lunes, 12 de septiembre de 2011

LOS FAB FOUR: UNA VIEJA PASIÓN

                  

           La música es idioma que el hombre posee marginalmente, sin comprenderlo en su totalidad…
                                                                                                                           José María Eguren



   Una de las mejores cosas que me ha podido ocurrir en la vida fue conocer la música de The Beatles. El primer recuerdo que tengo de ellos se remonta al año 70 o 71. Una tía llegó a casa con un tocadiscos portátil de color plomo que acababa de comprar en una casa de remates. Junto con el tocadiscos le dieron de regalo varios discos de 45 rpm. Uno de esos discos era de The Beatles, un disco cuyo sello he olvidado y la etiqueta era bicolor (amarillo con rojo o con naranja). La canción que se quedó grabada en la memoria fue I saw her standing there (La vi parada allí), primera canción del primer álbum del grupo, me refiero al mítico Please Please Me. Esta fue probablemente la primera canción de los Fab Four que escuché en mi vida. Me pareció que nada de lo escuchado hasta ese momento (baladas, ritmos tropicales, boleros, etc.) se podía comparar al ritmo frenético de estos cuatro mágicos muchachos de Liverpool: las guitarras, la batería elemental y contundente, los coros y los gritos agudos de Paul y John… todo era mágico, sencillamente mágico: desde el inicio de la canción con ese “One, two, three, four…” en voz de Paul Mc Cartney:


On Well, she was just 17,
You know what i mean,
And the way she looked was way beyond compare.
So how could i dance with another (ooh)
And i saw her standin' there.
Well she looked at me, and i, i could see
That before too long i'd fall in love with her.
She wouldn't dance with another (whooh)
And i saw her standin' there.
Well, my heart went boom,
When i crossed that room,
And i held her hand in mine...
Whoah, we danced through the night,
And we held each other tight,
And before too long i fell in love with her.
Now i'll never dance with another (whooh)
Since i saw her standing there
Well, my heart went boom,
When i crossed that room,
And i held her hand in mine...
Whoah, we danced through the night,
And we held each other tight,
And before too long i fell in love with her.
Now i'll never dance with another (whooh)
Since i saw her standing there.

e, Two, Three, Fourell, she Well, she was just 17WeWel
   Unos años después, en plena fiebre de la música disco, se produjo mi gran encuentro con el grupo musical. Mi papá acababa de comprar un tocasete (o casetera), de esos que se parecían a un pequeño piano, pequeño pero pesado como un yunque (aún así lo llevé a dos campamentos). Para mí se abría la posibilidad de grabar, lo reconozco, de manera muy artesanal, micro en mano toda aquella música que me agradara. Al poco tiempo di con un programa radial en AM dedicado exclusivamente a The Beatles. Colocando el micrófono junto al parlante de la radiola (qué antigua suena esta palabra) grabé varias canciones, en ellas no solo se escuchaba la música mágica de estos muchachos ingleses, también se percibían los ruidos callejeros: voces, ladridos, claxons, sirenas, mi respiración.


Campamento: camino a Huinco, con Javier Alvarado y Gustavo Salinas, en mi mochila cargo la grabadora pesada como un yunque.


   Ese mismo año, 1978, conocería a dos de mis mejores amigos: Franklin y Alfredo Sosa, más que amigos, hermanos con los que compartí vivencias determinantes para nuestras vidas: los primeros cigarros, las primeras botellas, los primeros amores. Lejanos tiempos en los que amparados en medio de una oscuridad y bruma cómplices, este puñado de adolescentes se abandonaba a la frágil libertad de encontrarse solos en medio de la noche en el malecón barranquino acompañado por el persistente sonido del mar y una brisa marina que jugaba con sus cabellos. Jóvenes, atrevidos (a la medida de las circunstancias: nuestros padres ejercían un control férreo), experimentábamos con las pocas horas concedidas por nuestros mayores y ganadas a pulso: entonces, muchas noches ebrios de alcohol y libertad, bien pertrechados de cigarros (supuestamente para combatir el frío) transitábamos por las entrañables calles de Barranco, siempre cerca al malecón (que hoy está muy cambiado), echando a volar nuestros sueños y preocupaciones, nuestras dudas y las pocas certezas que alumbraban como breves mecheros nuestras jóvenes vidas.
   Alguna vez, confesaré,  Franklin y yo amamos a una misma chica, la situación no alteró nuestra amistad, creo que más bien (¿una excepción?) la estrechó más: hay una calle que nos vio caer juntos al subir unas gradas, hablábamos justamente de esas cuitas de amor, distraídos como íbamos, resbalamos y nuestros cuerpos fueron a dar al suelo, allí perdí, en medio de la noche, una pulsera artesanal de níquel donde estaba grabado el nombre de la chica que entonces amaba. Años después lo comentábamos con Franklin y al recordar ese hecho sonreíamos. Hoy sabemos que cuando un amor termina o no resulta, el mundo no acaba con él (bien lo decía Pessoa: "Una vez amé, / pensé que me amarían, / pero no fue así, / no fue así / por la única gran razón, / porque no tenía que ser"): es parte del proceso de nuestra educación sentimental. Así de sencillo (aunque para entonces, con los pocos años y experiencia nos costara aceptarlo).









