sábado, 16 de octubre de 2010

DOS HISTORIAS CON EL "CHINO"

                                                                            No quiero ser feliz con permiso de la policía.
                                                                                                                Martín Adán

   I.
   Estaba en 1ro de secundaria en el turno de la tarde.  Ese año, por mis notas, fui designado como delegado de aseo y limpieza, me correspondía en consecuencia llevar un cordón amarillo. Entre mis funciones estaba ver que el salón estuviera limpio y me habían advertido “¡que tenía que estar limpio si es que no quería que…!”. Por sugerencia de los monitores (alumnos de 5to de secundaria), elaboré una lista para que mis compañeros se turnaran en la limpieza del aula. Con un poco de “viveza” de nuestra parte aprovechábamos (para no formar) los días lunes, antes del inicio de clases, para limpiar el salón (ya que en las mañanas funcionaba primaria y dejaba los salones un desastre con basura por todos lados). Las primeras semanas nos fue de maravillas. Hasta que una tarde, cuando ya habíamos movido las pesadas carpetas bipersonales para barrer el piso del salón, y todo el colegio estaba formado y dispuesto para cantar el himno, sentí de pronto que alguien nos miraba, volteé intuitivamente hacia la puerta del salón, que estaba convenientemente cerrada, y vi espantado en uno de los vidrios rectangulares de la puerta el aterrador rostro del instructor militar, un chino maldito que se sentía en su garbanzal tratándonos como bestias o morocos del ejército. A punto de un infarto, con mis doce años a cuestas grité a mis compañeros que me ayudaban a limpiar el salón, que el instructor nos había ampayado. No recuerdo quiénes eran mis compañeros de limpieza de ese malhadado día, lo he olvidado, lo que no olvido es cómo el instructor robó la atención de todo el colegio, todos los ojos estaban dirigidos al 1ro “B” (incluidos los de los profesores) en medio de un silencio absoluto y sepulcral. Pero el silencio no duró mucho tiempo pues éste se vio quebrado con el ruido que provocó el instructor al empujar policialmente ambas hojas de la puerta del salón. El ruido fue espantoso. Nosotros, asustados, aterrorizados, veíamos que se nos venía encima a una fiera descomunal que lanzando gritos nos decía, nos increpaba disparando espumarajos por su boca que parecía una caverna: “¡Carajo, qué hacen acá!”. El eco de sus palabras en el salón vacío escarbaba mis oídos y rebotaba como pelota de frontón en las paredes internas de mi cráneo: me olvidé de todo y sólo veía rojo. Juraba que había llegado mi día y sudaba como maratonista. Yo ya me estaba despidiendo del mundo, cuando el chino (que aparentemente estaba a punto de cometer un crimen: su rostro congestionado, su boca que se abría descomunalmente para mostrar unos dientes amarillos y una lengua que parecía tener vida propia, y esos sus diminutos ojos cuyas venitas se habían transformado en várices lo comprobaban), se me acercó con un palo en la mano y yo más perdido que pirata en Bolivia atiné a decir con una voz que parecía de Candy: “Es que estamos haciendo limpieza”. “¡Quéééééé!, tronó la voz del chino que enardecido por la respuesta ingenua movía su palo por sobre su cabeza como si fuera un helicóptero. “¡Afuera, carajo, a formar si es que no quieren que…!”. Y el maldito milico, que no sólo era un volcán en erupción sino más rápido que Flash, se paró en la puerta y conforme salíamos asustados y a punto de echar espuma por la boca, uno por uno, “¡pac, pac, pac…!” nos encajaba a su regalado gusto, en medio de la algarabía generalizada del colegio, palazos en el poto mientras que nos íbamos veloces a nuestra ubicación brincando de dolor como si hubiéramos pisado descalzos unas brasas espantosas que nos calcinaban los pies. Suficiente, ni más limpiamos el salón… antes de clases, quiero decir… sino en los recreos: Y es que a buen entendedor (como se suele decir) bastan unos pocos palazos. 


