jueves, 21 de octubre de 2010

UN CAMPEÓN DE ATLETISMO

                                                                  Me ha costado dolor recostarme en el viento.
                                                                                        Enrique Peña Barrenechea

   Un recuerdo que tengo siempre presente es cuando el colegio logró el Campeonato de Atletismo de Lima Metropolitana, se le ganó a un grandazo como el colegio Humboldt y el colegio se trajo la copa. Están en mi memoria todavía los aplausos de todo el colegio, cuando el profesor Huarachi llamaba uno por uno a los integrantes de la selección de atletismo del colegio para salir adelante y recibir las felicitaciones del Director. Me cupo el honor de integrar esa selección y campeonar (uniforme anaranjado con ribetes y letras amarillas), de vivir emocionado aquellos instantes en que los aplausos parecían interminables. Esa selección la integraron algunos compañeros de salón como Gustavo Salinas y Jaime Oshiro, ambos velocistas, Miguel Sánchez Cueto, Juan Carlos Coronado y yo, en el equipo de lanzamiento de disco (me parece que también Albán y “Foncho” Mezarina eran de la selección).
   ¡Qué épocas! El Arnaez era imbatible, realmente nadie nos paraba, ni el Eguren, ni el Pedro Ruiz Gallo, ni ningún colegio por muy pintado que fuera.
   Recuerdo que cuando escuché mi nombre para salir adelante, el corazón me latía a mil, pero sentí tanta satisfacción y tanto orgullo que fue la primera vez en mi vida que me sentí un Linterna Verde, un Brainiac 5, un Batman; es decir, todo un héroe. Me pongo a pensar y me digo cómo es que pudimos realizar tamaña hazaña cuando los otros colegios tenían tantas y tantas ventajas materiales. Debió ser el amor propio, la identificación con el querido colegio, el sacar fuerzas de las limitaciones para demostrarnos y demostrar que nosotros éramos capaces de lograr grandes cosas… y lo logramos, ¿dónde? En el Estadio Nacional. No fue poca cosa. Todo lo contrario, me escarapelo de emoción de sólo recordar cómo el nombre de Enrique Arnaez Naveda brilló en lo más alto en esa ocasión.
   Recuerdo que saliendo del colegio, iba a mi casa, me cambiaba y con mi bolso deportivo me dirigía a la casa de Miguel Sánchez Cueto y de ahí nos pasábamos a la casa de Juan Carlos Coronado y los tres nos íbamos al Chipoco, caminando, para entrenar, recuerdo que en algunas oportunidades nos acompañaba una hermana de Miguel. El trayecto era una larga conversación de múltiples cosas (recuerdo que Miguel y Juan Carlos, ambos buenos músicos, hablaban mucho sobre gente relacionada con la iglesia, sobre todo de San Francisco de Barranco).
   Precisamente en los entrenamientos ocurrió un hecho que pudo ser una desgracia, pero que quedó como una anécdota desagradable (para mí) que ni uno de los tres hemos olvidado. Resulta que nos turnábamos en el lanzamiento del disco. Uno lanzaba y los otros dos esperaban unos metros más allá el disco, luego uno de los dos lo recogía  para a continuación lanzarlo nuevamente, al final, cada uno lanzaba el disco, así, por turno. Esa era la mecánica. Incluso cuando me compré un disco oficial de madera y metal, para mayores, de 2 kilos (disco que cuando acabé el colegio lo doné al Arnaez). El disco con el que entrenábamos era del colegio, un disco oficial para escolares de 1 kilo y medio, era de cuerpo metálico forrado con un jebe negro.
   Una noche, cometí la imprudencia, varios metros más allá del punto de lanzamiento, de dar la espalda a Miguel que se aprestaba a lanzar el disco de 1 kilo y medio Recuerdo que me distraje con las luces que iluminaban el campo deportivo y… sólo escuché una voz que desde lejos llegó a mis oídos: “¡Cuidaaaaadooooo!”, sólo atine a tirarme al suelo, pero con todo sentí un golpe-raspón en la cabeza. El disco me había dado no de lleno, pero me había dado de refilón en el cráneo. Sentí inmediatamente como un desfile de imágenes que pasaban por mis ojos, muchísimas imágenes, todas ellas mezcladas como un collage. Recuerdo que Juan Carlos Coronado que estaba cerca de mí se acercó a verificar si estaba muerto o no, recuerdo que Miguel llegó hasta mí muy agitado y asustado para comprobar cómo estaba el cadáver. Sin embargo yo estaba consciente, pero un mareo, un dolor de cabeza me hacía ver como un borracho, sentía como que todo en mí se había desacomodado: que un ojo lo tenía más arriba que el otro, que las fosas nasales se habían vuelto una sola fosa, que el ombligo lo tenía como huequito en mi mentón como si fuera una suerte de Kirk Douglas criollo, que la raya del poto se me había movido hasta ubicarse a la altura de la espalda como si fuera la ranura de una de esas alcancías antiguas de yeso, que podía escribir como el gran Leonardo no de izquierda a derecha sino de derecha a izquierda, que una de las orejas la tenía en la axila y la otra… también; es decir, me sentía en ese momento como un robot mal armado o desarmado.
   Asustados como estaban mis compañeros, ya con sus espíritus apaciguados y en sus sitios, me recomendaron que mejor dejara el entrenamiento, por lo menos esa noche, que me fuera a mi casa a descansar. Les hice caso. Solito me retiré del Chipoco, pero como no era tan tarde y recién iban a ser las 7:00 p.m., en lugar de irme a mi casa directamente, opté por entrar al cine Raymondi con todo el dolor de cabeza que sentía, pues vi que iban a dar una película de Edwige Fenech. La película obviamente no me hizo pasar el dolor (pues evidentemente no tenía características analgésicas), pero por lo menos me distraje y olvidé momentáneamente el susto, el mal momento vivido.
   Sin embargo, pasar por todo lo que pasamos, el esfuerzo de entrenar luego de una jornada escolar, nada era tan importante en nuestras vidas de entonces como defender los colores de nuestro querido colegio Arnaez en las competencias deportivas. Y ahí quedaron los resultados para la historia y yo feliz de haber sido parte de esa gloria.

   Continuará...


                                                           Morada de Barranco, 21 de octubre de 2010.

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