domingo, 30 de junio de 2013

UN CUENTA HISTORIAS





                                De esa manera ellos verían que también se podía aprender dejando volar la imaginación…
                                                                                                                    Edgardo Rivera Martínez

 


   Si algo gusta a los alumnos es que se les cuente historias, sean cuentos, leyendas, mitos, tradiciones, fábulas, anécdotas... Siempre me ha llamado la atención cómo se preparan para escuchar: se acomodan bien en sus carpetas y en el más absoluto silencio se abandonan al desarrollo de la historia. Luego de contarlas, he sido (y soy) testigo de sus bellas, más bellas que nunca, caras de complacencia y emoción, me vuelvo depositario de sus preguntas, incluso de sus aplausos que en alguna oportunidad han estado a punto de quebrarme de la emoción.
 
 

 
   Otras veces sonrío o con disimulo (y a mandíbula batiente) rompo a reír: las ocurrencias de los alumnos a veces me desarman y la risa es inevitable. Como aquella vez en que me crucé con un alumnito de primero de secundaria, me saluda efusivamente y percibo que a mis espaldas y casi con timidez dice como para que escuche de refilón: “Historia”. Obviamente en esa sola palabra expresaba un pedido: “Queremos que nos siga contando más historias”. Y lo seguiré haciendo, pues el pedido no solo es suyo sino de todos sus compañeros, como lo he podido comprobar.



 
   ¿Por contar historias no hago clases? Así podría pensarse, pero no, debo y tengo que cumplir con los programas. Las historias son el punto de partida, el inicio de una sesión de clases: motivación, le llaman algunos. Y efectivamente, no hay mejor motivación que inundar sus pequeñas cabezas con aventuras: experiencia que no solo sucede con los primeros grados, ocurre también con tercero, cuarto y quinto de secundaria.




   Hay veces en que entro a un salón y todos en coro dicen golpeando sus carpetas: “¡His-to-ria, his-to-ria, his-to-ria…!”, solo cuando les digo que les tengo una nueva historia se calman, pero nunca falta uno (o una) que entre la multitud dice: “pero que sea larga”, incluso por allí hasta se me acercan y con cara muy formal me proponen el tema: “Que sea de terror, profe” o “que sea de griegos, por favor”. Sonrío, ¿qué más puedo hacer?




   Justo hace un par de días ocurrió algo que me motivó una sonrisa. Entré al salón de segundo en mi colegio de Miraflores, luego de los saludos, cogí el plumón de pizarra y escribía decidido el título del tema cuando escuché que un alumnito le decía a una compañera suya a media voz: “Se ha olvidado de contar la historia, va a hacer clases y no nos ha contado una historia…”. El tono medio angustiado de su voz me llevó a dejar de escribir, volteé, miré a Bryan (que ese es su nombre) y solo le dije: “No te preocupes, lo hice a propósito, ya empiezo con la historia”. Y empecé, es ya de ley.


 

   Contar historias. ¿De dónde me viene esto? Ya alguna vez lo he contado y comentado, mi padre (“Papá Isaac”, le llama mi hija) solía hacerlo con nosotros, me refiero a mi hermana Gloria y yo, cuando niños. Sentados alrededor de la mesa ya de noche, mi papá se ponía a contar historias diversas que atrapaban nuestra atención infantil, escuchábamos emocionados la palabra de nuestro padre y nuestra mente iniciaba increíbles viajes que no hemos olvidado. ¿Es que podrían olvidarse experiencias de ese tipo? Imposible, como lo comentábamos hace poco con Gloria, Arturo (mi otro hermano) y mi madre.


 

   Allí está la semilla que luego fue creciendo hasta volverse en un árbol saludable, bajo su sombra me atreví a contar historias inventadas para la ocasión (como cuando bajábamos a la playa) a mi pequeño hermano “Paco”, quien algunas veces molesto me reclamaba cuando la historia era breve: “¡Tan cortito!”. Hasta que un día, después de muchas historias y apenas aprendió a leer se atrevió con su primer libro: El principito, por sugerencia mía. Y llegó el día en que me pidió un libro, aún lo recuerdo, muy de mañana: “¿Tienes Los tres mosqueteros?”, me soltó a boca de jarro. “Sí”, le dije, incrédulo, “chapando” el disparo, mientras en mis fueros internos me decía que era un libro muy grueso, imposible que lo terminara de leer, sobre todo porque era un niño que no llegaba a los siete años. Prejuicios míos. Me equivoqué, no solo lo terminó sino que siguió pidiéndome libro tras libro. Como conmigo, las historias habían surtido efecto, mi hermano se había convertido en lector. Ahora continúo en la brega con mi hija y con mis alumnos que son otros hijos míos.


