sábado, 30 de mayo de 2020

DÍAS DE ENCIERRO







                                                                               Se prohíbe estar triste
                                                                            Carlos Oquendo de Amat






   En este encierro obligado, luego de más de dos meses, no digamos aburrido, estoy en casa, con mi esposa y mi hija, compartiendo muchas cosas que por el ritmo de vida anterior habíamos dejado de lado. El trabajo por las clases virtuales se ha multiplicado, pero hay tiempo suficiente para leer (o releer), escuchar discos, visionar películas, navegar en internet y descubrir canales, blogs, páginas muy interesantes que satisfacen mi curiosidad.






   En uno de esos “viajes” descubrí a un youtuber mexicano que tiene desde hace algunos años un exitoso canal (Alan X el Mundo) donde de manera entretenida, simpática e informativa nos muestra imágenes de sus muchos viajes por el mundo (estuvo dos veces en Perú), hablo de Alan Estrada Gutiérrez, quien para mayores referencias, no solo es un reconocido youtuber, sino también escritor (algo que desconocía), actor, blogger y cantante. Como se ve, completo el muchacho.







   Para mí, los viajes son lecturas y como tal alimentan. De ahí que me guste viajar, aunque este año será imposible. En su lugar viajo a través de Alan X por el Mundo. El día de hoy, muy temprano veía con Rita algunos de los videos de nuestro amigo mexicano recorriendo Italia. Una delicia de pequeños pueblos mediterráneos desfilaron por nuestros ojos, por ejemplo Cinque Terre (Cinco Tierras): Monterosso, Vernazza, Corniglia, Manarola, Riomaggiore. Al rato empezamos a ver otro video, esta vez por Génova. Génova, bella palabra que acompañó mi infancia y mi adolescencia: Génova, Génova…







   Un horizonte de recuerdos se me abrió, era como ver imágenes de una vieja y entrañable película, de esas que ves cada que puedes y luego de verla, un entusiasmo te gobierna aunque sea por breves instantes (o quizá un poco más). Así me sucedió cuando empecé a recordar una vieja calle de Barranco que fue la escenografía de algunos de los pasajes más alegres y tristes (también de dolor, de dolor físico, aclaro) de mi vida.







   Calle Génova, pequeña calle particular ubicada entre Alfonso Ugarte (aunque en los planos aparece Cavero) y la calle Colina. Si uno se para en esa calle mirando hacia el norte, por la izquierda, Génova tiene una sola cuadra; por la derecha, dos cuadras. En la primera cuadra, la que está atrás del actual Metro, ahí jugué épicos partidos de fútbol con Rodolfo López y con José Cotera, y otros amigos contemporáneos. ¿Qué será de ellos? Esos partidos eran jornadas donde terminaba sudoroso, sucio y a veces con los pantalones rotos lo que después ocasionaba fuertes llamadas de atención de mis padres.







   Fue en esa calle donde alguna tarde hice un gol de taco (de esos a rastrón) que mis amigos celebraron y yo lo sigo recordando como uno de mis mayores logros futbolísticos, quizá con algo de exageración porque con los años, estas cosas crecen y se vuelve agradable y bueno recordarlos de esa manera, con esos tintes grandiosos, casi epopéyicos, reconfortantes. 








   Como ha sido así casi siempre: cuando llega la hora de los recuerdos, estos emergen con su propia luz que ilumina los oscuros días del presente, nos invaden con sus propios colores, una música especial nos envuelve. Por eso será que es agradable escuchar a los abuelos o los padres recordar pasajes de su vida, como ocurría cuando mi padre nos relataba, a Gloria y a mí, en noches inolvidables alrededor de la mesa, algunas de sus aventuras de niño o adolescente, allá en la tierra de nuestras raíces (el Cusco) o en la selva, cuando junto con su padre (el abuelo Miguel) buscaban oro en medio de una vegetación asfixiante.







   Tenía doce años, cuando en la calle Génova vi por primera vez a un muerto, mejor dicho, vi por primera vez morir a un ser humano, a alguien que conocía de vista, lo llamaban el “Chino”, nunca por su nombre, jamás lo escuché que yo recuerde. El “Chino” era un hombre maduro, solitario, sin pareja, sin familia. Realizaba labores humildes para ganarse la vida, entre ellas, la de cargador. Una cosa sí recuerdo, le gustaba tomarse sus copitas, beber alcohol para olvidar vaya uno a saber qué tormentos. Hasta que un día vi gente aglomerada en la primera cuadra de la calle Génova, me acerqué y descubrí al “Chino” sentado contra una pared, inconsciente, intentando decir cosas. Al rato falleció. Fue un golpe emocional ver a este hombre morir como había sido su vida: solo, sin nadie que se preocupe o llore por él. Durante mucho tiempo su imagen agonizante me acompañó e inquietó mis sueños.