II.
   Cursaba, creo, el segundo de secundaria, recuerdo que estábamos formados en el patio. Recién habíamos terminado de cantar el Himno Nacional, incluso el profesor Vásquez, como Jefe de Normas, ya había dado las recomendaciones acostumbradas. De pronto hubo un silencio y al rato, ahí donde estaba formado mi salón, sin mayor explicación o tal vez ya no lo recuerde qué lo motivó, un grupo de alumnos empezamos a gritar: ¡Chi – chi - chi / le – le – le / vi – va - Chi - le! A uno de los que recuerdo gritando de ese grupo es a “Kike” Torres, no sé si él se acuerde, pero yo lo tengo muy claro, de los otros me he olvidado. Rompiendo la fila gritamos como dos o tres veces ese cántico cuando de pronto, desde el grupo de profesores salió como una tromba, como un escualo rabioso el instructor, palo en mano (nomás faltaba la musiquita de la película “Tiburón”). Con los ojos inyectados de ira avanzaba el chino, y era de temer, parecía que de la enorme cólera se mordía con furia los galones, que con sus amarillas y filudas fauces se arrancaba a pedazos las mangas de su camisa caqui, y avanzaba febril hacia nosotros (y de verlo así, con las venas del cuello hinchadas como manguera de bombero, pensaba que si el chino hubiera sido Atila, definitivamente ahí donde pisaba no volvía a crecer la hierba). Cuando el milico llegó frente a nosotros que aún seguíamos “valientemente” con el cántico, lleno de cólera y gramputeando a todo el mundo empezó a regalar generosamente palos como quien regala geranios, claveles o mastuerzos, allí donde cayera, llámense potos, piernas, manos…: “¡Pac, pac, pac…!”. Recuerdo cómo la formación se abrió bíblicamente, mismo mar Rojo para el paso de los hebreos, igualito, sólo que nosotros salíamos disparados para que no nos cayeran los palazos o para, y esto era lo peor, no nos volviera a caer. A mí me había caído ya un palazo en el dedo meñique de no sé que mano y juro que mi dedo latía como si el corazón se hubiera trasladado del pecho a mi mano y yo saltaba como si tuviera un agudísimo dolor de muelas en mi inocente dedo meñique. Mientras tanto el chino carajeándonos e inventando nuevas lisuras en vaya uno a saber qué idiomas nos acusaba de traidores a la patria, que por ese atrevimiento nos iba mandar a fusilar, que íbamos a hacer planchas no con los brazos sino con las pestañas o las lenguas y amenazaba y seguía amenazando mientras a troche y moche se oía la dulce musiquita: “¡Pac, pac, pac…!”.
   Restablecido el orden seguimos recibiendo sus amenazas. Amante de la disciplina prusiana, con él no había posibilidad de diálogo, lo que era negro era negro, lo que era blanco era blanco, no había matices, y nosotros éramos, para él, un grupo de vagabundos y desadaptados a quienes si él hubiera podido nos hubiera deportado por tamaña afrenta al sacrificio de Francisco Bolognesi y Alfonso Ugarte. En otras palabras, nos la tenía jurada, a la primera de bastos éramos hombres muertos, así que desde entonces íbamos con cuidado “si es que no queríamos que…”. Pero igualito, siguieron cayéndonos palazos.
   El instructor era el típico milico: verde, intransigente, vertical, que parecía no conocer ni la ternura ni la compasión. Y en sus fueros internos, supongo, pensaba que la única manera de bregar con adolescentes como nosotros (y eso que no éramos demonios ni mucho menos) era con la dureza y rigidez de un ejército espartano. Tratar de hablar con él sobre conceptos como libertad o quizás libre expresión era como faltarle el respeto, o sea, había cosas que estaban fuera de sus esquemas y se te iba encima como un furioso mongol (aunque claro, hay que reconocer que lo del cántico no era asunto de libre expresión sino que debió ser una simple y llana joda) (*).
   No quiero terminar sin recordar que cuando alguien ponía en aviso sobre su presencia gritaba: “¡El chino, el chino…!, y todo el mundo, como acto mágico dejaba de hacer lo que estaba haciendo y nos sentábamos tiesos y así convertidos en tiernas palomitas rezábamos devotamente a todos los santos, vírgenes, cristos… habidos y por haber. Y es que ante la sola presencia del instructor, cualquier salón se transformaba milagrosamente en salón modelo: realmente el chino era de temer, a cualquiera se le deshilachaba el sistema nervioso o la raya del poto se le ponía horizontal del puro nerviosismo de tenerlo cerca, tal el miedo que infundía. 
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(*)Que quede claro que no hay animadversión contra los militares, pero entiendo que nada o poco en común tienen la educación que busca desarrollar en los individuos sus capacidades, es decir, hacer de cada uno un ente que descubra en sí a un ser diferente, único (sin olvidar al espíritu solidario, comunitario, etc.) del mundo militar que intenta hacer de cada individuo un ente indiferenciado del semejante (basta ver nomás cuando marchan, todos tienen que hacerlo igualito). Pero no me voy a meter en esas honduras, la intención de este texto es otra.