 

   Si los padres (y los profesores) comprendieran las bondades del contar historias, tal vez ahora no estaríamos lamentándonos del porqué hay tanto joven en el Perú alejado de la lectura, es más, tanto joven manejando prejuicios como el de que la lectura es una actividad aburrida y para marcianos. Contemos historias, seamos cómplices de nuestros hijos cuando los lancemos a los espacios de la imaginación y nos dejaremos de lamentar por algunas cosas. Pero si queremos “lectores mínimos”, como los llamaba un escritor chileno, continuemos como hasta ahora, alejados de ellos y dejándolos en manos de los “aparatitos” que les vienen a solucionar su poco compromiso con la formación de sus hijos.


 

   Pero hay algunos que no lo comprenden, hasta se atreven a pontificar en territorios que no son los suyos. Alguna vez tuve un problema por contar historias en los salones. Un ignorante dueño de colegio me objetó el que yo “perdiera valioso tiempo por contar historias en lugar de avanzar con el programa, con los contenidos”. Debo reconocer que su reproche me hizo dudar en un primer momento, pero luego me daría cuenta que quien andaba rotundamente extraviado era el personajillo de marras de ingrata recordación, quien a la fecha debe seguir pensando que la educación es solo  un asunto de engordar el cuaderno con temas y temas para así justificar la pensión que cobra.


 

   Hace poco leí una entrada en el blog de Daniel Domínguez, con la lucidez muy propia en él escribió:Nadie se atreve a reconocer que no existe Educación sin Relato. El cuento de quiénes somos, de dónde venimos, adónde vamos. Una historia de certezas y perplejidades, dudas y deslumbramientos, abismos y epifanías. Y justamente eso es lo que los maestros se han dejado arrebatar en los últimos treinta años: ya no tienen nada que contar porque han abdicado de su condición de narradores, aquellos que traían a la escuela una historia valiosa que habían vivido o que habían escuchado contar en el viaje de la vida. No contenidos, sino experiencias cardinales. No asignaturas, sino umbrales de descubrimiento. Las pizarras digitales, las TICs, las no sé cuántas materias... son sólo síntomas de una deriva aberrante…”. Me sentí tan bien al leerlo, sobre todo acompañado o acompañante.


 

   Hace unas semanas me ocurrieron dos cosas, ambas muy importantes para cualquier profesor que piensa que la educación no solo es asunto de notas o cuadernos con más o menos hojas. Resulta que un día lunes llegué muy temprano a mi colegio de Barranco, pocos alumnos habían llegado. Ingresé al salón de segundo, donde me tocaban las primeras horas, y veo en una de sus paredes un collage pegado. En el papel, junto a muchos nombres de personajes (actores, actrices, cantantes…), se encontraba mi nombre acompañado de un apelativo: “Orlando cuenta historias”. Me emocioné como pocas veces. Cuando el papelote cumplió su función, les pedí a los chicos (María José, Antonella, Valeria, Luana, Brigitte) que me lo regalaran y cual si fuera un trofeo lo llevé a casa y se lo mostré a Rita.  


 

   Unos días después, en mi colegio de Miraflores, Christie, una alumna de segundo (por coincidencia) me buscó y me entregó en un pasadizo un cuadernillo de hojas de colores con palabras muy bonitas por mi labor y entre ellas, nuevamente el apelativo “cuenta historias”. Como en la oportunidad anterior, llegué a casa y entre mis manos llevaba este bello trofeo y sonrisa de por medio se lo mostré a Rita. Supongo que uno de estos días ambos papeles se lucirán enmarcados en una pared del departamento: “Orlando cuenta historias”. Suena bien. Como me dijo Rita: "Suena a triunfo". Y yo feliz, y ellos, mis alumnos, más felices aún.



 

   Continuará…

 

                                                 Morada de Barranco, 30 de junio de 2013.





 

domingo, 2 de junio de 2013

EL MAR, SIEMPRE LA MAR





                                                                       Y el mar que siempre nos nombra.
                                                                                Enrique Peña Barrenechea

 




   Voy a ser sincero: amo el mar, pero detesto “ir a la playa”. No siempre fue así, mi infancia estuvo salpicada de “bajadas a la playa”, esas citas impostergables con el mar (aunque las primeras estaban teñidas, debo reconocerlo, por el miedo y las lágrimas). Cómo olvidar los famosos y desaparecidos Baños de Barranco, su salón central que se transformaba en pista de baile, punto de encuentro de los jóvenes de entonces, quienes bailaban desatadamente los ritmos que con su furor habían invadido sus vidas. Todavía me veo caminar, pequeño (tendría cinco años), asombrado, asustado (¿por qué no?) entre las piernas salinas y playeras de muchos jóvenes que danzaban entusiasmados las canciones de un grupo que tocaba y cantaba en vivo (¿qué grupo sería?, ¿los Dolton’s?, ¿los Shain’s?, ¿los Silverton’s?...).
 
