Todo lo que uno puede llevarse cuando muere.
Emilio Adolfo Westphalen
En mi infancia y adolescencia fui callado, tímido, extremadamente retraído. Recuerdo que algunas veces descubrí que ciertas personas con la mirada me recriminaban mi torpeza para ciertas cosas prácticas; y precisamente porque era callado, tímido, retraído siempre fui muy observador (quiero pensar que era, poniéndome medio solemne y algo pretencioso, como alguna vez dijo Stendhal: "Un observador del corazón humano"). Vivía, en gran medida, aplicando los recursos de mi imaginación fabuladora y gracias a ella (me pongo ahora exagerado) sobreviví.
Tal vez era que poseía conciencia de todo aquello que los otros niños y jóvenes ni siquiera sospechaban, tal vez era eso y esa conciencia afinó mi sensibilidad y me tornó en una suerte de "Pararrayos celeste" (como escribió el maestro Rubén Darío) y fui acumulando "materiales" que me permitirían "construir" en el futuro (que ahora es mi presente) el cuerpo del poema (o poemas), algunos libros que he publicado.
Pienso, por ejemplo, en mi niñez y son muchos los recuerdos que me abordan: las tempranas caminatas al desaparecido colegio Santísimo Sacramento a través de calles bordeadas por árboles de moras, calles cuyas aceras estaban manchadas por estos frutos diminutos que me hacían pensar que eran pequeños racimos de uvas; un misterioso sacerdote español con sombrero y maletín (¿quién sería?) con el que me cruzaba ciertas mañanas y me sonreía y tocaba con la palma de su mano mi cabeza; la búsqueda y elección de lugares que me aseguraran un poco de soledad: algún punto del cañaveral ya desaparecido junto al cementerio de Chorrillos; algunas cuasi subterráneas ladrilleras de un Surco hoy casi totalmente urbanizado; algún rincón, generalmente verde, del malecón de Barranco donde me tiraba a leer mis chistes de Batman, Superman, Linterna Verde, Archie… completamente olvidado de mi entorno; alguna saliente de los acantilados donde perseguía libélulas, lagartijas y otros bichos; ya adolescente, recuerdo que buscaba el silencio del Morro Solar desde donde mi vista y mi mente se perdían no solo en el horizonte marino sino en intrincados sueños y en el recuerdo de algún amor no correspondido… y entre esos múltiples recuerdos mis abuelos, mis abuelos maternos, quiero decir.
Paisaje lucreño. Foto de Arturo Granda. |
El recuerdo de su presencia protectora cuando muy niño, allá en el Cusco, está muy presente, aunque no lo parezca. Mi abuelo era músico, un músico andino, un haravicu (poeta popular o juglar inca, si cabe el término), eximio guitarrista de huaynos cusqueños, mi querido abuelo Julio músico y sombrerero allá en Lucre, pueblecito muy cercano a ruinas incas y más cercano a ruinas de otra cultura más antigua: la de los huaris.
Pikillacta, ruinas huari cerca a Lucre. Foto de Arturo Granda. |
No olvido la casa de mis abuelos cusqueños, casa grande, su patio inmenso en mis recuerdos; sus escaleras y barandas de madera desde donde vi por primera vez rayos y relámpagos y asustado escuchaba cómo los truenos ingresaban en mí como a una casa deshabitada; inolvidable el río que pasaba a pocos metros de su puerta y que se podía (y puede) cruzar a través de un puentecito colonial de piedra y que es uno de los orgullos de Lucre, a pesar de su tamaño liliputiense; el horno donde se hacían las chutas (panes cusqueños) y la cocina donde mi abuela Belén preparaba con maestría de ángel terráqueo deliciosos platos aromáticos, coloridos; el huerto pequeño pero infinito donde encontrabas árboles que alegraban el cielo con sus melocotones y capulíes y cantos de pájaros inmemoriales, y en el suelo perejiles, culantros (cilantro), hierbabuena, ajíes (chiles) de todos los colores y tamaños, caiguas diminutas y amenazadoras con el disparo de sus pepas, frutillas (fresas salvajes), romero, orégano, higos, retamas y todo lo que la imaginación de un niño quisiera encontrar, incluso plantas carnívoras.
Puente colonial de Lucre. Foto de Arturo Granda. |
Huerto en la casa de mis abuelos. Foto de Arturo Granda. |
Otra toma del huerto en la casa de mis abuelos. Foto de arturo Granda. |
Lamentablemente mi abuela partió hace ya casi un año, tenía más de noventa años y si algo comentamos en casa de mis padres es que ella nunca perdió el humor y la ternura. La casa de los abuelos (¡oh!, su portada de piedra, su balcón celeste y típicamente cusqueño) desapareció por las lluvias y los huaycos del verano del año pasado, que arrasaron con todo lo que a su paso encontraban. Fueron tiempos de dolor cuyas heridas aún ahora no cicatrizan. Pero los recuerdos, los gratos recuerdos de los abuelos y su casa están aquí, conmigo, como la única riqueza que me he de llevar cuando me toque a mí la partida, como dice precisamente en “Riqueza”, el sabio poema de Emilio Adolfo Westphalen.
Continuará…
Morada de Barranco, 16 de marzo de 2011.
Que interesante es entrar a Internet y encontrarse con alguien que ama a Lucre,al leer lo escrito se muy claro quienes fueron tus abuelos, tuve la dicha de conocerlos y por ende conocer la hermosa tierra de Lucre.
ResponderEliminarGracias Haniex por tu comentario. Me emociona saber que conociste a mis abuelos. Un abrazo a la distancia.
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