martes, 1 de mayo de 2012

EL MAR, EL OTOÑO Y ALGUNOS RECUERDOS DE INFANCIA


                                               Hasta aquí llega el mar con su traje de espuma...
                                                                         Enrique Peña Barrenechea





   Tardes en las que se ve uno abordado por los recuerdos. Horas en las que el niño que fui asoma y sus alegrías y miedos afloran, no se han ido, están allí, latentes como semillas que esperan nada más el momento de su germinación. Cómo podría (¿es que acaso hay forma?, si hablamos de miedos) desterrar de mí aquella preocupación, ese miedo, el terror, diría, de quedar sin padres, solo y con dos pequeños hermanos. Imposible. Pero ese miedo hoy no ha desaparecido, hay momentos donde la conciencia de la muerte me atenaza y ya no solo me preocupo por mis queridos padres, el temor (digamos) ha crecido, es inevitable y me llena de desasosiego. 



  
   Es una tarde gris y con algo de frío. Desde mi ventana (mi faro lo llamo yo) veo el cielo “panza de burro” de mi morada, la torre roja de la Biblioteca Municipal que pareciera luchar por un poco de luz con los ficus del Parque Central. Y próxima a ellos, la hilera verde de árboles (los añosos ficus) que sombrean la avenida Pedro de Osma que conduce a Chorrillos, sendero verde y aéreo que se columbra majestuoso y a merced de los aires marinos.



   
   En horas como esta, con esta típica luz otoñal que dibuja su cuerpo por todo el paisaje urbano, pareciera que como nunca se llenara cada ángulo de Barranco con el misterioso y brumoso mar, y paladeo entonces, ahora que recito casi murmurando, cada palabra de los versos de un poeta de tierra marítima y solar llamado José Gorostiza:

¡El mar, el mar!
Dentro de mí lo siento.
Ya solo de pensar
en él, tan mío,
tiene un sabor de sal mi pensamiento.

   Termino el poema en voz baja y queda como si fuera una confesión. Desde la amplia ventana de este cuarto piso, mis ojos se detienen y recorren minuciosamente las ventanas teatinas de los viejos techos; descubro alguna tímida torrecilla irrumpiendo en la opacidad del espacio como un brazo disparado por los deseos de alguien que ansía apropiarse de las distancias… Así, entre tantas imágenes de este pequeño territorio vecino del mar, inmediatamente imagino a un joven y lúcido adolescente que se hizo llamar Martín Adán y que habitó estas tierras en la segunda década del siglo XX y que alguna vez escribiera este par de versos:

Si quieres tú saber de mi vida,
vete a mirar al Mar.

   Ganas de gritarlo, de repetírselo a cualquier cristiano que se cruzara en estos momentos por mi camino. ¿Melancolía? o ¿saudade?, esa bella palabra portuguesa que carece de traducción. Vaya uno a saber. Solo sé que sentado ahora frente a la computadora estoy en estas cavilaciones que me remontan por espacios idos: aquellas horas de buscada soledad en los acantilados, con la vista y los oídos perdidos en la música salvaje de las olas, o a mis manos hollando la arena para crear mis propios mares donde trazar las rutas de mi propio mundo.




   Cuando uno está por los predios de la infancia, lejanos tiempos que hoy vemos cual si fuera una película, acuden instantes, detalles aparentemente olvidados, por ejemplo, imágenes de aquellos lejanos años en que los cinco (“Paco” todavía no había llegado) habitábamos una diminuta casa donde nuestros padres nos criaron con tanto amor y esmero. Pequeña casa, sí, pero suficiente como para albergar el universo completo de un niño que no solo jugaba. Espacio liliputiense donde tantas veces nuestro padre nos hacía viajar por espacios remotos con la magia de su palabra alrededor de una sólida mesa de madera que he heredado y lo tengo como uno de mis preciados bienes.




