viernes, 14 de octubre de 2011

COMICS Y CINE: UNA BUENA FORMA DE CELEBRAR





                                                 Un marinero saca de las botellas cintas proyectadas de infancia
                                                                                                                       Carlos Oquendo de Amat


   15 de octubre de 2010. Un año hace que inicié esta aventura de tener un blog. Sobre qué escribir para celebrar este pequeño aniversario, muchas ideas rondan mi cabeza. Pero de lo que se trata es de escapar a las consabidas celebraciones, los manidos agradecimientos, el ponernos pesadamente ceremoniosos. Así que la decisión está tomada: la mejor manera de celebrar es escribir sobre algunos asuntos que me apasionan: la lectura (ciertos libros o comics),  algunas películas. El asunto es contar, para variar.
   "Cuando mires tu imagen en el espejo mágico, evoca tu sombra de niño. Quien sabe del pasado, sabe del porvenir", lo escribió alguna vez Oscar Wilde. Y sin saber que el gran Wilde escribiera este pensamiento, me he abandonado a esas regresiones, en múltiples oportunidades he retornado a esos cada vez más lejanos años de infancia y descubrimiento. Afán el que a veces me embarga: transitar mentalmente por esos predios donde (permítanme el parafraseo) la alegría era como un niño que jugaba en todas las bordas. Por lo menos así recuerdo mi niñez o quiero recordarlo de esa manera (sé que hubo momentos difíciles pero entonces, como ahora, todos los caminos conducían a casa).
   Ya comenté en entradas anteriores cómo mi padre contaba historias sabrosas de personajes eternos que poblaron nuestra imaginación infantil (de Gloria, mi hermana y la mía): gratos fantasmas que con sus aventuras trazaron el camino que nos conducirían a ese universo mágico de la lectura y con ella libros, libros entrañables que tanta compañía y conversaciones sabias nos brindaron: Rojo y Negro (por mencionar solo uno), del querido y entrañable Stendhal, viejo compinche de mi adolescencia, testigo de tantas dudas y desasosiegos, como lo fueron en su momento los libros de Stefan Zweig, Alfonso Reyes, Borges, Chejov, Eguren, Voltaire, Victor Hugo, Tolstoi, Rubén Darío, Pessoa, San Juan de la Cruz…







   Pero, ¿solo libros?, no. Antes que los libros, los comics, lo que antes llamábamos chistes. En ellos encontré descanso para mis inseguridades, en ellos el territorio para alzar vuelo y vivir lo imposible: olvidar por instantes la realidad venía bien y qué mejor que embarcado en las peripecias (¡qué deuda impagable tenemos con la editorial Novaro) de los admirados Batman, Linterna Verde, Flash, el Hombre Araña… o personajes más cotidianos como Archie (es que podría olvidar a Verónica, bella muchacha de nigérrimo cabello de quien vivía por esos días enamorado), la pequeña Lulú y mis deseos irrefrenables de pertenecer al club de Toby, los problemas domésticos y desternillantes de Lorenzo y Pepita, los entonces prohibidos Aniceto y Hermelinda Linda (chistes en sepia) y tantos más literalmente “devorados” en el malecón, frente al misterioso y casi siempre brumoso mar de Barranco, mi morada (“Si quieres saber de mi vida, / vete a mirar al Mar”, escribió Martín Adán). 








    Junto a los chistes, el cine, un puñado de películas que pasados tantos años no he olvidado. No son precisamente joyas cinematográficas todas ellas, pero poseen su encanto y así se conservan en mi memoria. He procurado no verlas nuevamente, nada hay como que permanezcan espectaculares y grandiosas en el recuerdo del niño que fui. Historias de vaqueros o de “romanos” (aunque en ellas viéramos aparte de romanos a griegos, a persas, a egipcios, a judíos) o aquellas películas de carácter religioso muy vistas en Semana Santa (los inevitables films de Cristo, por lo general casi rubio y muy apuesto, y su pasión cinematográficamente lacrimógena o algún refrito de Cantiflas) o películas dizque históricas (Ben Hur, Cleopatra, Quo Vadis) visionadas con suerte luego de sortear las largas y fatigosas colas en los cines Raymondi, Balta, Zenith, Barranco o Premier, todos ellos lamentablemente desaparecidos.


