Porque mis ojos eran niños
Carlos Oquendo de Amat
Una belleza setentera fue una profesora que tuvimos allá por 1975. Estábamos en primero de secundaria y solo nos enseñó ese año. ¿Su curso? Formación Laboral, así se le llamaba entonces. Recuerdo que era casada y a veces nos hablaba entusiasmada de sus pequeños hijos. La recuerdo pecosa, frente despejada, ojos grandes, bella sonrisa, cabello castaño, ondeado y casi siempre suelto. No he olvidado sus coloridos collares metálicos y medio (o totalmente) hippies, sus pantalones campanudos, sus zapatos con plataforma: los famosos suecos de corcho o de soguilla. Joven, muy joven y… muy hermosa. Pero qué muchachos de esa edad no son jodidos. Nosotros no éramos la excepción, de ahí que hubo días (tardes, más bien) en que renegaba con nosotros. Y se transformaba. Yo la miraba y me era imposible no relacionarla con algunas modelos que salían por ejemplo en la revista Vanidades. No sé si estaré exagerando, pero bien dicen por allí que los recuerdos no son como en realidad fueron sino como tú los quieres recordar. He olvidado su nombre y sus apellidos, recuerdo sí que a esta profesora le decíamos “Operación Cotillón” porque nos enseñó a hacer sorpresas para las fiestas de cumpleaños: hachas de papel, por ejemplo, entre otras cosas. Luego vendrían alfombras hechas con tocuyo, lana y terokal y más cosas que he olvidado. Han transcurrido muchos años desde ese 1975, desde entonces nunca más volví a saber de ella, hoy es una sombra agradable y colorida que habita los recuerdos de alguien que dejaba de ser niño.
Al año siguiente la profesora de Formación Laboral fue la señora Arévalo, una profesora agradable de quien tengo muy buenos recuerdos y con quien todavía me cruzo por la calle Bregante, conocida calle barranquina donde ella vive. Uno de los trabajos que teníamos que hacer fue una lamparita cuya pantalla tenía una estructura de alambres que por encargo de mi padre lo hizo un soldador cuyo local se llamaba “El rayo” y estaba a dos cuadras del mercado de Surco, frente a la casa de Miguel Sánchez Cueto mi compañero de carpeta durante un tiempo. La profesora Arévalo fue la primera que nos habló sin ambages sobre los cambios físicos en los adolescentes, de manera directa se refirió a nuestro despertar sexual, aquel territorio por descubrir que nos esperaba con los brazos abiertos. Fue el tema de su primera clase y fue inolvidable, también sorpresivo porque nunca esperamos que alguien nos hablara de esos asuntos y menos una mujer. Y ella, con tino y sabiduría lo hizo. Celebro su valentía y su atrevimiento. Recuerdo que cuando nos hablaba de esos asuntos, que en esa época (1976) eran tema tabú, nosotros nos mirábamos con malicia y echábamos a volar nuestra imaginación. Faltaba poco, muy poco en realidad para que iniciáramos nuestras continuas "visitas" a los cines (los hoy desaparecidos cines Raymondi y Balta) donde conoceríamos conmocionados entre muchas a la italiana Laura Antonelli, musa carnal y de ensoñación de nuestra enfebrecida adolescencia.
Al año siguiente la profesora de Formación Laboral fue la señora Arévalo, una profesora agradable de quien tengo muy buenos recuerdos y con quien todavía me cruzo por la calle Bregante, conocida calle barranquina donde ella vive. Uno de los trabajos que teníamos que hacer fue una lamparita cuya pantalla tenía una estructura de alambres que por encargo de mi padre lo hizo un soldador cuyo local se llamaba “El rayo” y estaba a dos cuadras del mercado de Surco, frente a la casa de Miguel Sánchez Cueto mi compañero de carpeta durante un tiempo. La profesora Arévalo fue la primera que nos habló sin ambages sobre los cambios físicos en los adolescentes, de manera directa se refirió a nuestro despertar sexual, aquel territorio por descubrir que nos esperaba con los brazos abiertos. Fue el tema de su primera clase y fue inolvidable, también sorpresivo porque nunca esperamos que alguien nos hablara de esos asuntos y menos una mujer. Y ella, con tino y sabiduría lo hizo. Celebro su valentía y su atrevimiento. Recuerdo que cuando nos hablaba de esos asuntos, que en esa época (1976) eran tema tabú, nosotros nos mirábamos con malicia y echábamos a volar nuestra imaginación. Faltaba poco, muy poco en realidad para que iniciáramos nuestras continuas "visitas" a los cines (los hoy desaparecidos cines Raymondi y Balta) donde conoceríamos conmocionados entre muchas a la italiana Laura Antonelli, musa carnal y de ensoñación de nuestra enfebrecida adolescencia.
Ese año, las carpetas eran largas, para cuatro alumnos, los primeros días me senté con Miguel Sánchez Cueto y después con Luis Bustillos Oyanguren con quien tuve largas jornadas en las que no parábamos de reír, cualquier cosa era motivo para la risa. Hasta hace poco, en casa de mis papás, todavía habían cuadernos míos del colegio y por allí andaba un cuaderno de apuntes que estaba repleto de firmas mías y de Luis, recuerdo que entonces estábamos buscando cuál sería nuestra firma. En esos intentos nació mi rúbrica, no sé si la de Luis.
