sábado, 29 de junio de 2024

UN CUENTA HISTORIAS

 


                                                                     Con la luz del cielo en la mirada…

                                                                                   José María Eguren



   A poco de haberse iniciado el invierno, la ciudad presenta una apariencia fantasmal: los días están realmente muy fríos, el cielo encapotado, gris; las calles cubiertas de neblina, misteriosas se ofrecen a nuestros ojos; una llovizna pertinaz suele acompañarnos en tanto una humedad altísima nos cala hasta los huesos. En nuestros paseos por el malecón de Barranco, Rita y yo percibimos que hay menos gente por las calles, suponemos que no se atreven a salir de sus casas, que se ponen a buen resguardo para evitar resfríos, gripes...





   La temporada invernal siempre me ha resultado una agradable invitación para las experiencias dentro de los espacios cerrados e íntimos de casa: una taza de café recién pasado, una agradable conversación, la lectura de un libro (ando embarcado en “Los invictos” de William Faulkner; Rita, en “Harry Potter y el prisionero de Azkaban”), tal vez una película (¿western?, ¿cine noir?) o quizás un poco de música (algún concierto para violín de Beethoven, Brahms, Mendelssohn o Tchaikovski). Y por qué no, abandonarnos a algunos recuerdos...





   Si de esto último hablamos, viene a mí mi cada vez más lejana etapa escolar. He de decir que no tengo en la memoria la imagen de un profesor contándome algún cuento, alguna leyenda, algún mito en un salón de clases. Cuando pienso en estas experiencias orales, inmediatamente viene a mi recuerdo mi casa. Mi padre aprovechaba algunas noches en que estábamos sentados en la mesa familiar y nos contaba a mi hermana y a mí apasionantes historias que nos hacían olvidar momentáneamente nuestro entorno y con la imaginación creábamos los rostros de los personajes, el escenario de esas aventuras que, con ingenuidad e intuición, papá Isaac nos contaba con mucha emoción.





   Años después, cuando empecé a trabajar en las aulas, me di cuenta que los jóvenes siempre estaban dispuestos a escuchar historias. Así, ante esa certeza, empecé a contar mitos, leyendas, tradiciones, fábulas, cuentos. Estos relatos eran el gancho, la motivación para que los alumnos perciban a mi curso como un espacio amigable y no me arrepiento. No hay clase que no empiece contado alguna historia. Ya es de ley, ellos lo exigen. Digamos que creé esa necesidad y tengo que estar siempre preparado con alguna nueva historia.





   Esto de contar historias me ha deparado hermosas anécdotas. Una muy bonita me sucedió hace ya varios años. Papel kraft, plumón de punta gruesa de color rojo y unas palabras: "Orlando cuenta historias". Hace doce años lo hallé pegado en un salón de primer año de secundaria. Doce años y aún sigue conmigo y con la intención de en algún momento enmarcarlo y colgarlo en una pared del ambiente en el que leo y escribo. Doce años, increíble. Ocurrió en el primer año de mi llegada a mi querido colegio de Barranco. Quienes lo hicieron, entonces unas jovencísimas adolescentes, hoy son profesionales y quizás alguna ya sea madre, no lo sé, no tengo comunicación con todas. La emoción de descubrirlo una mañana de hace doce años me animó, unos días después, a llevármelo a casa como un hermoso trofeo.





   En efecto, soy un contador de historias, alguien que cuenta con placer para que quienes me escuchen disfruten mucho más, ese es uno de mis empeños. "Orlando cuenta historias", me gusta escucharlo, decirlo, suena bien. Contar historias y ver las caras de mis jóvenes alumnos: sus rostros dibujan el gusto de navegar plácidamente en los mares de la imaginación. Pero también escuchar sus reclamos por si me olvido de contar la historia del día: "¿Y la historia?", reclaman, protestan. Yo solo sonrío y pienso: es justo su reclamo. Y al finalizar, emocionado escucho sus aplausos, sus comentarios, sus preguntas.





   Unos dos o tres años después de la experiencia anterior, me ocurrió algo curioso y muy hermoso. Iba contando una leyenda en un salón de primero de secundaria, cuando de pronto algún alumno de otro grado deslizó por una de las ventanas del salón, un papel con un mensaje. Recuerdo que una alumna levantó la hoja y empezó a reír. Le llamé la atención, la alumna me extendió la hoja sin que se le borrara la sonrisa. Tomé la hoja y leí: “Por favor, subir voz, quieren también oír relato”. No tenía otra, sonreí y guardé la hojita (hasta ahora la tengo). Di las gracias (mentalmente) porque ese pedido de la hoja demostraba que estaba logrando, por lo menos en lo que a mis cursos se refiere, desterrar de las cabezas de los alumnos ese temor que algunos profesores despertamos en los alumnos, temor que luego se convierte en rechazo: rechazo al profesor, al curso, a todo aquello que se relacione con el colegio (la lectura, por ejemplo).





   Mientras tanto, doy gracias a la vida y sigo contando historias porque soy “Orlando cuenta historias”…




   Continuará…



                                                         Morada de Barranco, 29 de junio de 2024




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