Y
es la tarde que va abriendo su sombrilla de colores
sobre el campo donde están los
jugadores…
Juan Parra del Riego
“¿Qué haremos cuando no haya mundial de fútbol?”, leí hace un tiempo atrás en una publicación en una de las redes sociales. En realidad es una exageración con humor, uno se va adaptando a los ritmos que la vida nos impone (con mundial o sin él); sin embargo, de alguna manera esas palabras reflejan el estado en que se encuentra un buen número de personas en el mundo cuando un mundial se acerca o está por concluir; es decir, muchos programan sus vidas de acuerdo al grandioso espectáculo cada cuatro años.
He sido testigo (y a veces partícipe) de cómo algunos acomodan sus quehaceres y toman como referencia para sus actividades a los horarios de los partidos; otros piden vacaciones para coincidir con el mundial (la idea es disfrutarlo a plenitud); algunos salen de sus labores y toman hasta taxi con el fin de llegar a tiempo para ver los encuentros, en fin, se ve de todo cuando de este deporte se trata: para muchos el fútbol es motivación de vida; para otros, la vida misma.
Aún recuerdo la emoción con que esperaba los partidos de barrio: sean en pista o en un terral, en un patio o en una cancha, en la playa o donde fuere, no importaba, con tal de estar allí, de participar y ayudar al equipo cuyos integrantes estaban más hermanados que los hermanos mismos; estar allí, sí, en la búsqueda de lo único importante: el triunfo, bien sea atajando un gol cantado del equipo rival o bien haciendo el gol del triunfo; es decir, ser héroe.
Cuando se es niño, no hay mayor héroe que un jugador de fútbol ni catedral más sagrada que un estadio. Los colores de la camiseta de un equipo te dicen cosas más sustanciosas que una biblioteca entera. Es el fútbol, es la pelota que te permite extrañas caligrafías en el rectángulo de una cancha: lo que en los estudios no se puede (a veces por desgano), el fútbol te lo permite y, entonces, digamos, justificas tu existencia.
Héroe, escribí líneas arriba, sí, pero héroe de fútbol, esos que sobreviven y disfrutan del triunfo, de la alegría y la sonrisa de los demás: no Miguel Grau (con todo el respeto que su gesta se merece) sino César Cueto, príncipe del fútbol, hacedor y descifrador de misteriosos jeroglíficos en la cancha, arquitecto de inverosímiles jugadas y goles que el olvido no se ha de llevar…
Como jamás se ha de llevar el olvido el recuerdo de aquellos años de infancia y adolescencia, cuando temprano iba a comprar periódicos y revistas y regresaba leyendo por tantas calles, sin caer, sin tropezar. Esas tempranas lecturas me proporcionaron información que alimentó mi amor por el fútbol (y después por otras cosas más, el cine, por ejemplo): el baile de José María Lavalle a Gestido y el arco casi invulnerable de Pardón en el Mundial del 30, los Olímpicos del 36 y la disque intervención de Hitler, el campeonato obtenido en el sudamericano de 1939 con gol de “Campolo” Alcalde, la maravillosa selección de Perú en el sudamericano de 1959, la clasificación al Mundial de México 70, la Copa América de 1975... Hoy no podría realizar tamaña proeza: caminar cuadras de cuadras leyendo sin que me ocurra un accidente. Imposible. Hoy no saldría ileso.
La lectura, en el sentido más amplio, me procuró (y me procura) tantas hermosas experiencias: he viajado sin moverme de Barranco, he sido Julián Sorel o Fabricio del Dongo, escapé por las cloacas de París con Jean Valjean, estremecido toqué las piedras sagradas del Cusco con el niño Ernesto, hui de la furia del enceguecido Polifemo con el astuto Odiseo, me reí con el Quijote de las simplezas de Sancho, me enamoré como un poseso de Naná y de Anna Sergueevna, la dama del perrito… y a través de la lectura cumplí un sueño, soñando: hacerle el gol del triunfo en el último minuto al equipo rival de toda la vida, claro está, jugando por mi equipo hasta la muerte y definiendo un título... ¡Ah!, el fútbol (y la lectura), cómplice de algunos de los mejores momentos de mi vida.
Continuará…
Morada de Barranco, 30 de mayo de 2024
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