viernes, 29 de julio de 2016

A LA MEMORIA DE LUIS BUÑUEL





                                                                            Soy ateo, gracias a Dios.
                                                                                            Luis Buñuel







   Un perro andaluz (1929), La edad de oro (1930), Los olvidados (1950), Él (1952 -1953), Ensayo de un crimen (1955), Viridiana (1961), El ángel exterminador (1962) son algunas de las más de treinta películas de Luis Buñuel que más disfruto y aprecio. Cada que puedo acudo a ellas y me sirve para confirmar la actualidad de este genio del cine: no envejece, va con los tiempos. Estoy seguro que así siempre será.




   A Buñuel siempre lo caracterizó su humor negro, corrosivo, su espíritu superrealista que jamás abandonó, su ateísmo que lo llevó a asumir una actitud desafiante y provocadora contra la iglesia católica, o sus ataques a los burgueses, a los fascistas (con Franco a la cabeza) o todo aquello que fuera sinónimo de establecido y políticamente correcto.





   Justo el día de hoy se cumplen treintaitrés años de su muerte, pero Buñuel sigue más vivo que nunca, es de esos hombres que han sabido vencer a la muerte sin conceder un ápice a cambio de algo. Buñuel siempre fue, y lo es, el eterno iconoclasta. Con él no calza esa frase (cito de memoria): “De joven incendiario y de viejo bombero”, él siempre anduvo entre llamas sin chamuscarse y repartiendo ese fuego “generosamente”, así vivió, inclaudicable, por eso fue peligroso y nunca tuvo las cosas fáciles.




   Bastaría con recordar cómo tuvo que abandonar España luego del triunfo de los fascistas y ultracatólicos nacionalistas, cómo una vez instalado en los Estados Unidos, renunció a un trabajo que le aseguraba una vida tranquila y cómoda por ser sospechoso de simpatías izquierdistas y por su ateísmo que jamás disimuló y que con su típico humor pregonaba: “Soy ateo, gracias a Dios”. Bastaría con recordar que tuvo que emigrar hacia un país donde, a pesar de las grandes dificultades, realizaría algunas de sus más grandes películas: hablo de México, su segunda patria. Como Orson Welles, otro de los genios incomprendidos del cine, Buñuel anduvo durante un buen tiempo casi al azar buscando un lugar donde hacer lo que más le gustaba: películas que serían como una piedra en los zapatos.








   Confieso que de Luis Buñuel no solo me interesan sus películas (sobre todo Él y Los olvidados), también sus escritos, o todo aquello que se refiera a él y a su obra, en ese rango se encuentra sus memorias que se publicaron bajo el título de Mi último suspiro, libro que sinceramente no tiene pierde, cada página, cada párrafo aseguran el disfrute gracias a su humor, a las curiosidades y ocurrencias que nos va regalando, retazos de su vida larga, fructífera. Una de las cosas que más me llamó la atención de esta obra es la cantidad de personajes de primer nivel con los que se codeó este español universal: Federico García Lorca, Rafael Alberti, Salvador Dalí, André Breton, Alfred Hitchcock, Max Ernst, Paul Eluard, Man Ray, Pablo Picasso, Charles Chaplin, Louis Aragon, en fin, la lista es larga. En definitiva, estas memorias aseguran buenos momentos.








   De todas las películas de Luis Buñuel, quizá la que más he visionado sea Los olvidados, film en el que se muestra la miseria y la gran desigualdad social de un México que los mismos mexicanos no querían ver o no querían reconocer. Buñuel tuvo la valentía de ponerles esta película a los mexicanos como quien pone un espejo frente a alguien que se resiste a verse o que quiere ver solo lo que le conviene. Esta película no solo fue un espejo, fue una puerta por donde los mexicanos pudieron entrar para enfrentarse a su realidad real.











