viernes, 22 de octubre de 2010

HISTORIAS PRIMARIOSAS

                                            Los niños en la primaria aprenden el problema de la ubicación.
                                                                                            Carlos Oquendo de Amat


Una de las experiencias mayores de mi infancia fue cuando me cambiaron de un colegio particular pequeño, hoy desaparecido, que se llamó Santísimo Sacramento a un colegio nacional, la Gran Unidad Escolar José María Eguren, a pedido mío. En el Santísimo Sacramento todos nos conocíamos y éramos llamados por apellido, nadie hablaba ni la lisura más leve y se rezaba todos los días en la formación y en los salones. El uniforme era extremadamente formal, un martirio: terno azul, camisa blanca con el cuello y puños almidonados (cuando hacía calor y después de los recreos esa camisa era una lija efectiva), corbata michi roja, zapatos marrones.
   Las cosas eran totalmente diferentes en mi nuevo colegio. Para empezar, el uniforme que se llevaba era el uniforme comando: pantalón, camisa, corbata y cristina de color beige, todo hacía recordar a un uniforme militar. Es más, como los militares teníamos que llevar incluso galones que indicaban de acuerdo al color si eras de primaria o secundaria. El color azul era para primaria y el rojo para secundaria. Incluso en la cristina debía llevarse un círculo azul o rojo que indicara, como los galones, el nivel. La insignia se llevaba, cosida o con broches, en el brazo derecho, creo. No te permitían el ingreso al colegio si no llevabas el uniforme completo, es decir, tenías que tener cristina, galones, correa, insignia, si uno de ellos faltaba no te permitían entrar al colegio o te castigaban.
   Recuerdo el primer día de clases en el Eguren. Llegué bien uniformadito, bien peinadito, estaba hecho un primor. Cuando tocó la hora de recreo, recuerdo que tenía algunas monedas y decidí comprarme algo en el kiosko que estaba en una esquina de la cancha oficial de fútbol. Me sorprendió la cantidad impresionante de alumnos que se disputaban para ser atendidos, el kiosko era un hervidero de gente de todos los grados y niveles. Pero decidí arriesgarme y me metí a ese temible mar humano. Craso error del cual luego-luego me arrepentiría. Cuando, después de mucho bregar y luchar denodadamente, ya me aproximaba triunfante al mostrador, se inició la tragedia: con la velocidad de un flash fotográfico apareció, entre la gente arremolinada, una mano que me despojó de mi insignia inmaculada (que estaba sólo con broches) y se esfumó literalmente con una rapidez de acto de magia, y ni bien palpé mi brazo para constatar lo que me había sido robado, emergieron de ese mar turbulento un par de manos de vaya uno a saber quién o quiénes que jalaron con desparpajo y fuerza mis dos galones que mi madre amorosamente había puesto en los hombros de mi camisa. Sorprendido y asustado por el poco respeto por el amor de mi madre, miraba para todos lados, cuando, otra mano (tuvo que ser mano y no un tiburón) salió disparada del torbellino y voraz me arrebató la cristina que, según la costumbre, colgaba doblada de mi correa. En un abrir y cerrar de ojos había perdido insignia, galones y cristina. Sin pensarlo dos veces salí despeinado y casi descuajeringado lo más rápido que pude de esa aglomeración, no fuera que también me arrancharan corbata, camisa, pantalón y zapatos y en un triz quedara calatito para la burla de todo aquel que me viera. Pero estaba metido en un problema mayúsculo. Mi uniforme ya no estaba completo y al siguiente día tendría problemas para ingresar. Sin embargo conseguí averiguar que en las afueras del colegio, había gente que vendía lapiceros, hojas… y también cristinas. Así fue que al  siguiente día, antes de ingresar al colegio, compré una cristina aunque de otro tono. La insignia y los galones mi mamá los consiguió en una librería y me los cosió (un poco más y lo hace con huaraca y no con hilo) de tal manera que primero se fracturaba la muñeca el ladrón antes de quedarse con el botín. Y asunto arreglado.