   Continuará...

                                                              Morada de Barranco, 16 de octubre de 2010.

   

7 comentarios:

  1. "Recuerdo cómo la formación se abrió bíblicamente, mismo mar Rojo para el paso de los hebreos, igualito, sólo que nosotros salíamos disparados para que no nos cayeran los palazos o para, y esto era lo peor, no nos volviera a caer."

    Esa parte me mato de risa jajajajaj xDD
    atte: YO (edison perez.. perezeras!) =D

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  2. me hizo acordar cuando estaba en un cole en primaria.. y cuando no haciamos la tarea.. Pac! pac! pac! tambien nos caia PALAZO xD

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  3. Gracias, Edison. Creo que a todos nos ha caído algún palazo en el colegio. Espero seguir leyendo tus comentarios. Un abrazo.

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  4. GRACIAS ORLANDO, LO RECUERDO COMO SI FUERA AYER!!!!

    Recién habíamos terminado de cantar el Himno Nacional, incluso el profesor Vásquez, como Jefe de Normas, ya había dado las recomendaciones acostumbradas. De pronto hubo un silencio y al rato, ahí donde estaba formado mi salón, sin mayor explicación o tal vez ya no lo recuerde qué lo motivó, un grupo de alumnos empezamos a gritar: ¡Chi – chi - chi / le – le – le / vi – va - Chi - le! A uno de los que recuerdo gritando de ese grupo es a “Kike” Torres, no sé si él se acuerde, pero yo lo tengo muy claro, de los otros me he olvidado. Rompiendo la fila gritamos como dos o tres veces ese cántico cuando de pronto, desde el grupo de profesores salió como una tromba, como un escualo rabioso el instructor, palo en mano (nomás faltaba la musiquita de la película “Tiburón”).

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  5. Tiempos aquellos en los que éramos, como suelo decir, más jóvenes e indocumentados. Como tú, yo también lo tengo muy presente y parece que fue ayer. Qué experiencias con el "Chino", ¿no? Temblábamos, entonces, hoy lo recordamos y sonreimos. Gracias por seguir mis historias que son nuestras historias de cuando éramos unos mozalbetes. Un abrazo, amigo.

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  6. PROFEEE YA VE Q UD TAMBIEN TENIA SU PASADO JAJAJA

    " No quiero terminar sin recordar que cuando alguien ponía en aviso sobre su presencia gritaba: “¡El chino, el chino…!, y todo el mundo, como acto mágico dejaba de hacer lo que estaba haciendo y nos sentábamos tiesos y así convertidos en tiernas palomitas rezábamos devotamente a todos los santos, vírgenes, cristos… habidos y por haber."

    ESA PARTE ME HACE RECORDAAR EL COLE ES COMO SI LO VOLVIERA A VIVIR ES DEMACIADO GRACIOSOS CUANDO VENIA UN PROFESOR MI PROMO TAMBIEN ERA IGUAL HAHAHAH CUANDO UD LLEGABA NOS ENCONTRABA BIEN SENTADITOS .. AUNQUE ESO ERA CUANDO HABIAMOS HECHO ALGO MALO JAAJJA O BUENO ELLOS YO NO UD SABE :D JAJAJAJAJA

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  7. Claro, Norma, tú eras tranquila y yo era un astronauta. Jajaja... Mentira, tú sí eras tranquila, aunque algo nerviosa cuando alguien se asomaba a la puerta, ¿te acuerdas? Yo no lo olvido. Un abrazo.

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