Los espejos gritan aquí.
Enrique Peña
Barrenechea
“¡Nunca pases por la Ermita
de noche! –decían-, se te puede aparecer el padre sin cabeza”. Concluían con
una mirada en la que se dibujaba el terror. Quienes te lo aconsejaban eran
chicos de la misma edad tuya (diez, once o doce años, y a veces menos). Y
hacías caso, nunca te atrevías a pasar por la Ermita de noche. La poca
iluminación de la zona ayudaba a tomar como cierto el consejo: ¿Quién se
atrevería a cruzar el solitario Puente de los Suspiros y luego recalar en el
atrio de la Ermita?
El padre sin cabeza es una historia teñida de
leyenda. Los que vivimos o hemos vivido en Barranco la hemos escuchado desde
siempre. Si la historia te llegó cuando niño, dos cosas te quedan: el miedo que
te eriza la piel (y no se olvida) y la seguridad de que nada en el mundo hará
que pases por allí.
La versión que me contaron los amigos de la quinta
en que viví (en esas noches donde sentados en círculo como si alrededor de una fogata
estuviéramos) es esta: Hace muchos años, ocurrió, como es común en estos
territorios, un terremoto. De la vieja Ermita de Barranco, esa pequeña iglesia
que está al cruzar el puente, salió corriendo un padre quien, más asustado que
liebre perseguida por mastines, tuvo la desdicha de pararse debajo de una de
las torrecillas del templo. El movimiento sísmico fue tan fuerte que provocó el
desprendimiento de una de las campanas, la que con todo su peso fue a caer
sobre el padre: el borde de esta campana dio en el cuello del desdichado
degollándolo (cosa poco probable porque no existen campanas con bordes filudos,
pero para la efectividad del cuento, digamos, que sirve). Desde entonces, en
las noches, no es nada raro ver a un padre deambular por la zona. Claro está,
el padre lleva sotana negra y no tiene cabeza. Esta sencilla historia pobló
nuestros lejanos días infantiles de miedos irreprimibles. Pero no fue la única.
Es conocida por estos lares la historia sobre
la viuda negra. Tal personaje es una mujer vestida de negro que se les aparecía
solamente a los varones que transitaban de noche por calles solitarias. La
impresión que te causaba verla era tal que contaban que tus cabellos se
encanecían al instante y terminabas echando espuma por la boca, completamente
loco para al poco tiempo morir irremediablemente. Sobre este personaje se
cuenta que era una joven mujer de la alta sociedad limeña del siglo XIX que
perdió, al poco tiempo de casarse, a su esposo en una batalla en las cercanías
de Lima. Estamos hablando de la época de la guerra con Chile: decían que el
esposo había muerto o bien en la Batalla de San Juan o de Chorrillos, no lo
tengo claro. Desde entonces, esta mujer enloquecida salía a buscar el cuerpo de
su esposo. Al poco tiempo la pobre mujer falleció, pero su alma que no logró el
descanso deambulaba (¿deambula?) buscando todavía el cuerpo de su amado.
Una historia que no he olvidado es la que
una noche contó uno de esos compañeros de aventuras y miedos: la historia de María Marimacha. Aún
recuerdo la primera vez que la oí, los pelos los tenía de punta como
alfileres, recuerdo que esa noche me fui a acostar y que me tapé completamente
con la frazada de tan asustado como estaba. La versión que recuerdo contaba lo
siguiente: María era una niña que vivía con su mamá. Era María una niña que
gustaba de jugar a las bolitas (canicas) con los niños, de allí su sobrenombre.
