A
las ramas más altas desde mi alma.
Luis Hernández
En mi vida han habido
árboles, no tantos como hubiera querido: moreras, ficus, sauces, molles, tipas,
palmeras, pinos… Algunos de ellos los recuerdo con afecto y gratitud, ocupan un
lugar especial en mi vida, por ejemplo las moreras. Hubo calles de Barranco que
estaban bordeadas por estos árboles y cuyos frutos en las aceras eran pisoteados
por los viandantes dejando el suelo manchado y yo, en mi ingenuidad infantil,
lo comparaba con aquellas hojas que por descuido de escolar las manchaba con
tinta.
Hoy esos árboles son solo recuerdos: casi
todos han desaparecido (queda por allí uno que otro terco sobreviviente) o
reemplazados por otros que respeto pero que no me dicen nada. Supongo que de
aquí a algunos años (si todavía estoy) hablaré de estos últimos como ahora lo
hago de las fantasmales moreras cuyo tamaño no era, según recuerdo, para la
admiración, eran diría casi pequeños como pequeños sus frutos que siempre los
comparaba con diminutos racimos de uva.
Fantasmales moreras. ¿Por qué el epíteto?
Alguna vez lo comenté. Cuando pequeño, camino al desaparecido colegio Santísimo
Sacramento, transitaba por calles invernales y cubiertas de niebla mientras
elaboraba extrañas y confusas historias donde obviamente el héroe era yo. El
efecto visual de la bruma por las calles hacía aparecer a la hilera de árboles
como sombras difusas, siluetas apenas dibujadas, fantasmas a la vera de las
aceras que alimentaron mi imaginación y me hace hoy recordarlas con mucho
cariño.
Un árbol muy común en Barranco y cuya
presencia es notoria, menos mal, es el ficus, gigantesco árbol que otorga su
sombra protectora en los calurosos días de verano. Aparentemente eternos, su
fronda cobija infinidad de pájaros y sus cantos alegran el paisaje de lo que
tantos años llamamos La Lagunita (hoy desaparecida, pero no los árboles), o del
Parque Municipal de Barranco y en una avenida muy cercana a esta, me refiero a
Pedro de Osma, avenida que comunica a Barranco con Chorrillos y cuya doble
hilera de majestuosos y añosos ficus la han transformado en una suerte de túnel
por donde una permanente sombra ofrece frescor al transeúnte.
Tengo para mí como gratos recuerdos los
centenarios olivos de San Isidro (una leyenda dice que fueron plantados por San
Martin de Porres), aquellas frescas tardes donde, con la compañía de mi madre y
mis hermanitos, recogíamos las aceitunas para después (en días posteriores) ir
comiéndolas en las diversas comidas que mamá preparaba con maestría
inigualable: ese lenguaje de sus manos y corazón que a cada uno de sus hijos y
esposo prodigaba generosamente.
No he olvidado, cómo podría hacerlo, los árboles
de capulí de Lucre (la tierra donde nací): una mañana ya lejana en que después
de caminar largamente con mis padres y Gloria, mi pequeña hermana, por esos
lares donde están nuestras raíces, llegamos a una colina con árboles de este
delicioso fruto, nos sentamos a su sombra y mientras endulzábamos nuestras
bocas con capulíes, mis ojos de niño de cinco años se abandonaron al panorama
de ver a Lucre en toda su extensión desde esa colina verde, cual si fuere una
atalaya. Años después relacionaría esta experiencia con las escenas finales de Qué verde era mi valle y terminaría
anegado en llanto junto a Rita, porque sentimos que esa película expresaba de
alguna manera (o de todas maneras) nuestras vidas.
La imagen de los árboles (una suerte de
conector o puente entre la tierra y el cielo) siempre me hizo admirarlos, desde
siempre su estructura muchas veces enrevesada me llevó a ver en esos laberintos
de ramas y hojas, extraños y misteriosos seres ocultos o al acecho: sorpresa o
miedo, según sea el caso se despertaron en mí, niño gobernado por la
imaginación y la fantasía como mecanismos o recursos de defensa o resistencia.
Describir la naturaleza, sus elementos,
alguno de ellos. Todo un reto. Me ha pasado con los árboles, precisamente:
tantas veces intenté expresar con palabras su compleja o sencilla arquitectura,
tantas veces fallé en el intento: digamos que la prosa me falla, que las
palabras quedan cortas y con mis elementales descripciones les hago un flaco
favor. Quizá tenga que repetir, me digo,
lo que el poeta chino Tao Yuan-ming escribiera hace tantos años:
Cuando quiero expresarlo,
quedo perdido sin palabras.
