miércoles, 25 de mayo de 2016

TRES ESCRITORES, TRES PARTIDAS







                                                                                    Todo, menos morir.
                                                                                            Martín Adán





   Este año ha resultado terrible para las letras del Perú. En un lapso corto han partido Eduardo Chirinos Arrieta, el recordado y extrañado poeta José Pancorvo y ayer nomás el gran narrador Oswaldo Reynoso. Del primero y tercero diré que los conocí (si es que se puede hablar así) de lejos, a la distancia, de vista, como se dice.














   De Eduardo Chirinos tengo no todos sus libros, pero los que tengo los he leído siempre cargado de curiosidad y debo decir que siempre me quedó la sensación de que Eduardo era un hombre, un poeta plenamente entregado a la poesía, dedicado a ella en cada minuto de su vida. Partió joven y la sensación de injusticia por su muerte prematura no me abandona y pienso en los muchos poetas peruanos que partieron cuando se esperaba todavía mucho de ellos (Carlos Oquendo de Amat, Abraham Valdelomar, César Vallejo, José Eufemio Lora y Lora, Juan Parra del Riego, Javier Heraud, Juan Ojeda, Luis Hernández…). Pienso en Eduardo Chirinos Arrieta y se viene al recuerdo algunos de sus poemas, por ejemplo este:








LO QUE MI PADRE QUIERE REALMENTE DE MÍ



1

Anoche tuve un sueño. Acompañaba a mi padre
por un camino de tierra. Los dos íbamos a caballo
y apenas cruzábamos palabras. A lo lejos se veía
la sombra de unos sauces, las luces de un pueblo
desconocido y remoto. De pronto, mi padre detuvo
su caballo y preguntó si yo sabía a dónde íbamos.
Le contesté que no. Entonces vamos bien, me dijo.

2

Los caballos del sueño sabían de memoria
el recorrido. Era cuestión de abandonar las
riendas, de dejarse llevar. Eso me causaba un
poco de aprensión, incluso un poco de miedo.
Mi padre, en cambio, parecía muy tranquilo.
Pensé, parece tranquilo porque está muerto.

3

Aquí es donde vivo, dijo como si me quitara
una venda. Fue muy poco lo que vi. Sólo un
páramo de piedras, remolinos de arenisca,
huesos de caballos amarillos. ¿Qué te parece?
No supe qué decir. Tenía sed y me dolía un
poco la garganta. Es un lugar hermoso, dijo,
pero a veces me gustaría regresar. ¿Por qué
no regresas, entonces?, pregunté. Porque es
más fácil que tú vengas me dijo. Y desapareció.



  
   De Oswaldo Reynoso qué se puede decir que no se haya dicho ya. Pocas veces lo vi y cuando sucedió fue a la distancia, pero su libros que cercanos a mí: sus jóvenes personajes encarnaban y descifraban algunas de mis dudas e inseguridades de adolescente. Reynoso fue un escritor adelantado a su tiempo, abordó temas poco tratados por otros escritores; es decir, si es que pensamos en los cuentos de Los inocentes publicado allá por 1961: el mundo popular y urbano de una collera de adolescentes, el homosexualismo, la jerga, las lisuras, en fin, todo ese cosmos de una ciudad como Lima que crecía con la migración provinciana hasta volverse en lo que es hoy: una metrópolis mestiza, gigantesca, parafraseando a Congrains: un monstruo con millones de cabezas.





   Este libro de cuentos, un clásico de la literatura peruana, sorprendió a la crítica entonces, algunos no supieron ver ni comprender la audacia y frescura de su lenguaje, lo criticaron duramente, el mismo Oswaldo lo dijo en una entrevista: “Cuando publiqué Los inocentes, la crítica se ensañó conmigo. No sólo con el libro sino conmigo. Pero como yo soy un escritor nato, de raza, seguí escribiendo. No me importó la crítica”. Hoy quién se acuerda de esos críticos miopes y torpes, sin embargo la obra de Oswaldo Reynoso está allí como una luz signada por la eternidad. He aquí un fragmento de uno de sus cuentos.

