Hasta aquí llega el mar con su traje de espuma...
Enrique Peña Barrenechea
Tardes en las que se ve uno abordado por los
recuerdos. Horas en las que el niño que fui asoma y sus alegrías y miedos
afloran, no se han ido, están allí, latentes como semillas que esperan nada más
el momento de su germinación. Cómo podría (¿es que acaso hay forma?, si
hablamos de miedos) desterrar de mí aquella preocupación, ese miedo, el terror,
diría, de quedar sin padres, solo y con dos pequeños hermanos. Imposible. Pero ese miedo hoy no ha desaparecido, hay momentos donde la conciencia de la muerte me atenaza y ya no solo me preocupo por mis queridos padres, el temor (digamos) ha crecido, es
inevitable y me llena de desasosiego.
Es una tarde gris y con algo de frío. Desde
mi ventana (mi faro lo llamo yo) veo el cielo “panza de burro” de mi morada, la
torre roja de la Biblioteca Municipal que pareciera luchar por un poco de luz
con los ficus del Parque Central. Y próxima a ellos, la hilera verde de árboles
(los añosos ficus) que sombrean la avenida Pedro de Osma que conduce a
Chorrillos, sendero verde y aéreo que se columbra majestuoso y a merced de los
aires marinos.
En horas como esta, con esta típica luz
otoñal que dibuja su cuerpo por todo el paisaje urbano, pareciera que como
nunca se llenara cada ángulo de Barranco con el misterioso y brumoso mar, y
paladeo entonces, ahora que recito casi murmurando, cada palabra de los versos
de un poeta de tierra marítima y solar llamado José Gorostiza:
¡El mar, el mar!
Dentro de mí lo siento.
Ya solo de pensar
en él, tan mío,
tiene un sabor de sal mi pensamiento.
Termino el poema en voz baja y queda como si
fuera una confesión. Desde la amplia ventana de este cuarto piso, mis ojos se
detienen y recorren minuciosamente las ventanas teatinas de los viejos techos; descubro
alguna tímida torrecilla irrumpiendo en la opacidad del espacio como un brazo disparado por los deseos de alguien que ansía apropiarse de las
distancias… Así, entre tantas imágenes de este pequeño territorio vecino del
mar, inmediatamente imagino a un joven y lúcido adolescente que se hizo llamar
Martín Adán y que habitó estas tierras en la segunda década del siglo XX y que
alguna vez escribiera este par de versos:
Si
quieres tú saber de mi vida,
vete
a mirar al Mar.
Ganas de gritarlo, de repetírselo a
cualquier cristiano que se cruzara en estos momentos por mi camino. ¿Melancolía?
o ¿saudade?, esa bella palabra portuguesa que carece de traducción. Vaya uno a
saber. Solo sé que sentado ahora frente a la computadora estoy en estas
cavilaciones que me remontan por espacios idos: aquellas horas de buscada
soledad en los acantilados, con la vista y los oídos perdidos en la música
salvaje de las olas, o a mis manos hollando la arena para crear mis propios
mares donde trazar las rutas de mi propio mundo.
Cuando uno está por los predios de la
infancia, lejanos tiempos que hoy vemos cual si fuera una película, acuden instantes,
detalles aparentemente olvidados, por ejemplo, imágenes de aquellos lejanos
años en que los cinco (“Paco” todavía no había llegado) habitábamos una
diminuta casa donde nuestros padres nos criaron con tanto amor y esmero.
Pequeña casa, sí, pero suficiente como para albergar el universo completo de un
niño que no solo jugaba. Espacio liliputiense donde tantas veces nuestro padre
nos hacía viajar por espacios remotos con la magia de su palabra alrededor de una sólida mesa de madera que he heredado y lo tengo como uno de mis preciados bienes.
La vieja cinta de los recuerdos ha venido fluyendo,
pero entre los muchos recuerdos, me quiero detener en uno: hubo un tiempo en el
que no tuve cama y dormía en el mueble grande (no recuerdo la razón). Fue
asunto de unas pocas semanas. Tendría yo diez años. Todos ya dormían, sus
respiraciones reposadas me lo decían. Era el único que estaba despierto,
pensativo. Hacía varios minutos acababa de ver una película española en la
televisión en blanco y negro, era una típica película española filmada en los
años de horror franquista, cargada de esa asquerosa ideología que te dejaba a
ti y a todo lo que te rodeaba oliendo a pecado y a culpa.