Entonces apelo a la memoria y recurro a la
poesía. A la poesía de terceros, preciso. Y constato cómo en sus palabras y en
sus silencios se refleja toda la magia y el misterio de estos seres en
apariencia invulnerables e invictos. Sin forzar mucho la memoria, asoma en su
brevedad aquel haiku que tanto dice:
Vuelvo irritado
-mas luego, en el jardín:
el joven sauce.
Árbol: no solo laberinto sino camino,
sendero seguro hacia la serenidad, como lo es el joven sauce de Oshima Ryota, el haijin
japonés del siglo XVIII. Así, sin el vano palabreo, en apenas diecisiete
sílabas, el haiku, con la contundencia de sus silencios, expresa toda una
concepción de la vida propia del Renacimiento: volver a las fuentes, a la
naturaleza, para recuperar el equilibrio, la ansiada armonía que el tráfago de
la vida nos hace olvidar o perder.
También acude aquel soneto de Gerardo Diego,
ese clásico poema dedicado a un ciprés en un monasterio medioeval, árbol cuya
imagen remite a la punta de una saeta o lanza. Sus versos endecasílabos, sus
precisas metáforas lo definen de manera inmejorable.
EL CIPRÉS DE SILOS
Enhiesto
surtidor de sombra y sueño
que
acongojas el cielo con tu lanza.
Chorro
que a las estrellas casi alcanza
devanado
a sí mismo en loco empeño.
Mástil
de soledad, prodigio isleño,
flecha
de fe, saeta de esperanza.
Hoy
llegó a ti, riberas del Arlanza,
peregrina
al azar, mi alma sin dueño.
Cuando
te vi señero, dulce, firme,
qué
ansiedades sentí de diluirme
y
ascender como tú, vuelto en cristales,
como
tú, negra torre de arduos filos,
ejemplo
de delirios verticales,
mudo
ciprés en el fervor de Silos.
Hojeaba hace unos días un libro, una
antología de poesía latinoamericana, en él hallé un breve poema cuyo aire a
haiku es más que evidente, el poema de Antonio Granados, poeta mexicano dice:
BOSQUE
¡Qué verde trino!
A canto de pájaros
huele el camino.
Los tres versos no mencionan para nada a un
árbol, pero se intuye su presencia, porque ¿dónde más podrían estar esos
pájaros que con sus cantos “aroman” el camino? Es que acaso, esa sinestesia del
primer verso (“verde trino”), ¿no es otra cosa que un árbol (o árboles) que a
la vera del camino prodiga sombra y bellas melodías de los pájaros que lo
habitan?
Pienso en el Perú, en sus poetas, entonces
acuden algunos poemas. El primero de ellos, solar y juguetón donde el árbol
ejerce su capacidad de transformar al Sol en vida, es decir, en pájaros; el
segundo, pleno de un lenguaje sencillo, acierta en definir lo que un árbol es
para alguien rebosante de asombro, esa capacidad que muchas veces perdemos y
los poetas fundamentalmente conservan; el tercer poema expresa esa lucha
silenciosa del árbol por lanzar al espacio sus robustas ramas, esas ansias por
lograr el espacio como un sinónimo de aquella
libertad a la que todos debemos aspirar aunque parezca imposible.
SOL
El sol brincó en el árbol.
Después todo fue pájaros.
Lejos, aquí, llovía
el cielo de tus manos-,
un cielo pequeñito,
profundo, solitario.-
Hora todo es distancia,
ceguedad, aletazo.
El sol tiene en el árbol
inquietudes de pájaros.
Martín Adán
9.
Árbol, altar de ramas,
de pájaros, de hojas,
de sombra rumorosa;
en tu ofrenda callada,
en tu sereno anhelo,
hay soledad poblada
de luz de tierra y cielo.
Javier Sologuren
FICUS
Agrestes, los ficus
persiguen el cielo.
Suben y no saben
si suben en sueños
o si el día esconde
cielos verdaderos.
Ni ruido ni aroma,
caricia ni pétalo:
se yergue ardorosa
en el aire lento
la flor de los ficus:
el alto silencio.
Y lejos el cielo.
Washington Delgado
Pero
no todo es plenitud. Los árboles están en problemas. Aquí y en muchos lugares.
Su sobrexplotación, su eliminación irresponsable en nombre de una supuesta
modernización (la construcción del Metropolitano se trajo abajo muchos árboles
y hasta ahora no se me quita la idea que eso fue un crimen que quedó impune),
“el culto al cemento” que arrasa con ellos y mutila nuestros recuerdos (algunos
de estos añosos árboles cobijaron aquellas horas de lectura deleitosa de la
infancia y adolescencia)… No hay derecho.
