domingo, 28 de septiembre de 2014

EL PROVERBIAL ZAPATERO DEL POETA PABLO GUEVARA





                                                         … ¡cómo no salir corriendo
                                                         a comprar pasajes para esa travesía famosa!
                                                                                                Pablo Guevara




   Cuando Willy Gómez Migliaro, Pablo Landeo y yo decidimos, el año 1993, editar una revista de poesía, ya teníamos claro que se llamaría Tocapus. En honor a la verdad, debo decir que el nombre se me ocurrió a mí, ya que por esos días había leído una separata del Boletín de Lima que recogía una investigación de William Burns Glynn sobre una probable escritura inca a través de los tocapus y de los quipus.




   El nombre, entonces, no fue un gran problema, estaba definido. Como definida estaba que la revista debía estar impresa en un buen material como soporte, sin publicidad alguna, sin auspiciadores. Algo difícil si se toma en cuenta que entonces, salvo Pablo que tenía un pequeño estudio fotográfico, no teníamos empleo seguro ni Willy ni yo. Pero la revista salió cuando todo hacía suponer como un imposible.




   En cuanto al contenido de la revista, es curioso, pero se fue definiendo solo, fue como si la revista trazara y ejecutara su personalidad y nosotros fuéramos los intermediarios. Nueve poetas peruanos, tres de ellos debían ser jóvenes. Y así fue en los cuatro números que salieron a la luz. Tocapus fue como casi toda revista de poesía en el Perú, efímera, pero intensa.




   Recordar cómo teníamos que bregar para lograr las colaboraciones de los poetas nos resulta ahora hasta épico. Con el desarrollo tecnológico muchas cosas se han superado y hacen aparecer a los recursos que empleamos entonces como anacrónicos. Hace veinte años el teléfono, que no todos tenían, era vital (las llamadas a Rossella Di Paolo y Vicente Azar fueron de las primeras); las cartas (viene a mi memoria mi breve correspondencia con Montserrat Álvarez, que vivía en Paraguay o con Ana Varela Tafur, que entonces residía por Iquitos) o muchas veces la casualidad y casi siempre el atrevimiento. Hoy, por ejemplo, las redes sociales lo facilitan casi todo (hace unos días, por ejemplo, intercambié mensajes con la poeta Andrea Cabel, que reside en Estados Unidos), algo imposible por esos años. 




   Entre 1993 a 1995 (años en que salió la revista), los tres editores nos reuníamos en Barranco, lugar en el que vivo desde siempre. Discutíamos en la plazoleta Caraz, en la playa o en un barcito en el límite entre Barranco y Surco, quiénes serían los poetas a publicar, eran conversaciones largas acompañadas con algunas botellas de vino (a veces ron y muy, pero muy pocas veces pisco) y muchísimo entusiasmo.




   Escribir cómo fuimos logrando los poemas de gente con obra reconocida sería extenso y no es el momento. Viene a mi memoria algunas “odiseas” para lograr la colaboración de gente hoy desaparecida: mi amigo Vicente Azar, Juan Ramírez Ruiz, Wáshington Delgado, Pablo Guevara, por ejemplo. Pero también los poemas de gente que está en plena labor como Rodolfo Hinostroza, Carlos Germán Belli, Jorge Pimentel, Mirko Lauer, Marco Martos, Rossella Di Paolo, Tulio Mora, Carmen Ollé, Rocío Silva Santisteban, Ana Varela Tafur, Carlos López Degregori… Los intentos fallidos por publicar a Blanca Varela, Antonio Cisneros, Javier Sologuren, Alejandro Romualdo, Francisco Bendezú, Omar Aramayo, José Watanabe, Raúl Deustua, Guillermo Chirinos Cúneo, entre otros.




   Pero si se tratara de recordar alguna de esas “odiseas” para conseguir el material para la revista, hoy quisiera hacerlo con Pablo Guevara. Gran poeta y por eso mismo eternamente joven, generoso como pocos, gran poeta y gran maestro. Me había propuesto publicarlo en el primer número. Sabía que vivía en Pachacamac, lugar por el que solo había estado de pasada allá por 1974, cuando todavía estaba en el colegio y en primaria. Nada más sabía de ese lugar, aparte del hecho de saber que allí estaba uno de los más importantes santuarios del Perú prehispánico. Poco como se verá.




