Esta calle que nos
devuelve los pasos y las voces como una gruta.
Martín Adán
Es tarde, mejor dicho ya noche: 6:35, como
es natural que ocurra, los días oscurecen más pronto. Es invierno, este
invierno medio raro que ofrece días con sol mentiroso. Hace un poco de frío, no tanto como otros años
en que la bruma arreciaba o una garúa pertinaz encharcaba las calles y
provocaba “pequeños accidentes” como resbalones. Ahora no es así, estos cambios
descuadran y te llevan a inesperados resfríos confiados en la luminosidad de
estos últimos días.
Unos instantes dejo de escribir, observo pensativo a
través de la ventana y solo veo oscuridad y las luces amarillas de las casas y
los postes salpicando esta noche oscurísima, tan oscura como el café humeante
que bebo complacido en mi taza azul (obsequio de mi hija) y pienso preocupado
en cómo salvar la situación en la que me encuentro.
¿Salvar la situación en la que me encuentro?
Hace días que le doy vueltas al asunto: ¿sobre qué escribiré? No lo tengo
fácil. Las ideas vienen, van, nada que me convenza. La situación me tiene
fastidiado, no lo voy a negar. El tiempo cada vez se acorta para cumplir con la
segunda entrada de este mes que me ha quedado corto, demasiado corto.
Hace unas semanas colgué dos entradas en las
que comentaba sobre árboles. Mencioné a las moreras, que los hubo en buen
número en ciertas calles de Barranco. Hoy casi han desaparecido, apenas han
quedado tres de ellos, sobrevivientes, tercos sobrevivientes que, como
fantasmas del pasado, están allí con sus brazos disparados al espacio trazando
extrañas caligrafías, jeroglíficos, diría yo, recordándonos viejos tiempos de
infancia y adolescencia.
Una de esas mañanas, en la que uno sale muy
temprano a comprar el pan y los periódicos, transitando junto a uno de esos
árboles, observé en la acera, como hacía muchos años no lo hacía, algunas moras
que como en el pasado los viandantes pisaban dejando manchado el suelo. Allí
estaban, como en los viejos tiempos, con su imagen de diminutos racimos de
uvas: algunas pisadas y otras en buen estado. Atiné a levantar algunas que,
cual tesoros, guardé en un bolsillo de mi casaca y me los traje a casa, he aquí
sus imágenes.
Así embarcado en este coche, avizoro la
punta de un hilo, tiro de ella con la esperanza de formar una madeja: he aquí
que vienen, entonces, uno a uno los recuerdos, en desorden, saltando de aquí para
allá como inquietas llamas y cual si fuera una película, veo algunas imágenes
que se remontan a un pasado cada vez más lejano, pero tan mío: ese niño que
gustaba de la soledad (no solitario), que compraba chistes (o sea cómics o
tebeos) y se abandonaba en su lectura en medio de la frescura del los aires
marinos en el parque Berckemeyer, horas de ensimismamiento, viviendo
literalmente vidas que no podían ser. Mientras frente a él, con solo levantar
la cabeza, se abría el amplio horizonte del Mar del Sur ofreciéndole un
panorama para prolongar sus sueños habitados de piratas o monstruos marinos.
Pero lo increíble no solo estaba en mis
sueños. Hice cosas para mí (y para cualquiera) hoy inexplicables, como el de dejar escondidos varias
semanas esos chistes, todos los que llevaba a ese parque (treinta o cuarenta,
tal vez más), entre unos arbustos y cada que iba allí buscaba los chistes y releía vorazmente,
tumbado en el pasto. Hasta que un día no pudo ser más: un jardinero municipal
los encontró y por más que alegué propiedad, simplemente me mandó a rodar y
perdí todos esos comics y una parte de mi infancia se marchó con el despojo.
Unos años después, frente al mismo parque
ubicado en el Malecón de Barranco, jugaba con Rodolfo López (“Rodolfito”). De
pronto, un amigo, mucho mayor que nosotros, nos pidió ayudarle a hacer arrancar
su motocicleta. Lo hicimos, la motocicleta arrancó y en premio a la ayuda, un
paseo por el malecón en la moto. Se sienta el piloto, detrás “Rodolfito” y tras
él, yo. La moto arranca, yo me quedo parado sin antes sentir un tirón entre mis
piernas. Me observo y veo mi pantalón completamente roto, tras cada muslo una raya horizontal que empiezan a sangrar y a doler: la placa de la moto había
roto mi pantalón y me había ocasionado dos sendas heridas en el muslo. De
emergencia a la Asistencia de Barranco, que para suerte mía estaba a media
cuadra del accidente, en una casona que luego sería la casa de mis dos mejores
amigos de adolescencia, Franklin y Alfredo. Allí me cosieron, pues una de las
heridas era profunda. Comprendí, entonces, que la infancia no estaba ajena al
dolor y al sufrimiento.