   Comenté que en mi pequeño colegio particular nos llamaban por nuestros apellidos. En el colegio nacional, por número de orden. El asunto es que para mí esa modalidad era totalmente desconocida, en otras palabras, no sabía qué era número de orden. No estaba acostumbrado a esa suerte de disciplina militar que pareciera trata de despersonalizar absurdamente a la gente. Yo no sé, pero en algún momento mi profesor tutor  (un tipo bastante cascarrabias) debió decir cuál era nuestro número de orden. Hasta ahora no lo recuerdo. Ya después me enteraría que mi número era el 22 (otro año fui 21 y hasta en alguna ocasión fui 13). Pero antes de enterarme sobre el susodicho número me aconteció lo siguiente: nuestro profesor tutor (que era profesor de Matemática), decidió evaluarnos en los primeros días de ese año (1971), lo que hoy se llama una prueba de entrada. Pero antes de dar la prueba, recuerdo que hizo la siguiente advertencia: “¡No quiero que pongan en la hoja ni apellidos ni nombres, pongan su número de orden, si no quieren que…!”.
   Cuando terminé de dar la prueba, pregunté a mi compañero de carpeta sobre el tan mentado número de orden, me respondió que todos teníamos un número, “yo tengo mi número que es el tres, tú también tienes tu número” me dijo en voz baja. Le pregunté cuál era mi número y él levantando los hombros me dijo que cómo podría saberlo, todo ello con el mayor cuidado para no ser pescados y que el profesor tome mis preguntas como un intento de copiar o soplar.
   Como no sabía nada sobre ese bendito número de orden, puse en la hoja, a pesar de la indicación del profesor, mis apellidos y nombres y entregué con temor mi examen. Al día siguiente llegué asustado al colegio, sabía que algo no muy bueno me sucedería, y efectivamente, el profesor con los exámenes corregidos en la mano nos echó un sermón: “¡Hay muy pocos aprobados y uno de ustedes, a pesar de mi orden, se ha atrevido a desobedecerme…!”. Y empezó a repartir los exámenes. Conforme avanzaba el nerviosismo se me acentuaba y temblaba como gato mojado. El profesor ya había terminado prácticamente con todos los exámenes, sólo faltaba el mío. “Aquí hay un examen que tiene la más alta nota del salón”, dijo con ira mostrando una hoja (mi hoja), “es del que no me ha hecho caso”, agregó con una cólera que encendía su rostro. Y como recién nos estaba conociendo preguntó con un tono de pocos amigos: “¿Quién es Orlando Granda?”. Con el temor de un pollito cuando está frente a un zorro, levanté la mano. Se acercó a mi carpeta increpándome por mi desobediencia. Yo callado y avergonzado escuchaba los gritos destemplados de tamaña fiera. Sabía lo que me esperaba, pero tenía una lejana esperanza. Esperanza vana. Cuando estuvo frente a mí y el examen flameando como una bandera, puso mi prueba a la altura de mi rostro y me dijo: “¡Tienes dieciocho!” (sus enormes ojos parecían latir y a punto de salir disparados como arpones) y con sus dos manos, como quien ejecuta una loable acción, rompió con una furia mal contenida el examen frente a mi cara asustada. Yo no comprendía nada. Esto era nuevo para mí, desagradablemente nuevo para mí. Mientras tanto los treinta pares de ojos de mis compañeros estaban allí agudos como jabalinas griegas. El suceso evidentemente dejó una marca en mi vida, tanto que todavía lo recuerdo como una anécdota que bien podría servir como ejemplo de injusticia, abuso y prepotencia con el más débil. No se trata, ahora, de echar la culpa a este profesor por su poco tacto (total uno no puede exigir a una persona algo para lo que no estaba preparada, ¿o sí?), ni el poco tino para manejar una situación que podía fácilmente solucionarse haciendo indagaciones, no fue así, optó por lo más sencillo: estallar, demostrar con aspavientos que él tenía poder y era tan omnipotente, que nadie podía equivocarse o desconocer una orden suya. Juro que nunca más me volví a sacar en un examen de Matemática una nota semejante… o cercana siquiera. Nunca más: desde entonces siempre vi a esta materia como una muralla, como un escollo imposible de superar (sería cuestión de indagar en mi inconsciente, supongo). Para la edad que tenía yo, aquella persona que debió actuar con la sapiencia de un conductor o guía había abierto para mí no una puerta sino una ventana equivocada: la del espectáculo bochornoso de portarse no como profesor sino como un orangután. Tenía entonces sólo 9 años.

   Continuará...


                                               Morada de Barranco, 22 de octubre de 2010.

1 comentario:

  1. Que buena anecdota, nunca supe esa. Ahora recien caigo del miedo que le tenias a las artes numerales. Ja.ja.ja..

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