Los viejos tiempos escolares (yo con chompa roja y melena). |
Otro profesor nuevo de ese cada vez más lejano 1976 fue un “profe” que sólo trabajó ese año, era un profesor gordito, bajo, ojos achinados, medio cachetón y con unos bigotes a lo Cantinflas, por el dejo era evidente que era “charapa”, se apellidaba también Arévalo, ese año nos enseñó Álgebra, este profesor reemplazó a una profesora a quien aprecio mucho y que hasta hace unos años trabajaba en el Pedro Ruiz Gallo, me refiero a la señorita Jenny Rodríguez (“señorita”, así llamábamos a todas las profesoras, incluso a las casadas), esposa del profesor Vásquez, entonces Jefe de Normas y encargado de las formaciones, un profesor temible que casi siempre andaba con un palo en la mano, pero una buena persona que no se mereció el final que tuvo. A la profesora Jenny la recuerdo delgada y con carácter, cuando se molestaba, su mirada se transformaba, adquiría una dureza que iba acompañada de una reprimenda contundente, con ella no había, no podía haber tomaduras de pelo: era seria, lo cual no quería decir que no tuviera humor. Aún recuerdo la oportunidad aquella en que para unos exámenes orales no respondí nada a una o dos preguntas suyas. Me había bloqueado. Cuando ya me iba a sentar, recuerdo que armado de valor le dije: "Señorita Jenny, deme una oportunidad más". Me miró como auscultándome y con una leve sonrisa me puso un ejercicio matemático. Esta vez sí pude hacerlo, y en lugar de ponerme el cero (que fue la nota que me había ganado en primera instancia), me gané, creo, un quince. Estas cosas te forman, te dejan huella, te enseñan. Yo se lo agradezco.
No lo tengo claro, pero no sé si entre los profesores nuevos de ese año también llegó la profesora Ortiz que me tuvo mucha consideración y aprecio (la recuerdo usando unos pañolones en la cabeza), ella nos enseñó en lugar de Loyola el curso de Historia. Una buena profesora y con un carácter agradable. Siempre dispuesta a la conversación, característica que distingue a un buen profesor de uno que se dedica mecánicamente y por compromiso obligado a su labor pedagógica como si con robots trabajara. Cuanto me gustaría verla y agradecerle por su confianza, por fortalecer mi amor al curso, a la Historia y sobre todo por su disposición natural para la sonrisa precisa, matemática, diría yo.
Me parece que también otro profesor que llegó fue Villacorta, en todo caso fue la primera vez que nos enseñó y a quien puse una chapa que tuvo pegada, recuerdo que Pacheco ("Huevo") y Contreras ("Huevo duro") se desternillaban de risa cuando oyeron el mote de “Super pollo” (me cuenta mi hermano Arturo que continuó estudiando unos años más en el Arnaez que se le seguía llamando de esa manera). Villacorta era bien particular, tenía una apariencia de nerd criollo: cabello corto, bien peinado y echado para atrás, anteojos de carey, no muy alto, su pantalón bien asegurado a la cintura daba la apariencia de llevarlo a la altura de las axilas, de caminar laxo, muy pulcro en el vestir, pero sin humor y muy renegón, no sé por qué siempre me dio la sensación de ser un tanto cuadriculado, un personaje sin muchos matices y a quien siempre recuerdo la saliva blanca y espesa que se le formaba en el labio inferior cada vez que hablaba.
Cursábamos en 1976 el segundo año (segundo “B”, nuestro salón estaba en el segundo piso, debajo del gallinero que sería nuestro salón en cuarto). Conservo en mi memoria una anécdota de una clase de Biología con el finado profesor Vásquez (me acuerdo de su terno verde y que le decíamos por obvias razones “Cabeza de televisor”): una tarde realizábamos un experimento (no recuerdo cuál), para ello teníamos un libro de actividades que luego teníamos que llenar a mano con los resultados de nuestras observaciones (por esos días contábamos con un laboratorio bien implementado). Los trabajos se hacían por grupos, cada grupo trabajaba en una mesa de madera de color natural (que en el transcurso del año iríamos pintarrajeando). Recuerdo que mi grupo trabajaba en la tercera mesa a partir de la puerta de ingreso al Laboratorio. En la segunda mesa estaba el grupo de Luis Bustillos, “Kike” Torres y otros más. El “profe”, por sus obligaciones de Jefe de Normas, a veces nos dejaba solos y después de un rato regresaba para ver el avance de los trabajos. Recuerdo que ese día salió Vásquez y nosotros, como de costumbre, aprovechamos para hacer un sinfín de palomilladas y si sobraba tiempo avanzar con el trabajo. Lo tengo claro, a pesar de los años: en el grupo de Luis Bustillos y “Kike”, alguien soltó un gas de esos que cuando lo sientes desearías fervientemente que los agujeros de tu nariz se cicatrizaran; es decir, eran de esos pedos radioactivos, corrosivos, pestilentes como pocos, parecía que alguien había comido basura y no había tomado agua.
"Kike" Torres en la segunda fila y con anteojos, detrás Luis Bustillos. |
Me parece ver todavía a "Kike" Torres Rázuri que se paró de su banco bruscamente y apartándose de la mesa dice casi silabeando y en voz alta: ¡Pu-ta- ma-dre- se-han-ca-ga-do! Y justo en ese momento en que “Kike” se expresaba mortificado por el gas alevoso, premeditado y venenoso, el ubicuo profesor Vásquez entraba y escuchó la frase musical. Con mirada y sonrisita “cachacientas”, Vásquez llamó a “Kike” (que estaba rojo por el “ampay”), le pidió que se diera vuelta porque iba a recibir sendos palazos por el lenguaje florido “si es que no quería que…”. Claro está que de nada valieron las protestas, luego las disculpas de Torres para explicar que su expresión fue una reacción “justificada” debido a que alguien se había metido un pedo fenomenal (a veces para Vásquez lo blanco era blanco y lo negro era negro): ¡Pac, pac, pac!, igualito le cayó y a llorar al río, así de sencillo, pues no había nada de qué hablar. Por lo menos no en ese momento.
Continuará…
Morada de Barranco, 23 de mayo de 2011.
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