   
    "Rosquita, aunque no lo creas, te conozco demasiado. En la galería del cine de tu barrio eres el más ocurrente. Desde la triste soledad de la platea te he escuchado. Y un día de verano te he visto gorreando en el estribo de un tranvía de Chorrillos. Ibas con todo el cuerpo al aire y tus cabellos en tremolina al viento cubrían tus ojos. Y, cada vez que venía el cobrador lo saludabas, palomilla: "Presente, mi general". Cada cuadra un chiste y un repertorio inacabable de piropos. Recuerdo que un cura gordo y serio se comía la risa, hipócrita. Te he visto también jugar fútbol en la calle de tu Quinta. Y te he visto también llorar después de la pelea con algún "torcido", como los llamas tú. Te he visto también en el billar "La Estrella", escondiéndote de Don Lucho. Y te he visto también cantar y bailar en la cantina del japonés. Te he visto también, tímidamente y oculto, deslizarte por lugares prohibidos. Y te he visto también pasear con tu muchacha, con tu gila, Rosquita.

   Pero también sé que a pesar de tus gracias, de tu risa y palomillada eres triste. Eres triste porque comprendes que un muchacho como tú puede perderse. Ahí no está el Príncipe de ladrón. Colorete, de "maldito" y casi casi perdido; Cara de Ángel, de jugador, capaz de empeñar su camisa e irse desnudo, de noche, a su casa, por una mesa de billar; Carambola que está llevando mala vida con una mujer mayor que él; Natkinkón, bohemio y jaranero; y del Chino y del Corsario, mejor no hablar de ellos. Pero tú quieres ser bueno: lo sé. Si en algo has fallado ha sido por tu familia, pobre y destruida; por tu Quinta, bulliciosa y perdida; por tu barrio, que es todo un infierno y por tu Lima. Porque en todo Lima está la tentación que te devora: billares, cine, carreras, cantinas. Y el dinero. Sobre todo el dinero, que hay que conseguirlo como sea. Pero sé que eres bueno y que algún día encontrarás un corazón a la altura de tu inocencia".







   José María Arguedas, el gran autor de Los ríos profundos, escribió estas palabras para Los inocentes: “Mientras leía los originales de los cuentos de Oswaldo Reynoso creí comprender, con júbilo sin límites, que esta Lima en que se encuentran, se mezclan, luchan y fermentan todas las fuerzas de la tradición y de las indetenibles fuerzas que impulsan la marcha del Perú actual, había encontrado a uno de sus intérpretes”. (…) Creemos que con Los inocentes empieza un ciclo de una obra que puede llegar a ser tan importante para la literatura como para el estudio de los problemas sociales de la capital”. Arguedas no se equivocó, sus afirmaciones y sus intuiciones se confirmaron.






   José Pancorvo partió a fines de febrero, la noticia de su muerte fue un rudo golpe que me cuesta superar. Siempre lo sentí como un amigo cercano y con ciertos intereses comunes. Las veces que coincidíamos nos abandonábamos a largas conversaciones sobre música, poesía e historia. Conversar con José era transitar por un vasto territorio donde el conocimiento y la sorpresa iban de la mano con su generosidad y humildad. Siempre pensé a José Pancorvo como un renacentista afincado en los Andes, como un poeta en convivencia armónica con el fuego y el delirio, un personaje extraño e igualmente querible que se afincaba en la amistad como ancla de vida.






   Ahora que escribo sobre el querido poeta y amigo José Pancorvo, vienen a mi memoria sus libros, sus libros de poesía, digo, conservo en mi biblioteca un par de ellos, obsequios suyos, acompañados de entrañables dedicatorias, de un cada vez más lejano día de noviembre del año 2002, y, claro, el recuerdo imborrable de su conversación como una muestra de su invalorable amistad. He aquí un poema suyo:









CANCIÓN DE LA BOTELLA VIOLENTA



hasta que un día, eternidad
nos levantamos de la mesa y nos hicimos asaltantes
y decidimos expandirnos sin límites
en plata y en todo


asaltamos el bar
asaltamos a las trabajadoras
asaltamos el mercado recién abierto
asaltamos el municipio y la casa de gobierno


asaltamos varias casas de gobierno
y los cuarteles subterráneos de las grandes potencias
nos adueñamos de los sistemas y de los antisistemas
y de los universos conocidos y desconocidos
y de miles de otras botellas rarísimas:


solo con estrellar esta botella común en el muro
y decidir no separarnos nunca


hasta que ni la vida nos separe



   Tres escritores peruanos, lamentablemente también tres partidas dolorosas como suelen ser cuando quienes se marchan son personas a quienes se les conoció y frecuentó sino en persona, a través de sus libros, que es el lugar donde está lo mejor de ellos. Que allí donde estén los dioses les sonrían. Aquí los recordaremos siempre.








   Continuará…






                                                             Morada de Barranco, 25 de mayo de 2016.







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