   Salí de Barranco hasta el puente Alipio, allí tomé un carro que me dejó en Pachacamac. Tuve el atrevimiento, como se habrán dado cuenta, de ir a ese lugar sin saber exactamente dónde vivía el poeta. Cuál si fuera un loco, empecé a preguntar a la poca gente que se cruzaba conmigo por si sabían cuál era la casa de Pablo Guevara. Nadie me daba razón, más bien me miraban como bicho extraño. Luego de una hora de intensa búsqueda, intensa e infructuosa, todo me hacía suponer que mi intento había fracasado.




   Antes de continuar con el relato, quiero mencionar algo. Cuando uno piensa en algunos poetas, inmediatamente se les relaciona con un poema, por ejemplo, pienso en Alejandro Romualdo y se hace inevitable recordar su Canto coral a Túpac Amaru; pienso en Arturo Corcuera y viene a la memoria su poema dedicado a Tarzán; pienso en Pablo Guevara y el que menos recuerda su poema Mi padre un zapatero (poema que forma parte de su libro Regreso a la creatura, publicado el año 1957). ¿Por qué hablo de esto? El lector entenderá, en el siguiente párrafo, que no es en vano este comentario.




   Retomando lo que contaba. Cuando ya todo me hacía suponer el fracaso de mi intento, cuando ya me alistaba a tomar el carro de regreso, desemboqué en una calle angosta donde vi, ¡oh, coincidencia!, a un humilde y laborioso zapatero remendón (que creo que también vendía y compraba dólares, no lo tengo claro) quien al escuchar mi pregunta me dijo: “Ah, el profesor Pablo Guevara, el que trabaja en San Marcos!”. Luego me indicó que tenía que ir fuera del pueblo, transitar en diagonal por una pampa y continuar por un sendero rodeado por chacras. Así fue que llegué a la casa del poeta.




   Quien me atendió fue su gentil esposa, pero el poeta no estaba, tuve que regresar otro día, y lo hice, pero esta vez con la seguridad de saber adónde iba y por dónde tenía que ir, todo gracias a un zapatero remendón, como el personaje del famoso poema de Pablo Guevara, quien tuvo la generosidad de proporcionarme dos poemas suyos y un apunte de puño y letra que salieron publicados en el primer número de Tocapus, la revista que con tanto esfuerzo editamos Willy, Pablo y yo.





MI PADRE UN ZAPATERO
                                  

Tenía un gran taller. Era parte del orbe.
Entre cueros y sueños y gritos y zarpazos,
él cantaba y cantaba o se ahogaba en la vida.
Con Forero y Arteche. Siempre Forero, siempre
con Bazetti y mi padre navegando en el patio
y el amable licor como un reino sin fin.

Fue bueno, y yo lo supe a pesar de las ruinas
que alcancé a acariciar.  Fue pobre como muchos,
luego creció y creció rodeado de zapatos que luego
fueron botas.  Gran monarca su oficio, todo creció
con él: la casa y mi alcancía y esta humanidad.

Pero algo fue muriendo, lentamente al principio:
su fe o su valor, los frágiles trofeos, acaso su pasión;
algo se fue muriendo con esa gran constancia
del que mucho ha deseado.

Y se quedó un día, retorcido en mis brazos,
como una cosa usada, un zapato o un traje,
raíz inolvidable quedó solo y conmigo.

Nadie estaba a su lado. Nadie.
Más allá de la alcoba, amigos y familia,
qué sé yo, lo estrujaban.
Murió solo y conmigo. Nadie se acuerda de él.










   Continuará…




                           Morada de Barranco, 28 de setiembre de 2014.



2 comentarios:

  1. Profesor, aunque me tardé solo un poquito en escribir el comentario, me pareció muy interesante la historia de cómo encontró a Pablo Guevara y muy curioso que justo un zapatero le diga dónde vivía él; como ya le he dicho antes, me parece muy entretenido leer su blog.
    Mañana leeré el siguiente.

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  2. Gracias, Jesús, por darte un tiempo y comentar. Un abrazo.

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