Local del que fue el cine Raimondi.

   Pero si tengo que mencionar películas, vienen a mi memoria Los vikingos, El manto sagrado, Jasón y los argonautas (sus efectos especiales: esqueletos guerreros, un gigante metálico), alguna versión de la guerra de Troya, Los trabajos de Hércules (y toda una secuela de Hércules, Sansones, Ursus y Macistes), Rómulo y Remo, Los Diez Mandamientos, Ulises, etc. Estos dos últimos fueron mis preferidos. Probablemente la Película de Cecil B. De Mille sea la que más veces vi en mi vida. Incluso, motivado por este film, logré que mi papá comprara una Biblia Nácar Colunga (con pasta de tela roja que se conserva hasta el día de hoy en casa de mis padres) para saber más de Moisés, uno de mis héroes de infancia. Sufrí una decepción. El Moisés de la Biblia era muy diferente al Charlton Heston de la película. Obviamente prefería la película, las ingenuidades hiperbólicas de De Mille: la siempre espectacular y multitudinaria salida de Egipto, las plagas aleccionadoras de Yavhé poderoso, el Mar Rojo abriéndose como un libro… Lo mismo me pasó con el Ulises (un viejo film de 1954) y La Odisea: conocer a la mujer más bella del mundo, o sea a Silvana Mangano, (enamorada hasta las cachas de Ulises) era motivo suficiente para ver esta película hasta el cansancio, aunque debo reconocer que se me hacía insoportable que Ulises tuviera el mentón con huequito. Pero con todo, prefería la fiesta de imágenes al poema homérico, todavía no se habían afirmado los tiempos de la pasión por la lectura (hablo no de comics sino de libros)  en soledad deleitosa, mas ya estaba por suceder.









    En épocas que no había televisión en casa, el cine lo era todo o casi todo en mi vida (bien podría tomar como mías aquellas palabras de Rafael Alberti: "Yo nací -¡respetadme!- con el cine"). Se entederá, entonces, que yo esperaba los domingos con ansiedad. Con los domingos me llegaba la propina y el permiso para ir al cine, sobre todo al más cercano, el cine Raymondi. Ya cuando se acercaba las 4:00 p. m. (la función de matinee), me alistaba con el corazón galopante, muchas veces me ocurrió que me iba al cine sin saber qué película iban a pasar, recién me enteraba en el hall (tapizado de afiches y fotos generalmente en blanco y negro) y no importaba si la película ya la había visto (incontables veces me sucedió con una comedia de Luis Sandrini: El profesor tira bombas), lo importante era entrar, vivir la emoción de ver cómo la cortina se abría, se apagaban las luces y se iniciaba la función.





   El silencio sagrado con que se veían las imágenes siempre llamó mi atención, silencio roto únicamente por la emoción con que los niños en coro (incluso los mayores) celebraban la aparición proverbial del bueno o de los buenos de la película: sus gritos, sus risas, sus aplausos todavía resuenan en mis oídos. Yo con vergüenza ajena solo atinaba a escuchar y ver sus siluetas emocionadas. Acabada la función, una vez fuera del cine, las acciones de la película se trasladaban al parque Raymondi. Allí los niños, impregnados todavía por la experiencia cinematográfica, formaban bandos: los buenos contra los malos y “peleaban”, hacían la “guerrita”, se perseguían, se herían, se mataban mientras yo desde lejos los observaba con algo de depresión pues la noche se acercaba y al día siguiente había que ir al colegio.