Mientras lo corto
veo que el árbol tiene
serenidad.
Issekiro
Si esto continúa, llegará el día en que
hallar un árbol entre tanto cemento y “civilización” será como toparse con un trébol
de cuatro hojas y frasear estos versos de Gonzalo de Berceo (si es que todavía
lo pudiéramos hacer) nos llenará de una nostalgia irreprimible: La sombra de los árbores de temprados
sabores / refrescáronme todo e perdí los sudores… Sacrificar un árbol, sea por el motivo que fuere, es matar de a pocos la posibilidad de vida en nuestro
planeta, es desconocer algo tan legítimo
como es el derecho de los que vengan de vivir en un planeta con las condiciones
naturales de vida de las que hemos gozado.
Arturo Corcuera, poeta peruano, escribió un
poema donde se expresa ese temor de que el árbol se vuelva solo recuerdo, un
elemento lejano y ajeno a la experiencia del hombre, imagen extraña de algún
libro que nos hable de ellos como hoy lo hacen sobre el pájaro dodo: ¿Tendremos
que decirles adiós? ¿Despedirnos para siempre de la sombra de los árboles, sana, agradable y fría? ¿Resignarnos a
perder para siempre el canto de los atrevidos tordos que pueblan sus ramas?
LOS LIBROS Y LOS ÁRBOLES
El lanzamiento de un libro
implica devastar un árbol.
Es desde hoy nuestro dilema:
o un árbol o un libro.
Debemos de soñar siempre
leer un libro bajo un árbol,
jamás contemplar solo el árbol
en las páginas de un libro.
Continuará…
Morada de Barranco,
15 de mayo de 2012.
QUERIDO PROFESOR ORLANDITO :
ResponderEliminarDebemos de soñar siempre
leer un libro bajo un árbol,
jamás contemplar solo el árbol
en las páginas de un libro.
Que bueno verte por aquí. Sí, debemos procurar tener siempre a los árboles a nuestro lado y no como un probable recuerdo. Corcuera es un poeta generoso. Fue él quien me publicó un poema por primera vez en su revista Transparencia. Tuve la oportunidad de visitarlo en su casa de Santa Inés (Chosica) y conversar largamente bajo unas parras en su inmenso jardín posterior.Un abrazo.
ResponderEliminarMi hermano Arturo me comenta lo siguiente:"Me gusta que hayas tomado como tema la presencia de los árboles en tu vida…Yo la tengo también muy presente, recuerdo los grandes ficus, a los que debíamos esa atmósfera particular y silenciosa ya ida de Barranco, las moreras, la gran Araucaria (que llamábamos ‘pino’) a la vuelta de la panadería de la avenida Lima, esos arbolillos de frondas purpúreas (Euphorbia cotinifolia) que se alineaban al lado de la iglesia, las flores rosadas y azules, de los ceibos de fuste barrigudo y los jacarandás, que tapizaban frecuentemente las baldosas de la plaza principal…No obstante, el que más recuerdo siempre es nuestro ‘tannenbaum’, ya sabes que para mí Navidad = árbol...".
ResponderEliminarArturo, sabes que de las muchas moreras que habían en avenida Lima y en jirón Pazos solo quedan tres, una está frente a la panadería del chino, el segundo se ubica frente a Rodríguez Soto y el tercero casi frente al parque Raymondi. No queda ninguna en Pazos. En algunos casos han sido reemplazadas por molles y por unos arbolillos que les llaman ficus. Los molles son bellos, los otros tienen algo plástico que no son muy de mi gusto. Sí, el bello árbol de Navidad de casa.
ResponderEliminarPROFESOR VER TANTAS IMÁGENES DE RAMAS Y ÁRBOLES Y TODA ESA NATURALEZA ME HACE RECORDAR A LOS POEMAS CHINOS QUE NOS ESTA ENSEÑANDO,DE LA CUAL DEJO UNA TAREA QUE ME GUSTO MUCHO REALIZAR Y MÁS PORQUE ME INSPIRE AL HACERLO.
ResponderEliminarGRACIAS POR TODAS SUS ENSEÑANZAS :)
Gracias, Vanessa. Gracias por tus bonitas palabras. Sí, siempre quedo impactado con tu cuaderno, eres muy creativa. Dan ganas de ponerte no veinte sino veintiuno, veintidós y a veces más. Un abrazo.
ResponderEliminarQue lindo profesor, disculpe por no responder antes ya sabe que no paro mucho en la computadora pero en fin gracias a usted también por sus palabras :)
ResponderEliminarUn abrazo, Vanessa, y espero verte más seguido por estos lares.
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