   En una de las esquinas de Génova, donde hoy está el Canta Rana, ahí funcionaba el local de un club de fútbol: el club Génova cuya camiseta, si mal no recuerdo, era celeste. De ese club salió un jugador conocido como la “Pulga” Peña, pequeño, aguerrido, que llegó a jugar en el club Alfonso Ugarte de Puno y que en 1976 jugó la Copa Libertadores junto a Alianza Lima contra equipos colombianos. Ese Alfonso Ugarte que tenía en sus filas al goleador Muchotrigo, al “Chivo” Neyra, a Jorge Arrelucea, a Amidey Pereyra, a Wálter Daga, famoso por sus venenosos tiros de esquina, entre otros. 








   Entonces me viene al recuerdo el viejo Canchuca, así era conocido este personaje barranquino que me hablaba maravillas del desempeño de Peña en la cancha, tanto me habló que no me perdí ningún partido del equipo puneño que jugó de local en el estadio Torres Belón. Luego de tantos años, me pregunto, ¿qué será de Canchuca? Nunca supe su nombre, solo sé que trabajó años al servicio de la familia que habitaba una de las más bellas mansiones barranquinas, la ubicada en la esquina de Sáenz Peña y San Martín, ahí donde ahora funciona el Hotel Boutique Barranco.







   El club Génova tenía entonces en sus instalaciones mesas de billas (que entonces eran mal vistas pues decían que era ocupación de vagos y delincuentes), fútbol de mesa y un juego conocido como tilk (el famoso pinball). A escondidas de mis padres, en varias oportunidades me atreví a ir al club para jugar con algunos amigos. Pero un día sentí tras de mí una sombra que apagó mi alegría. Era mi padre que con una mirada dura y tomándome de un brazo me sacó del local y después lo pensé dos veces (o más) antes de ir a jugar con el bendito tilk.







   Una tarde, en la puerta del club, un amigo bastante mayor, nos pidió a Rodolfo y a mí que le ayudáramos con su moto. Esta no arrancaba. Nos fuimos hasta el malecón, entre Colina y Alfonso Ugarte la hicimos arrancar. En premio a nuestra ayuda nos dijo que subiéramos a la moto pues nos iba a pasear. Rodolfo se sentó rápidamente tras el piloto, yo detrás como pude. La moto arrancó y yo me quedé parado, con el pantalón destrozado y dos profundas heridas en la parte posterior de mis muslos. La placa metálica de la moto me había hecho dos heridas.








   Muy cerca (apenas a media cuadra) se hallaba la Asistencia de Barranco. Me pusieron puntos en una de las heridas. Literalmente chillé de dolor porque me empezaron a coser sin anestesia. Al oír mis gritos de dolor, mi amigo pagó por la anestesia y solo así terminaron de ponerme los puntos. Ya no recuerdo cómo llegué a casa, lo que sí recuerdo es que estuve algunos días en cama. 







   Dicen por ahí que uno debe procurar no regresar a los lugares del pasado ni intentar ver a las personas que formaron parte de ese mundo que quedó atrás si es que no quiere sufrir una decepción. Dicen como que se pierde la magia con que los años revisten a los recuerdos. Casi oportunamente hallé hace un par de días, en mi lectura de la novela Sobre héroes y tumbas de Ernesto Sábato, esta cita: "Siempre es levemente siniestro volver a los lugares que han sido testigos de un instante de perfección". Quedarse con los recuerdos, acudir a ellos como a una casa querida.







   Como lo decía al iniciar esta entrada, los recuerdos afloraron gracias a un video sobre la ciudad de Génova (ciudad a la que además siempre relacionamos, equivocadamente o no, con Cristóbal Colón). Así ocurre muchas veces. Algo funciona como llave y abre la puerta por donde estos empiezan a salir y uno empieza a llenarse de nostalgia por todo aquello que fueron los espacios de nuestras experiencias y que con el paso del tiempo ya no son los mismos, se han transformado, aunque siendo sinceros, la calle Génova no ha cambiado mucho, casi nada.







   ¿Hasta cuándo se prolongará este encierro? No hay forma de saberlo, así como van las cosas, va para largo. Mientras tanto visiono películas (cine negro, por ejemplo), escucho discos en largas jornadas que me invitan a volver, hojeo libros, revistas, los leo, me abandono a sus hojas complacido, algunas veces extrañado, otras, descubriendo y descubriéndome en sus personajes. Hace unos días, hallé en una página de internet un texto de un joven escritor húngaro (Nándor Grosics) de quien nunca había escuchado. El cuento breve se titula Encierro. Su lectura me dejó inquieto, pero de eso hablaré en una próxima entrada.








ENCIERRO

   Son ya veintiocho días de encierro forzado. Nuevamente estoy asomado a la ventana, desde el cuarto piso podría columbrar más, pero las construcciones recientes han reducido los espacios. Las calles silenciosas, solitarias me recuerdan a algunas pinturas de De Chirico. Poso mis ojos en los árboles cercanos, escucho complacido el canto de los tordos que emerge de ellos como un lenguaje de libertad y pienso que tal vez en ese canto nos estén diciendo lo que se siente vivir toda una vida encerrados en una jaula.



   Continuará…





                                                 Morada de Barranco, 30 de mayo de 2020.








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