   Mis citas con el cine eran impostergables. Recuerdo dos anécdotas. La primera ocurrió en mayo de 1970. Ese día me había atrevido a seguir a una procesión, no por un asunto de fe, sino por ver a la banda musical que acompañaba a la procesión de la Cruz. Lo tengo claro, ya se acercaba la primera función de cine de ese domingo 31 de mayo, así que regresé a mi casa, estaba a punto de ingresar a ella cuando mis ojos se clavaron en una pequeña cáscara seca de naranja, no sé por qué pero era como si mis ojos la hubieran buscado. Entré a casa, me acerqué a mi papá y, como de costumbre, le pedí permiso para ir al cine. Cuando mi padre empezó a buscar el dinero para la entrada el suelo empezó a moverse espantosamente, era el terremoto de 1970 que provocaría la destrucción y desaparición de pueblos enteros como Yungay y Ranrairca, en el departamento de Áncash. Recuerdo muy bien que salimos disparados de la casa, mi madre gritaba asustada, aterrorizada (no era la única, por cierto) mientras mis ojos descubrían cómo la cáscara seca de naranja, que unos minutos antes viera, saltaba en el suelo como si fuera una pelota. Ante tamaño desastre nacional todo se suspendió. No hubo funciones de cine, de teatro, de nada. Asustado (muy asustado) y apenado me resigné a que ese domingo no podía ir al cine.




   La otra anécdota también sucedió un domingo a eso de las 2:00 p. m. Ocurrió que salí de casa con un camioncito de plástico con el que jugaba. Me alejé unas dos cuadras. Cuando correteaba por un descampado gigantesco, de esos que antes había por Barranco, observé que una de las rueditas de mi camión se caía entre un desmonte y algunos colchones de paja completamente calcinados. Yo llevaba puestas unas sandalias pues era verano y era una tarde de sol. En el afán de recuperar la llantita, pisé confiado uno de esos colchones y sentí inmediatamente como mi pie se hundía y… se abrasaba. De esa manera vine a descubrir que esos colchones estaban apagados por fuera, pero por dentro eran brasas vivas. Recuerdo que olvidé la rueda, ya nada importaba pues el dolor era insoportable, sentía como si mil cuchillos rasgaran mi piel. Corrí desesperado a casa como si una fiera me persiguiera, llegué llorando, cojeando. Pusieron luego mi pie en un lavatorio con agua fría, no paraba de llorar, me había quemado tontamente el pie. Después me echaron una crema para las quemaduras, para entonces mi pie tenía varias ampollas, pero… se acercaba las 4:00 p. m., no podía faltar al cine, a pesar de que mis padres en un primer momento se opusieron, logré el permiso ante tanta insistencia y en sayonaras y con el pie quemado asistí (no podía ser de otra manera) a mi impostergable cita con el cine.


   Continuará…


                                                       Morada de Barranco, 14 de octubre de 2011.



4 comentarios:

  1. Feliz cumpleAÑO. Como puedes imaginar, me encantó tu evocación de aquellas sesiones de cine en la infancia, tu memoria resucitando los cines desaparecidos, esas películas de las que sólo un terremoto podía privarte. Te tomo la palabra de que continuarás.
    Un abrazo desde este finisterre europeo.

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  2. Saludos y feliz aniversario, y q vengan muchos años más en este blog que recién estoy descubriendo. Tus textos me trajeron a la mente una película de la década pasada llamada "Machuca", no se si la has visto, es una peli chilena sobre los conflictos civiles en Chile pero vista desde la perspectiva de dos niños de distintas clases sociales, muy interesante el trato que le dan al contrastar la inocencia con la conflictiva atmósfera de esos años.

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  3. Gracias, Daniel. Tus palabras me motivan a seguir con el blog. Soy un seguidor de La escuela de los domingos, un admirador de tu palabra. Gracias por todo y te envío desde mi morada de Barranco un abrazo fraternal.

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  4. Hace poco ubiqué tu blog stone.emo e inmediatamente me hice seguidor, me gusta mucho leerte y estaré siempre vistándote. Gracias por tus palabras. Con respecto a la película, sí la vi hace dos o tres años, me gustó, recuerdo que la vi con Rita, mi esposa. Machuca me hizo recordar a una película de Loui Malle, Adiós muchachos.
    Nuevamente gracias y un abrazo a la distancia te envío desde mi morada en Barranco.

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