Y el mar que siempre nos nombra.
Enrique Peña Barrenechea
Voy a ser sincero: amo el mar, pero detesto “ir
a la playa”. No siempre fue así, mi infancia estuvo salpicada de “bajadas a la
playa”, esas citas impostergables con el mar (aunque las primeras estaban
teñidas, debo reconocerlo, por el miedo y las lágrimas). Cómo olvidar los
famosos y desaparecidos Baños de Barranco, su salón central que se transformaba
en pista de baile, punto de encuentro de los jóvenes de entonces, quienes
bailaban desatadamente los ritmos que con su furor habían invadido sus vidas.
Todavía me veo caminar, pequeño (tendría cinco años), asombrado, asustado (¿por
qué no?) entre las piernas salinas y playeras de muchos jóvenes que danzaban
entusiasmados las canciones de un grupo que tocaba y cantaba en vivo (¿qué
grupo sería?, ¿los Dolton’s?, ¿los Shain’s?, ¿los Silverton’s?...).
Viejos recuerdos que asoman por estos días
en que el Sol se va despidiendo y todavía se atreve a desplegar su luz y calor.
Días de invierno, de un invierno típicamente limeño: tímido, húmedo, gris, poco
agresivo, pero que ya cala hasta los huesos, incluso si uno anda bien abrigado.
Lo comentaba con Rita ayer: “Amo sinceramente el mar”, ha estado casi siempre
presente en mi vida. Pero lo amo entrañablemente en invierno. Aunque mis
primeros recuerdos del mar tienen que ver con el verano. Incluso alguno implicó
un descubrimiento, cuando con ocho años, creo, ya al atardecer y con los bañistas
ausentes, me acerqué a donde ya nadie lo hacía, el famoso salón de baile de los
Baños de Barranco que había sido destruido para ampliar una pista: ahora era un
cementerio silencioso e interminable de chapas oxidadas, fierros retorcidos,
maderos astillados. Comprendí que algo había concluido y empezaba algo que por
mi edad no sabía qué era. Pero me ponía triste: era algo llamado nostalgia.
Entonces no lo sabía.
El mar, el verano: la infancia. No tengo un recuerdo, un solo recuerdo de adolescencia con mis amigos en la playa. Mi adolescencia tuvo, sí, como paisaje en algunas circunstancias de mi vida al mar, pero desde una prudencial distancia: desde los barrancos de Barranco. Aquellas largas conversaciones en el Malecón con Alfredo o con Franklin, conversaciones sazonadas con cigarrillos (que hoy hemos dejado) y algunas veces con licores de extrañas denominaciones. Horas interminables frente al mar que extendía su amplia sábana ante nuestros ojos que estaban más pendientes y atentos de nuestras cuitas juveniles: el amor, la música, el fútbol, los estudios, los libros.
¿Será que allí, en mi adolescencia, nació mi rechazó a ir de veraneo a la playa? No lo sabría decir, solo sé que no le encuentro sentido al hecho de estar tumbado por horas sobre la arena a merced del entrometido Sol cual si fuere un lobo marino o un cachalote varado. No es ese el ocio al que yo aspiro, ese no hacer nada que no sea estar tumbado. Aunque suene contradictorio, para mí es una pérdida de tiempo. Si algo siempre deseo hacer es viajar o, si estoy en Barranco, ver el mar y transitar por una playa envuelta por el misterio del invierno, de la espesa bruma invadiéndolo todo, cubriéndolo de magia y de siluetas que como fantasmas te van rodeando hasta ser tú mismo uno de los tantos espectros de este paisaje superrealista.
Esta experiencia de caminar junto al mar, que durante algunos años disfruté con la compañía de “Paco”, mi hermano menor, hasta que los mismos años le dieron al pequeño sus propias alas y nuevas sendas que recorrer, no la he podido olvidar, esas salidas de los fines de semana, ese transitar por la playa brumosa, mientras nuestras huellas en la arena húmeda se convertían en un camino que no llevaba a ningún lugar que no fuera la alegría de saberse parte de esa atmósfera y de ese paisaje… Hoy visito al mar, quizá ya no con la continuidad de antes, ahora lo hago con Rita y con Kathia y no he perdido la costumbre de “leer” los extraños mensajes que el mar abandona como botellas en las orillas, esos secretos que las olas se empeñan en trazar como inextricables caligrafías que “los de acento marino” sabrán intuir, sospechar.
Para los amantes del turismo y del surf podrá resultar chocante lo que he de decir: soy de los que jamás haría un viaje (ni dentro del Perú ni al extranjero) para recalar en una playa. Eso es algo que no me interesa, a no ser que sea un viaje para conocer esa playa e intentar descifrar su paisaje, asombrarme… que es lo que me pasa con algunas películas (que son otro tipo de viaje, pero viaje al fin y al cabo), hablo, por ejemplo, de ciertas cintas de Rohmer donde sus protagonistas tejen sus historias en pleno verano y frente (o dentro) del mar y no siento rechazo: Cuento de verano; Paulina en la playa, por mencionar dos de las que más amo y frecuento siempre ansioso y entusiasmado: ¿Quién que ame el cine podría no amar estas películas del gran Eric Rohmer? Filmes donde el verano y las playas no solo son un decorado sino personajes de historias que nos conducen a conocernos un poco más.
En definitiva, amo cualquier lugar que me permita realizar lecturas (leer el mar, las montañas, el desierto o un bosque), lugares que me lleven al descubrimiento y al asombro no solo geográfico. Por eso puedo afirmar, sin arrepentimiento alguno, y a estas alturas de mi vida algo tan contundente como esto: detesto “ir a la playa”, veranear en las costas de cualquier balneario (por muy pintado que sea), pero si algo tengo claro es que amo el mar como pocos lugares y creo que no podría vivir muy alejado de él, me sería imposible.
El mar, el tierno mar, el mar de los orígenes…
Emilio Adolfo Westphalen
A la memoria de don Jaime Angeles Rodríguez,
mi suegro, en el día de su cumpleaños.
Continuará…
Morada de Barranco, 2 de junio de 2013.
En esta temporada el mar nos regala esa belleza y tranquilidad inexplicable, sin la multitud y el desesperante calor. Poder olvidarte de todo y dejar fluir la imaginacion. Ver el mar es uno de los mejores placeres.
ResponderEliminarCompletamente de acuerdo. Gracias por tu comentario y por leer mis líneas. Un abrazo y a seguir con la contemplación del mar que el invierno con su misterio nos brinda.
ResponderEliminarEl mar una belleza siempre!!!
ResponderEliminarClaro que sí, Naomi. Siempre lo será y su misterio que se nos ofrece, una cartilla donde leer extraños mensajes.
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