sábado, 27 de agosto de 2011

SIEMPRE HAY ALGO QUE ESCUCHAR




                                           El Perú es un país de luz.
                                                     César Moro



   En estas vacaciones de medio año abandonamos la urbe y nos fuimos al campo. Siempre lo hacemos, por lo menos desde hace ocho años. El contacto con la naturaleza siempre es necesario, es como volver a las fuentes, un retorno a las viejas raíces que nos llaman (aunque a veces somos sordos a esas voces). Así fue que nos alejamos por pocos días de Barranco y partimos por enésima vez a Canta, mi arcadia, huyendo del mundanal ruido.
   Llegar hasta el kilómetro 101 se me ha tornado familiar, no en vano hemos viajado más de siete veces a Canta: reconozco ya muchas laderas, las curvas amenazantes ya no lo son tanto, el peligro de las hondonadas se han tornado amigables a nuestros ojos, los manantiales o caídas de agua que en el trayecto nos dan la bienvenida con un manso ruido de agua corriente y clara, el río Chillón eternamente sonoroso, incluso baches que con extraña persistencia permanecen y con su natural dureza nos quebrantan.
   El viaje es, desde el kilómetro 22, de apenas hora y media. En la ruta, la vista se pierde en cambiantes paisajes: desde el gris y brumoso paisaje costeño hasta las soleadas tierras altas de nuestra misteriosa sierra: no hay lugar para el aburrimiento ni para el mucho cansancio ya que el viaje es relativamente corto. Lo que nuestros ojos descubran o redescubran en este territorio ya no es solo asunto de experiencia material, la cosa va más allá, es un asunto (así lo creo yo) de lecturas, de descifrar lo que tras ese majestuoso paisaje se esconde. De ahí que no entienda a aquellos que me dicen cosas como: “¿Otra vez al mismo lugar?”.
   Ya en Canta, primero el hotel: Rita, Kathia y yo sabemos que apenas pisamos suelo canteño el lugar es el hotel Santa Catalina. Hermosa casona cuyas paredes amarillas y blancas nos albergan desde hace tres años. Una vez instalados, casi como una suerte de rito, salimos disparados hacia el verde prado: la caminata hasta Obrajillo es un descenso que repetimos desde el año 2004 en que llegamos por estos lares con mis padres y mis hermanos.





   Si algo siempre ansío en la marcha a Obrajillo es visitar al manantial de Huaytara, lugar salpicado de leyendas en el que el año pasado cometí la locura de llegar solo y muy temprano y ponerme a escuchar en el MP3 de mi hija todo Pet Sounds, álbum de los Beach Boys, abstraído del mundo, en plena comunión con la naturaleza. Alguna vez Beckett escribió: “Aunque no haya que escribir siempre hay algo que escuchar”, y claro, no solo escuché ese disco perfecto, intenté escuchar la música toda, pues me quedé mirando la naturaleza conmovedora como desde mi ventana del cuarto piso.
   Ecos machadianos se me vienen (como este hiperbaton: del viejo pueblo a la anchurosa plaza) cuando recuerdo que si a algo me he habituado es a salir temprano del hotel y deambular como un fantasma por las encantadoras calles del pueblo: silenciosas, con apenas uno que otro cristiano que se dirige a sus labores. Esta oportunidad no podía ser la excepción y a caminar se dijo. Mientras Rita y Kathia descansaban, yo cansaba mis pies en estos solitarios recorridos (aunque acompañado de una canción muy querida como “Morning has broken” de Yusuf Islam, o sea, Cat Stevens): la experiencia resultó impagable.





   La primera vez que mi hija vino a Canta, tenía cinco años. Hoy tiene once y se volvió cómplice de algunas de mis salidas mientras Rita descansaba o se reponía del soroche que como nunca le afectó. Recuerdo que con sus cinco añitos soportó las alturas de las ruinas de Cantamarca, mientras otros niños se quejaban, lloraban, ella valientemente resistió la travesía, bien al cuidado de mis papás, de mis hermanos o de nosotros que preocupados no le quitábamos los ojos. Siete años después, ese espíritu aventurero no le ha abandonado. Llegó conmigo a Huaytara, merodeó el cementerio una madrugada muy fría, trepó cerros conmigo hasta dolernos incluso las pestañas (¡oh, la infancia!, edad dorada, única patria del hombre, pues lo demás es exilio, escribió alguien).
   Así fue transcurriendo el tiempo, entre caminatas y pequeñas aventuras que en algún momento supongo contaré. Sin embargo, quiero detenerme brevemente en un punto:  comentaré que si algo siempre me ha llamado la atención es como en el cielo limpio de este pueblecito serrano se puede observar en determinados días una nube extraña que como rayón de tiza recorre el firmamento con un trazo firme y extremadamente blanco. Ocurrió el año pasado y he aquí las fotos, las primeras fueron tomadas en el pueblo de San Miguel (pequeño, diminuto pueblo asentado en la ladera de una montaña desde donde se pueden ver, cual balcón, a Obrajillo y Canta), la última toma corresponde al día de regreso a Lima, en plena carretera.












   Este año el espectáculo de la nube también se repitió. Era casi mediodía, los tres íbamos camino a la plaza cuando el fenómeno se presentó. Aproveché la oportunidad y cámara en mano fotografié la nube que parecía partir desde de un cerro cercano hasta diluirse en la inmensidad del espacio azul.









   Se acerca el final de esta entrada, no deseo terminar sin antes comentar que entre las muchas fotos que tomé (unas trescientos cincuenta tomas), hallé tres fotos: la del sendero con cactus y otras dos donde entre esos cactus habían algunos que habían florecido. Esas flores amarillas me hicieron recordar una historia de infancia que deseo contar.












   Alguna vez escuché o leí (no lo tengo claro) una historia muy bonita, un relato de esos que conforman el cuerpo de lo que conocemos como narrativa oral. Esta historia milenaria cuenta lo siguiente: En tiempos remotos hubo una joven que vivía en los Andes del Perú. Muy temprano, como todos los días, había salido para llevar su ganado a pastar. En esa búsqueda de buenos pastos para sus animalitos pisó sin darse cuenta un cactus que crece en las alturas, su pie entonces empezó a sangrar y un dolor insoportable hizo que rompiera en un llanto incontenible. Pero al rato, con mucho cuidado y cojeando, se fue hasta el río que muy cerca pasaba. Una vez allí, lavó su herida con mucho cuidado. De pronto el agua se volvió roja como su sangre, esto provocó la sorpresa de la joven que asustada vio luego cómo se elevaba del río un vapor que conforme tomaba altura se tornaba de diversos colores y cobraba la forma de un arco que terminaba detrás de un cerro muy, pero muy alto. Al rato empezó a lloviznar, pero la lluvia no duró mucho y cuando dejó de llover apareció entre las nubes un sol esplendoroso. Tanto se distrajo con este espectáculo maravilloso que pronto la niña olvidó el dolor y se levantó para ver a sus animales. Así fue como descubrió que el cactus que había pisado empezaba a florecer, inmediatamente la niña tomó algunas de esas flores amarillas y adornó su negra cabellera y se puso a bailar y cantar. Dicen que desde entonces existe el arco iris en el mundo.


   Continuará…


                                    Morada de Barranco, 27 de agosto de 2011.

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