy Carter” Jarama, Vegas Vaccaro, “Cueto” Zavala…).
   Así partí a casa cargado de gratos recuerdos hasta que inevitablemente la muerte visitó nuestros predios y se llevó a quien entonces consideraba “el eterno adolescente”. Aún me parece ver a Rolando ya desde entonces preocupado por su apariencia personal, sus zapatos lustrosos, su billetera con una foto suya de cuando tenía diez años, su infaltable peine, su pañuelo inmaculado que doblado colocaba en el cuello de su camisa para que éste no se manchara con el sudor, siempre, siempre cuidadoso porque, como él decía, era “lo máximo” (¿te acuerdas de esa expresión Juan Carlos Coronado Aguilar?), porque era el gran conquistador, el que iba a una fiesta y “ellas” se derretían y arrasaba con todo (¿te acuerdas Adolfo Ipenza?). Increíble que haya partido, me cuesta aceptar que él ya no esté con nosotros, que no haya podido estar en su entierro para darle la última despedida porque me enteré tarde de su muerte, y hasta ahora no lo asimilo.    
   ¿Qué pasó con Roli?, no sé, no supe mucho de él al terminar el colegio, apenas si lo vi unas pocas veces, la última hace catorce años, recuerdo que nos dimos un abrazo y hablamos algunas cosas y después, nuevamente, le perdí el rastro y ahora lo de su partida que me ha llenado de una sensación de fragilidad que no me abandona, y junto a ella la nostalgia, la añoranza… la profunda tristeza de saber que ya no está físicamente entre nosotros, que partió pronto y el dolor de su familia… entonces… decidí escribir este homenaje que va en memoria de “Roli”, mi antiguo compañero de carpeta, ahora que está tan lejos y sólo me queda el consuelo de aquellos instantes compartidos allí, en el salón del primer piso, al medio, en el querido y recordado 1ro “B” del año 1975, hace ya 35 años.


CODA: Hace varios meses recibí un correo de Ricardo Nervi Chacón, mi apreciado ex compañero. En él me informaba de una noticia triste: el fallecimiento de otro ex compañero, me refiero a Miguel Cervantes, una pena. Pasó desapercibido. Justo recordaba, hace unos días, que cuando recién teníamos unas semanas de conocernos muchos de los que estudiamos en 1ro “B”, allá por el ’75, Cervantes, sin mayores problemas, camorrero como era,  tenía la costumbre de burlarse de los nombres extraños y de los apellidos, encima “choleaba” a todo el mundo: “Que cholo por aquí, que cholo por allá…”. Era cargoso y hasta abusivo con los más débiles, pero también compartimos experiencias deportivas, entusiasmos de adolescentes, asuntos que no se olvidan y perviven en el recuerdo.
   Justamente, hablando de recuerdos sucedió que una tarde entró al salón el auxiliar Moncayo y dijo: “Conforme los voy llamando se paran y escuchan si sus nombres y apellidos están completos y correctos”. Cervantes en su garbanzal al comienzo (choleando a todo el mundo), pero conforme avanzaba la lista lo empecé a notar nervioso (recuerdo que se sentaba en la fila de mi costado, a la misma altura), cuando la lista llegó a él, se paró nervioso y colorado, escuchó (y todos escuchamos) que el señor Moncayo voz en cuello dijo: ¡Miguel Cervantes CHOLÁN!, y todos empezamos automáticamente a reírnos y a burlarnos, era la primera vez que escuchábamos su apellido materno. Y como nunca, lo vimos avergonzado, como queriendo ocultarse en cualquier lugar y escapar a la humillación de ver como aquellos que lo sufrían ahora se reían en su cara. Santo remedio: dejó de joder. Descansa en paz, Miguel.


   Continuará…

                                         Morada de Barranco, 4 de marzo de 2011.