   Justamente ellos me harían un regalo que hasta el día de hoy conservo: el Álbum Rojo de The Beatles (ese disco doble que recoge lo mejor de ellos desde 1962 hasta 1966). Para un joven melómano el regalo era oro y como tal fue tratado. Horas enteras escuchándolo solo (con mucho cuidado porque se podía rayar): quien me hubiera visto hubiera dicho que asolado por la locura me arrastraba por los suelos: sucedía que la radiola Imaco me permitía, a través de los dos parlantes, escuchar sonidos por separado, gran descubrimiento mío de esos días (hoy eso es pan comido, basta con probar con los más humildes audífonos): arrastrándome me iba de un parlante para el otro: ora para escuchar la batería, ora para percibir mejor los coros, ora para disfrutar solo de las guitarras, en fin. O bien acompañado de Franklin o Alfredo, sumergidos en largas sesiones musicales nos abandonábamos en un silencio ritual para seguir las melodías de los cuatro pelucones, cigarro tras cigarro consumíamos las horas en la sala de mi casa. De nada valieron las protestas de mi madre que me reclamaba porque dejaba la casa a punto de reventar por sus costuras debido a la cantidad de humo que dejábamos. ¡Ah!, viejos tiempos en que la música lo era todo. Y lo sigue siendo. El cigarro solo fue una anécdota pasajera (sé muy bien de sus peligros).















   Así fueron llegando los discos de The Beatles a casa: pude comprar casi todos, me refiero a los antiguos long plays que hasta ahora me acompañan y son unas de mis joyas más preciadas: en mi última mudanza, hubo un paquete con el que cargué pues manos extrañas no podían posarse en ellos. Hubiera sido un sacrilegio. Obviamente ese paquete especial y sacro era el de los discos de los melenudos de Liverpool. Menuda pasión la mía.





   Recuerdo que en el colegio alguna vez tuve un intercambio de opiniones con un ex compañero: Lezama. Él era, según la fiebre imperante, un fanático de los Bee Gees, para él no podía haber grupo más importante que ellos, de nada valían las razones de peso que se pudieran arguir: estaba cerrado a la razón. Hoy lo recuerdo (supongo que lo recordamos) con una sonrisa. Y me alegra saber que por ahí hay un video en youtube donde mi ex compañero Lezama, un tiempo compañero de carpeta, canta acompañado de una guitarra un tema bandera de The Beatles, me refiero a Yesterday. Cosas de la vida.



   Para cerrar esta entrada quiero mencionar algo que hace unos días, pocos en realidad, he leído en un blog amigo, precisamente sobre The Beatles: la historia cuenta que en un pueblecito español, un maestro de escuela primaria, mal que bien escuchaba la música de The Beatles, a través de la onda corta, en una emisora de otro país europeo. Como podía copiaba las letras de las canciones, a veces mal; otras, incompleta. La melodía trataba de grabarla en la memoria como podía. Luego las sacaba en su guitarra y las llevaba al colegio para cantarlas con sus alumnos. Éxito tuvo con las canciones: los muchachos cantaban entusiasmados los temas, pero a coro. Hasta que un día se enteró que muy cerca de su pueblo, John Lennon filmaba una película en solitario. El maestro cogió los apuntes de las letras de las canciones y se fue en busca del mítico músico. Solo pudo conversar con una persona que trabajaba en la filmación. Lennon estaba convenientemente resguardado. Con la promesa de que el cantante viera los papeles, el profesor entregó sus apuntes a esta persona, quien luego hizo llegar los papeles del maestro a un joven asistente que fungía de algo así como secretario personal del cantante. Este providencial secretario mostró los apuntes a John Lennon quien inmediatamente pidió ver al profesor español. El entusiasmado profesor en el momento de la entrevista le contó todas las peripecias por las que pasaba para cantar los temas de The Beatles. Entonces Lennon volvió a tomar los papeles y de puño y letra corrigió los errores y agregó las palabras o frases. Antes de despedirse, el cantante prometió visitar al maestro, cosa que no pudo hacer por sus múltiples ocupaciones. Pero el maestro, antes de marcharse, se permitió un comentario o pedido, según se le mire, al beatle: le sugirió que en los próximos discos incluyeran las letras de sus canciones, para facilitar el cantarlas. Tomó a bien la sugerencia John. Un tiempo después, año 1967, el maestro recibió un paquete enviado desde Inglaterra por el mismísimo John Lennon, era el último disco grabado por The Beatles, me refiero al fabuloso Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band (La banda de corazones solitarios del sargento Pimienta), disco considerado como el mejor de toda la historia del rock. El sorprendido profesor español vio que el disco, por primera vez en la historia de la discografía mundial del rock, incluía todas las letras de las canciones del álbum. Curiosidades del planeta azul.


   Continuará…



                                      Morada de Barranco, 12 de septiembre de 2011.

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