   La vieja cinta de los recuerdos ha venido fluyendo, pero entre los muchos recuerdos, me quiero detener en uno: hubo un tiempo en el que no tuve cama y dormía en el mueble grande (no recuerdo la razón). Fue asunto de unas pocas semanas. Tendría yo diez años. Todos ya dormían, sus respiraciones reposadas me lo decían. Era el único que estaba despierto, pensativo. Hacía varios minutos acababa de ver una película española en la televisión en blanco y negro, era una típica película española filmada en los años de horror franquista, cargada de esa asquerosa ideología que te dejaba a ti y a todo lo que te rodeaba oliendo a pecado y a culpa.




   La película, cuyo título no recuerdo (ni falta que hace), contaba una historia de abandono y niñez donde maltrataban a un niño provinciano a quien sus compañeros de salón llamaban despectivamente paleto (lo que aquí en el Perú sería algo como decir cholo, serrano). En medio de ese infierno, el único que lo defendía era un joven y barbado maestro. Me marcó. Tanto así que en medio de la oscuridad y “mirando” el respaldar del mueble pensé en la muerte.




   En medio de esa noche, yo miraba la oscuridad como quien mira al fuego o al mar agresivo; es decir, con miedo: “Yo no me quiero morir, me dije angustiado, debe ser horrible estar en un mismo lugar sin poder moverse, sin mirar nada que no sea una larga noche, sin oír nada que no sea tu miedo, porque la muerte debe ser un miedo eterno”. Unas lágrimas caían por mi rostro. Lloré en silencio hasta que el sueño me abrazó.




   Han pasado muchos años desde esa noche y sus cicatrices no han desaparecido. Pero no todo fue así. Mi infancia estuvo sembrada de amor y de afecto (como lo he dicho muchas veces). Tuve amigos con los que compartí experiencias que también dejaron huellas, recuerdos gratos en los que me veo siempre regresando a casa donde una madre aguerrida nos atendía a cuerpo de rey, a pesar de las dificultades. Un padre laborioso y preocupado porque sus hijos sigan creciendo: entonces llegaron a casa, gracias a él, las enciclopedias Cumbre y Quillet, cuyos tomos rojos no sirvieron como decoración de casa sino como alimento para saciar nuestras curiosidades e ir creciendo en el camino: ¡cuántas horas pasé abandonado en los mares infinitos de la lectura!, ¡cuánto tiempo entre sus páginas sin saber lo que era el aburrimiento!


   Así embarcado en lo recuerdos, tornan a mí aquellos domingos cuando a punto de sentarnos para el almuerzo, de pronto mi padre me llamaba e introduciendo una mano en un bolsillo sacaba dinero y me enviaba a comprar Coca Cola y una botella de cerveza malta: el sabor amargo de la gaseosa combinada con la cerveza era algo a lo que nunca nos acostumbramos, pero que curiosamente cuando ahora hablo con mis hermanos de esos vasos con líquido oscuro y espumoso, nos miramos, no lo decimos, pero sé que lo extrañamos porque es un sabor que nos remite a nuestra niñez. 


   Algo que no olvido es que también hubo días en que mi padre, embargado de calor familiar,  nos agasajaba con una botella de Oporto El abuelo, y nos decía en tono salomónico: "Tomen el vino, hijos, es bueno hacerlo de vez en cuando" y levantaba su brazo y brindaba con nosotros que quedábamos medio chispeados después de beberlo. Desde entonces ese vino (y no otro) nos acompaña siempre en circunstancias especiales (cumpleaños, por ejemplo) y forma parte de nuestras costumbres familiares... 




   Ahora que se acerca la noche y que he navegado por aquellos años que partieron en un santiamén, me dispongo a detener este desfile interminable de recuerdos, con la certeza de que lo escrito es más que suficiente, que ya vendrán oportunidades en que nuevos recuerdos surjan y sean motivo de nuevas entradas. Así sea.





   Continuará…



                                           Morada de Barranco, 1 de mayo de 2012.





1 comentario: