Eran todos hombres de letras…
Alfonso Reyes
Marzo ya termina, como
jugando está transcurriendo la tercera parte de este año. Hace ya casi un mes que
se iniciaron las clases en el colegio y pronto empezarán los exámenes mensuales.
Este 2014 (como desde hace seis años) tengo con los alumnos de 5to (aparte de
Literatura) una hora de Filosofía a la semana. Un curso que me fascina y que me
deslumbra cuando investigo, por ejemplo, algo más sobre los presocráticos: los
albores de la filosofía y las indagaciones de los cosmólogos. Apasionante.
Mientras revisaba material bibliográfico para
preparar las clases del curso, algunos por primera vez, encontré entre varios libros, un librito, probablemente uno de los más antiguos de mi
biblioteca, comprado apenas acabada mi educación secundaria. Me refiero al
tomito del maese Alfonso Reyes titulado La
filosofía helenística. Al ver nuevamente el pequeño libro (un breviario del
FCE: pasta dura, hojas blanquísimas, casi papel de biblia), acudieron inmediatamente
los recuerdos de aquellos tiempos en los que recorría todo el centro de Lima
hambriento de libros, escudriñando librerías, indagando sobre todo por algunos
títulos míticos y de leyenda de la poesía. También novelas y cuentos. Esa Lima
de mis búsquedas de adolescente que ya no existe, hoy es otra ciudad: más
grande, más poblada, más diversa.
Por el tiempo transcurrido, no recuerdo con
exactitud si el libro mencionado lo compré donde el señor Muñoz (en el jirón
Azángaro) o donde el señor Laguna (en jirón Puno), ambos libreros de viejo,
ambos ya desaparecidos y con ellos toda una época. Y es cierto, por ejemplo, la
manzana donde se ubicaba el pequeño local del señor Muñoz ha sido demolida,
ahora es un parque y la calle Apurímac ha perdido ese aire cerrado de calle
angosta con curva. Calle que me llevaba en ciertas tardes (casi noches ya)
hacia el local del Felipe Pardo y Aliaga, que funcionaba entonces como cine y
estaba a la espalda del impresionante edificio de lo que fue el Ministerio de
Educación. Viejos tiempos de libros y de cine.
Cerca de esa diminuta librería de viejo del buen
Gordo Muñoz, apenas a media cuadra,
se hallaba (se halla en realidad) una pequeña iglesia colonial de estilo rococó
y de planta ovalada (única en Lima), hablo de la pequeña iglesia de Los
Huérfanos (ubicada en la esquina de Azángaro y Apurímac). En el atrio de esa
iglesia colonial me ocurrió por esos ya lejanos días una anécdota que cuando se
la conté, allá por 1994, al poeta Roger Santiváñez se desternillaba de risa. Resulta
que a un señor que ahí barría, un día le pregunté con esa curiosidad por
conocer algo más sobre la ciudad que habitaba: “¿La iglesia es colonial, no?”,
y el señor me mira extrañado y con un tono pontifical me respondió: “No, es de
Los Huérfanos”. Quedé en una pieza.
Si hay un punto de Lima al cual guardo un
afecto especial es ese, el que involucra a esas cuatro manzanas ubicadas entre
La Colmena, Apurímac, Azángaro y Puno. Allí se concentraban algunas de las
librerías de viejo que solía visitar de manera permanente. La primera vez fue
allá por el año 1978. Fuerzo la memoria y recuerdo que pasando la calle
Apurímac y el templo de Los Huérfanos, se hallaban hacia el lado izquierdo,
casi a mitad de cuadra, la librería de Juan Mejía Baca (cada vez que por ahí pasaba buscaba a uno de sus más asiduos visitantes: el legendario poeta Martín Adán, nunca
lo vi), fue precisamente en esta librería donde compré (entre varias
publicaciones) dos libros que conservo como joyas mayores de mi biblioteca: Obra Poética Completa de Luis Hernández
y La Casa de Cartón de Martín Adán. Pero Juan Mejía Baca no fue librero de viejo, fue librero, sí, y un respetado editor, amigo y albacea del poeta de Escrito a ciegas.
Unas puertas más arriba de la librería de
Mejía Baca, en la vereda del frente, si mal no recuerdo, se encontraba la librería
Siglo XXI (o Cosmos, no lo tengo claro) que se especializaba en vender libros de
la Unión Soviética, eran “libros tres b”; o sea, buenos, bonitos y baratos: un
par de tomos de una Historia de la Filosofía, un Diccionario Filosófico, Obras Escogidas de Marx y Engels,
algunas novelas de Tolstoi, Dostoievski y Lermontov, entre otros. Aclaremos que esta tampoco era librería de viejo.
En la misma dirección de esta última
librería, al llegar a la esquina de Azángaro con Puno, uno volteaba hacia la
derecha y se encontraba bajo el balcón en "L" de la entonces tugurizada casa de
Felipe Santiago Salaverry (el presidente más joven que tuvo el Perú, allá por
el siglo XIX). En el zaguán de esta casona hoy restaurada, se encontraba la
librería de viejo del aparentemente quisquilloso señor Laguna (ya bastante
mayor cuando lo conocí): Ambas paredes cubiertas de libros y una larga mesa
donde también se exhibían más y más libros: un paraíso donde se podía pasar
horas de búsquedas ansiosas y encontrarse con joyas inesperadas. Fue aquí donde
por primera vez compré un libro de viejo (en realidad fue mi padre). Me habían
dejado una tarea sobre la Guerra Franco-Prusiana. Entonces mi padre tuvo la
genial idea de comprarle al señor Laguna una biografía: Bismarck de
Emil Ludwig, libro que hasta el día de hoy conservo como se puede ver en la
foto. Esto sucedió allá por 1979. Hace una buena punta de años.
Nunca olvidaré la vez aquella en que
conversando con el señor Laguna, me contó muy orgulloso que por su local habían
pasado muchos intelectuales, recuerdo que mencionó a Raúl Porras Barrenechea,
Luis Alberto Sánchez, Martín Adán, Pablo Neruda. Cuando mencionó al poeta
chileno, su memoria se abrió como un libro y me contó una anécdota que él
celebraba mucho. El poeta chileno llegó acompañado y empezó a buscar libros
antiguos, luego de ardua búsqueda, sus ojos de pronto se depositaron sobre uno
con muchas ansias, esto lo percibió el librero y cuando el poeta le preguntó por
el precio del libro, el señor Laguna no solo duplicó el precio sino que lo
multiplicó y Neruda sin chistar pagó el precio y comentaba que ese libro lo
había buscado por muchos países hasta encontrarlo en Lima. Sonrisa de por medio,
me decía el señor Laguna: “El libro lo tenía hacía buen tiempo y hasta había
pensado deshacerme de él, pero llegó Neruda y cargó con el libro y yo hice un
buen negocio”.
El
primer libro de poemas que compré fue 20 poemas
de amor y una canción desesperada, una edición de editorial Losada, los
poemas iban acompañados de unas ilustraciones de Raúl Soldi, sencilla y bella
edición. Tengo nítida todavía en la memoria la tarde aquella en que, luego de
una clase en la que leímos el poema veinte, me fui a Lima en busca de ese libro
que contenía el poema más intenso y bello que hasta entonces había leído. Pablo Neruda
se había vuelto un dios por esos ya lejanos días.
Para variar me dirigí hacia los lugares
consabidos, nadie tenía el poemario. Pero en el mismo jirón Azángaro, una
cuadra antes de La Colmena, frente al Parque Universitario, se hallaba otra
librería de viejo también hoy desaparecida, funcionaba (como la librería del
señor Laguna) en el zaguán de una vieja casa republicana. El dueño, una persona
servicial cuyo nombre he olvidado, me sacó el libro y con una módica suma de
dinero lo adquirí. Regresé a casa emocionado, tenía un objeto sagrado en mis
manos y no me había costado demasiado. Esa era la ventaja que uno tenía
entonces como comprador, estos señores te vendían los libros sin afán de
exprimirte. Eso ha cambiado ahora, rotundamente (salvo contadas excepciones). Entre otras cosas, por eso se
les extraña.