   Han pasado ya sesentaiséis años de su estreno, y la oscuridad de sus personajes juveniles y marginales (el Jaibo, Pedro) aún conmueve, sacude y denuncia lo que convenientemente el cine mexicano en boga por esos años (supongo que guiado por intereses políticos) mostraba para vendar y amordazar a los mexicanos a través de películas melodramáticas o comedias superficiales sazonadas con charros cantores para así crear una imagen edulcorada de un México que no era el verdadero, el realmente dramático. Hasta que apareció este genio solitario, arisco y sordo.











   Mencioné hace un rato a las memorias de Buñuel, de este libro he sacado estos párrafos donde cuenta qué sucedió en México a raíz de ese mítico film que fue nombrado por la UNESCO como Memoria del mundo, condición que tienen muy pocas películas, pero muy pocas. He aquí este fragmento:














   Durante 4 o 5 meses, unas veces con mi escenógrafo, el canadiense Fitzgerald, otras con Luis Alcoriza, pero generalmente solo, me dediqué a recorrer las "ciudades perdidas", es decir, los arrabales improvisados, muy pobres, que rodean México, D.F. Algo disfrazado, vestido con mis ropas más viejas, miraba, escuchaba, hacía preguntas, entablaba amistad con la gente. Algunas de las cosas que vi pasaron directamente a la película.

   De todos modos, el equipo entero, aunque trabajando muy seriamente, manifestaba su hostilidad hacia la película. Un técnico me preguntaba, por ejemplo: "Pero, ¿por qué no hace usted una verdadera película mexicana, en lugar de una película miserable como ésa?". Pedro de Urdemalas, un escritor que me había ayudado a introducir expresiones mexicanas en la película, se negó a poner su nombre en los títulos de crédito.

   La película fue rodada en 21 días. Como en todas mis películas, terminé en el tiempo previsto. Por el guión y dirección cobré dos mil dólares en total. Y nunca he percibido el menor porcentaje.

   Estrenada bastante lamentablemente en México, la película permaneció cuatro días en cartel y suscitó en el acto violentas reacciones. Sindicatos y asociaciones diversas pidieron mi expulsión. Los raros espectadores salían de la sala como de un entierro. En la proyección privada, mientras Lupe, la mujer del pintor Diego Rivera, se mostraba altiva y desdeñosa, sin decirme una sola palabra, otra mujer, Berta, casada con el poeta español León Felipe, se precipitó sobre mí, loca de indignación, con las uñas tendidas hacia mi cara, gritando que yo acababa de cometer una infamia contra México. Yo me esforzaba en mantenerme sereno e inmóvil, mientras sus peligrosas uñas temblaban a tres centímetros de mis ojos. Afortunadamente, Siqueiros, otro pintor, que se encontraba en la misma proyección, intervino para felicitarme calurosamente. Con él, gran número de intelectuales mexicanos alabaron la película.

   Todo cambió después del Festival de Cannes en que el poeta Octavio Paz -hombre del que Breton me habló por primera vez y a quien admiro desde hace mucho- distribuía personalmente a la puerta de la sala un artículo que había escrito, el mejor, sin duda, que he leído, un artículo bellísimo. La película conoció un gran éxito, obtuvo críticas maravillosas y recibió el Premio de Dirección.

   Yo no tenía más que una tristeza, una vergüenza, el subtítulo que los distribuidores de la película en Francia creyeron oportuno añadir al título: “Los olvidados o Piedad para ellos”. Ridículo.

   Tras el éxito europeo, me vi absuelto del lado mexicano. Cesaron los insultos, y la película se reestrenó en una buena sala de México, donde permaneció dos meses.















   Sirvan estas líneas no solo para recordar a este solitario creador, director de un puñado de películas atemporales, sino para frecuentar su obra ajena a modas pasajeras y complacientes: así comprobarán que Luis Buñuel, el eterno iconoclasta, sigue más vivo y actual que muchos que habitan el tercer planeta.














   Continuará…






                                             Morada de Barranco, 29 de julio de 2016.










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