 
 


 

 
  Viejos recuerdos que asoman por estos días en que el Sol se va despidiendo y todavía se atreve a desplegar su luz y calor. Días de invierno, de un invierno típicamente limeño: tímido, húmedo, gris, poco agresivo, pero que ya cala hasta los huesos, incluso si uno anda bien abrigado. Lo comentaba con Rita ayer: “Amo sinceramente el mar”, ha estado casi siempre presente en mi vida. Pero lo amo entrañablemente en invierno. Aunque mis primeros recuerdos del mar tienen que ver con el verano. Incluso alguno implicó un descubrimiento, cuando con ocho años, creo, ya al atardecer y con los bañistas ausentes, me acerqué a donde ya nadie lo hacía, el famoso salón de baile de los Baños de Barranco que había sido destruido para ampliar una pista: ahora era un cementerio silencioso e interminable de chapas oxidadas, fierros retorcidos, maderos astillados. Comprendí que algo había concluido y empezaba algo que por mi edad no sabía qué era. Pero me ponía triste: era algo llamado nostalgia. Entonces no lo sabía.
 
 
 
 

 



   El mar, el verano: la infancia. No tengo un recuerdo, un solo recuerdo de adolescencia con mis amigos en la playa. Mi adolescencia tuvo, sí, como paisaje en algunas circunstancias de mi vida al mar, pero desde una prudencial distancia: desde los barrancos de Barranco. Aquellas largas conversaciones en el Malecón con Alfredo o con Franklin, conversaciones sazonadas con cigarrillos (que hoy hemos dejado) y algunas veces con licores de extrañas denominaciones. Horas interminables frente al mar que extendía su amplia sábana ante nuestros ojos que estaban más pendientes y atentos de nuestras cuitas juveniles: el amor, la música, el fútbol, los estudios, los libros.


 

 


   ¿Será que allí, en mi adolescencia, nació mi rechazó a ir de veraneo a la playa? No lo sabría decir, solo sé que no le encuentro sentido al hecho de estar tumbado por horas sobre la arena a merced del entrometido Sol cual si fuere un lobo marino o un cachalote varado. No es ese el ocio al que yo aspiro, ese no hacer nada que no sea estar tumbado. Aunque suene contradictorio, para mí es una pérdida de tiempo. Si algo siempre deseo hacer es viajar o, si estoy en Barranco, ver el mar y transitar por una playa envuelta por el misterio del invierno, de la espesa bruma invadiéndolo todo, cubriéndolo de magia y de siluetas que como fantasmas te van rodeando hasta ser tú mismo uno de los tantos espectros de este paisaje superrealista.






   Esta experiencia de caminar junto al mar, que durante algunos años disfruté con la compañía de “Paco”, mi hermano menor, hasta que los mismos años le dieron al pequeño sus propias alas y nuevas sendas que recorrer, no la he podido olvidar, esas salidas de los fines de semana, ese transitar por la playa brumosa, mientras nuestras huellas en la arena húmeda se convertían en un camino que no llevaba a ningún lugar que no fuera la alegría de saberse parte de esa atmósfera y de ese paisaje… Hoy visito al mar, quizá ya no con la continuidad de antes, ahora lo hago con Rita y con Kathia y no he perdido la costumbre de “leer” los extraños mensajes que el mar abandona como botellas en las orillas, esos secretos que las olas se empeñan en trazar como inextricables caligrafías que “los de acento marino” sabrán intuir, sospechar.


 

 


   Para los amantes del turismo y del surf podrá resultar chocante lo que he de decir: soy de los que jamás haría un viaje (ni dentro del Perú ni al extranjero) para recalar en una playa. Eso es algo que no me interesa, a no ser que sea un viaje para conocer esa playa e intentar descifrar su paisaje, asombrarme… que es lo que me pasa con algunas películas (que son otro tipo de viaje, pero viaje al fin y al cabo), hablo, por ejemplo, de ciertas cintas de Rohmer donde sus protagonistas tejen sus historias en pleno verano y frente (o dentro) del mar y no siento rechazo: Cuento de verano; Paulina en la playa, por mencionar dos de las que más amo y frecuento siempre ansioso y entusiasmado: ¿Quién que ame el cine podría no amar estas películas del gran Eric Rohmer? Filmes donde el verano y las playas no solo son un decorado sino personajes de historias que nos conducen a conocernos un poco más.






   En definitiva, amo cualquier lugar que me permita realizar lecturas (leer el mar, las montañas, el desierto o un bosque), lugares que me lleven al descubrimiento y al asombro no solo geográfico. Por eso puedo afirmar, sin arrepentimiento alguno, y a estas alturas de mi vida algo tan contundente como esto: detesto “ir a la playa”, veranear en las costas de cualquier balneario (por muy pintado que sea), pero si algo tengo claro es que amo el mar como pocos lugares y creo que no podría vivir muy alejado de él, me sería imposible.

 

                                                                    El mar, el tierno mar, el mar de los orígenes…
                                                                                           Emilio Adolfo Westphalen

 

 

             A la memoria de don Jaime Angeles Rodríguez, mi suegro, en el día de su cumpleaños.

 
 



   Continuará…

 


                                                  Morada de Barranco, 2 de junio de 2013.