A unas cuadras del mismo parque, unos
jóvenes juegan un partidito de fútbol, de pronto la pelota se va hacia el
barranco y se deposita entre unas salientes cubiertas de carrizo, con
precaución bajan algunos a recuperar el balón. Uno de ellos, quizá uno de los
más jóvenes y mejor parecidos, llega primero donde está la pelota, la coge,
gira la cabeza para iniciar el ascenso y siente que a uno de sus ojos ingresa,
como un hueso helado, una aguda caña que le vacía un ojo. Gritos,
desesperación… El joven es llevado de emergencia, luego de unos días, ya
recuperado transita por las calles, incompleto, con un parche que me recuerda a
los viejos piratas de las películas. Un tiempo después, por estética y asuntos
psicológicos lleva un ojo de vidrio, estático, frío, como la caña que lo dañó.
Comprendí, entonces, que cualquiera estaba a merced de los peligros y que
algunos de esos peligros podían ser más graves y dolorosos de los que a uno le
acontecían.
En ese mismo paisaje viviría otras
experiencias, otros descubrimientos: ya adolescente y con nuevos amigos,
algunos de ellos los definitivos, esos que se cuentan con los dedos de una mano
y algunos de esos dedos sobran porque los amigos no son muchos. Con quince o
dieciséis años, muchas veces te sientes el dueño del mundo, quieres explorar
nuevos espacios, atractivos todos ellos: el alcohol, el cigarro, el amor. Y así
fue, presos de esas fiebres y escudados por una noche cómplice y las más de las
veces frías y misteriosas (la bruma gótica y londinense), dábamos rienda suelta
a nuestra libertad de jóvenes e indocumentados: las botellas de vaya uno a
saber que menjunjes (Naranja mecánica, era uno de esos nombres) como los
cigarros, circulaban por nuestras manos y bocas como el viento marino entre
nuestros cabellos, las confidencias sobre nuestras cuitas de amor, también,
pero esas palabras no tenían la frialdad del viento marino, sino la temperatura
de los cigarrillos encendidos o del alcohol cuando quemaba nuestras jóvenes
gargantas.
Muchos años han transcurrido desde entonces.
Algunas veces suelo transitar por esos territorios tan cercanos a mi vida y aún
me parece ver las sombras de esos jóvenes (Franklin, Alfredo, “Pepe”, Alberto)
que en ese laberinto de la adolescencia exploran y
descubren aquellos predios donde ponen en práctica el ejercicio de su libertad (restringida, pero libertad al fin) en medio de la noche y al borde de los abismos de los barrancos
de Barranco.
Continuará…
Morada de Barranco, 29 de junio de 2012.
Hasta, ahora me asombra la lucidez de mi buen amigo Olguer Granda Paucar, amigo de una adolecencia efimera, que la vivimos a plenitud, escabullidos en la complicidad de la oscura noche barranquina, con el eco incansable de un mar pacifico y una luna acogedora testigo de un verano que paso, pero nos dejo este algido recuerdo.
ResponderEliminarApreciado Franklin, gracias por tus palabras. Sí, compartimos una adolescencia vivida a plenitud: esos cigarros compartidos, esas botellas de alcohol barato y misterioso, esas largas conversaciones y confidencias de las que el mar, el viento, la noche fueron testigos. Las visitas a mi casa, aquellas tardes eternas en las que nos abandonábamos a la música, la poesía, el cine. Justamente, algunas de las fotos de esta entrada son tomas que saqué aquel día (luego de más de veinte años de no hacerlo) en que caminamos por ese largo y amado Malecón de Barranco, esa mañana en la que hablábamos de cómo el tiempo había pasado: parecía que hacía muy poco habíamos sido adolescentes y sin embargo ahora hablábamos de hijos, de nietos... Un abrazo fuerte a la distancia.
ResponderEliminarpero que interesante, & como la forma en que lo describe todo orlandito. esas historias que hacen unos bellos recuerdos tanto en la niñez, juventud & ahora en la adultez. Esos recuerdos prosor de la infacia, de como nos hacemos heridas creo que es la forma enq ue uno crece & aprende de las cosas.
ResponderEliminarProsor me gusto mucho su entrada (:
un abrazo.
Gracias, Teresa, por tus palabras. Efectivamente, escribo sobre situaciones de la infancia y adolescencia y que han dejado una marca indeleble, de esas que conservamos así pasen muchísimos años. Gracias, nuevamente. Espero tus visitas por mi humilde blog. Un abrazo.
ResponderEliminarMi apreciado amigo Alfredo Sosa me escribe: "Orlando, Nadie como tù para evocar esos años transcurridos entre los malecones y parques de nuestro querido Barranco.
ResponderEliminarSiempre recuerdo las interminables tardes de musica,con los Beatles y Bee Gees, y tu poesia en la casa de tus padres que dejabamos oliendo a cigarrillo durante dias, tu madre nos debe recordar por esos atardeceres barranquinos, o de nuestras tertulias en el malecon, o de esas borracheras que de solo recordar me vuelve a doler la cabeza aunque hayan pasado ya 34 años de nuestra gran primera borrachera.
O nuestras concurrencias al cine que hoy es un supermercado,
INOLVIDABLES momentos, querido y gran amigo.
Un abrazo y no dejes de asistir al reencuentro de la promo."