Un día, su madre le da una cantidad de dinero y le pide que compre una botella
de aceite y un corazón para hacer anticuchos, el plato preferido de María. La
niña se dirige al mercado, de pronto ve, a medio camino, a un grupo de niños
jugando bolitas, se detiene y apuesta el dinero que su madre le había dado. Lamentablemente
perdió todo el dinero en el juego. Desesperada se va al cementerio y abre la
tumba de un tío que había fallecido hacía unos días y le saca el corazón. Luego
recoge de la calle una botella vacía de aceite y orina dentro de ella, después
los entrega a su madre. Esta prepara los anticuchos y luego los sirve. La madre
los come (aunque les sentía un saborcito medio raro), María simplemente no los
come, más bien sube a su cuarto y se encierra. Luego de un rato, su madre sale a
visitar a una vecina. Sola en casa, María empieza a escuchar la voz de su tío
que le dice: “¡María Marimacha, devuélveme mi corazón! ¡María Marimacha,
devuélveme mi corazón!...” Asustada se mete en su ropero y cierra la puerta de
este. Ya en la noche, la mamá regresa a casa y le llama, al no obtener
respuesta, entra al cuarto de María y al abrir el ropero encuentra a su hija
muerta y sin corazón.
Una historia que escuché por esos años es la
de una pasajera misteriosa en Barranco. Era esta una mujer joven, bella, silenciosa,
muy blanca, siempre vestida con colores oscuros. De ella se cuenta que siempre
tomaba taxi en Barranco para ir hacia otro punto en el mismo distrito. Tenía esta
extraña mujer por costumbre sentarse en el asiento de atrás del carro al lado
derecho. Dicen los que la vieron que nunca hablaba, que apenas si movía la
cabeza para responder a las preguntas. Cuando ya estaban por llegar a su
destino, el chofer miraba por el espejo para confirmar el lugar donde detenerse
y notaba asombrado y luego asustado que no había nadie en el asiento de atrás:
el auto no se había detenido nunca, la puerta estaba cerrada como cerrada la
ventana, no había por donde saliera la misteriosa viajera. Pero esta ya no
estaba en el carro y no había huella alguna de la silenciosa pasajera.
Por estos tiempos se ha hecho famosa la casa
de los duendes. Una torrecilla ubicada en un jardín colgante en el malecón de
Barranco, sobre la Bajada de los Baños. Lo que sé de ella es que un padre
amoroso la hizo construir para que su pequeña hija jugara con sus muñecas y con
sus amigas. Los niños y jóvenes de ahora le atribuyen lo que sus mentes
fabuladoras necesitan para alimentar sus miedos y llenarse de desasosiegos.
Ya para concluir esta entrada, quiero
escribir algo que mi madre me contara cuando niño y que me provocó miedo, sin
ser esta una historia de aparecidos. La historia se ubica no en Barranco, sino
en el Cuzco, la tierra donde están nuestras raíces. Sucedió que hace muchos
años un par de escolares se perdieron y por más que los buscaron no los
encontraron. Luego de muchos días, ocurrió que detrás de una puerta clausurada
hacía mucho tiempo, en la Sacristía de la Catedral de esa ciudad, un sacerdote
escuchó ruidos y golpes insistentes, pidió ayuda y con dos o tres hombres más
abrieron la puerta y vieron horrorizados a los dos escolares perdidos que
enloquecidos, con los ojos desorbitados y hablando incoherencias mostraban sus
manos con los dedos sangrantes y carcomidos. Luego de investigaciones
profundas, se determinó que los jóvenes se habían aventurado a través de
pasajes subterráneos que comunican a construcciones incas con templos
coloniales cusqueños y en el trayecto se extraviaron. Tengo entendido que estos
pasajes no han sido debidamente explorados hasta el día de hoy (en Lima también
los hay y, como en el Cuzco, han servido para tejer muchas leyendas). En medio
de la oscuridad sus manos fueron roídas por las ratas, aunque entre el pueblo
se cuenta que las manos, en realidad, fueron devoradas por los mismos escolares
por el hambre.
Tarde lluviosa la de hoy día. En realidad toda la noche y todo el día no ha cesado de garuar. Garúa, así llamamos a esta lluvia menuda y persistente por estas tierras. Día oscuro y húmedo, propicio como para no salir de casa. Bien abrigado y con una taza de café humeante y oscuro ponerse a recordar aquellas historias que tanto miedo nos produjeron, tal y como lo he hecho en estas líneas.
Continuará…
Morada de Barranco, 15 de julio de 2012.
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