La película, cuyo título no recuerdo (ni
falta que hace), contaba una historia de abandono y niñez donde maltrataban a
un niño provinciano a quien sus compañeros de salón llamaban despectivamente
paleto (lo que aquí en el Perú sería algo como decir cholo, serrano). En medio
de ese infierno, el único que lo defendía era un joven y barbado maestro. Me
marcó. Tanto así que en medio de la oscuridad y “mirando” el respaldar del
mueble pensé en la muerte.
En medio de esa noche, yo miraba la
oscuridad como quien mira al fuego o al mar agresivo; es decir, con miedo: “Yo
no me quiero morir, me dije angustiado, debe ser horrible estar en un mismo
lugar sin poder moverse, sin mirar nada que no sea una larga noche, sin oír
nada que no sea tu miedo, porque la muerte debe ser un miedo eterno”. Unas
lágrimas caían por mi rostro. Lloré en silencio hasta que el sueño me abrazó.
Han pasado muchos años desde esa noche y sus
cicatrices no han desaparecido. Pero no todo fue así. Mi infancia estuvo
sembrada de amor y de afecto (como lo he dicho muchas veces). Tuve amigos con
los que compartí experiencias que también dejaron huellas, recuerdos gratos en
los que me veo siempre regresando a casa donde una madre aguerrida nos atendía
a cuerpo de rey, a pesar de las dificultades. Un padre laborioso y preocupado
porque sus hijos sigan creciendo: entonces llegaron a casa, gracias a él, las
enciclopedias Cumbre y Quillet, cuyos tomos rojos no sirvieron como decoración de casa
sino como alimento para saciar nuestras curiosidades e ir creciendo en el camino: ¡cuántas horas pasé abandonado
en los mares infinitos de la lectura!, ¡cuánto tiempo entre sus páginas sin
saber lo que era el aburrimiento!
Así embarcado en lo recuerdos, tornan a mí aquellos domingos cuando a punto de sentarnos para el almuerzo, de pronto mi padre me llamaba e introduciendo una mano en un bolsillo sacaba dinero y me enviaba a comprar Coca Cola y una botella de cerveza malta: el sabor amargo de la gaseosa combinada con la cerveza era algo a lo que nunca nos acostumbramos, pero que curiosamente cuando ahora hablo con mis hermanos de esos vasos con líquido oscuro y espumoso, nos miramos, no lo decimos, pero sé que lo extrañamos porque es un sabor que nos remite a nuestra niñez.
Algo que no olvido es que también hubo días en que mi padre, embargado de calor familiar, nos agasajaba con una botella de Oporto El abuelo, y nos decía en tono salomónico: "Tomen el vino, hijos, es bueno hacerlo de vez en cuando" y levantaba su brazo y brindaba con nosotros que quedábamos medio chispeados después de beberlo. Desde entonces ese vino (y no otro) nos acompaña siempre en circunstancias especiales (cumpleaños, por ejemplo) y forma parte de nuestras costumbres familiares...
Así embarcado en lo recuerdos, tornan a mí aquellos domingos cuando a punto de sentarnos para el almuerzo, de pronto mi padre me llamaba e introduciendo una mano en un bolsillo sacaba dinero y me enviaba a comprar Coca Cola y una botella de cerveza malta: el sabor amargo de la gaseosa combinada con la cerveza era algo a lo que nunca nos acostumbramos, pero que curiosamente cuando ahora hablo con mis hermanos de esos vasos con líquido oscuro y espumoso, nos miramos, no lo decimos, pero sé que lo extrañamos porque es un sabor que nos remite a nuestra niñez.
Algo que no olvido es que también hubo días en que mi padre, embargado de calor familiar, nos agasajaba con una botella de Oporto El abuelo, y nos decía en tono salomónico: "Tomen el vino, hijos, es bueno hacerlo de vez en cuando" y levantaba su brazo y brindaba con nosotros que quedábamos medio chispeados después de beberlo. Desde entonces ese vino (y no otro) nos acompaña siempre en circunstancias especiales (cumpleaños, por ejemplo) y forma parte de nuestras costumbres familiares...
Ahora que se acerca la noche y que he navegado
por aquellos años que partieron en un santiamén, me dispongo a detener este
desfile interminable de recuerdos, con la certeza de que lo escrito es más que suficiente, que
ya vendrán oportunidades en que nuevos recuerdos surjan y sean motivo de nuevas
entradas. Así sea.
Continuará…
Morada de Barranco, 1 de mayo de
2012.
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