Hubo dos libreros más por las cercanías. Uno, que al poco tiempo de visitarlo, cerró. Se encontraba a una cuadra de la librería de Juan Mejía Baca, en la misma recta, pero cruzando el jirón Puno. La otra librería se encontraba en el jirón Apurímac, hacia el jirón Lampa. El dueño era un señor ya mayor, colorado, alto, con anteojos, muy hablador y de apellido extranjero que he olvidado. Alguna vez me contó, cual si fuera una hazaña, que él había visto de joven al poeta Chocano, parado en una esquina, pensativo, elegante, bastón en mano, por la avenida La Colmena. Sus palabras denotaban una profunda admiración por el Cantor de América, hablaba de él como si fuera un dios… En fin, hay tanto por recordar.
Pero no fueron los únicos, hubo más libreros
de viejo en la vieja Lima. Solo he recordado a un puñado de ellos, los que tuvieron que ver con mi
vida de adolescente y sus afanes, personajes que me marcaron y en cuyo recuerdo van estas
palabras afectuosas, agradecidas, muy agradecidas.
Continuará…
Morada
de Barranco, 30 de marzo de 2014.
Amigo Orlando: Es costumbre en mi, devolver las visitas que recibo en Viejo Zapato Marrón. Leo con sorpresa en tu entrada, que te dedicas a la enseñanza, sólo es una pequeña coincidencia por que mi mujer es profesora de primaria. También quiero comentarte que me han gustado mucho las fotografías que has publicado comparando los lugares antiguos con los actuales, algo que a mi me gusta hacer con las de mi ciudad, Alicante, de hecho tengo una extensa y bien catalogada colección de imágenes de mi ciudad, desde mediados del siglo XIX, hasta la actualidad.
ResponderEliminarEspero que sigamos en contacto para cambiar impresiones, ha sido un placer poder saludarte.
Antonio.
Antoni, gracias por tu visita y tu comentario en este espacio sencillo de los recuerdos. Que interesante la coincidencia con respecto a mi labor de profesor con el de tu esposa, como sabrás, es labor sacrificada y de permanente aprendizaje. Con respecto a las fotografías, tienes razón, es apasionante ver imágenes del pasado y compararlas con las imágenes de la actualidad.
ResponderEliminarSeguiré leyéndote en ese tu bello blog. Un abrazo va desde mi morada en Barranco.
Una pregunta, Orlando. Dentro de unos meses quisiera visitar tu hermoso país. Soy un modesto coleccionista de Quijotes. ¿Me podrías indicar en que librerías de viejo encontrar ediciones de tu pais o el Quijote en quechua? Un sentido abrazo.
ResponderEliminarAlfredo, ante todo disculpa por la demora en mi respuesta. Te sugiero que vayas a la calle Amazonas, hay allí una permanente feria del libro donde puedes encontrar hasta incunables. Es una feria enorme la de Amazonas, en ese lugar se encuentra maravillas, te sugiero que te des una escapada hacia ese lugar. Está en el centro de Lima, a pocas cuadras del Congreso. Un abrazo.
EliminarHola Orlando, recuerdo la libreria de viejo en el jirón Apurímac, dices que su dueño tenía apellido extranjero. Pues sí, se apellidaba Johnson y hablaba hasta los codos de todos a quienes había conocido. En el mismo zaguán funcionaba una peluquería del partido aprista peruano que atendía a vista y paciencia de todos y cobraba 1 sol el corte. qué recuerdos. un abrazo, me gusta tu blog.
ResponderEliminarGracias por tu comentario.Que buen dato el que me das sobre ese señor de quien había olvidado su nombre y apellido. Aún recuerdo ese zaguán,los libros,la voz del señor Johnson al contarme sus anécdotas curiosas. Un abrazo.
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