domingo, 28 de junio de 2015

DE MURALES Y UN LIBRO





                                                Di lo que se te ocurra, juguemos al sicoanálisis, persigamos viejas,
                                                hagamos chistes… Todo, menos morir.
                                                                                                           Martín Adán



                                                                                                                       



   En tiempos en que han ido desapareciendo los murales del centro de Lima, gracias al empeño digno de mejor causa del alcalde de Lima, Barranco ve el surgimiento del color y la alegría en algunas de sus calles, calles cuyas paredes contrastan, de paso, con el cielo sin cielo de mi ciudad, ese cielo panza de burro, como dijera acertadamente Sebastián Salazar Bondy.












   Fue en una de mis caminatas por Barranco que descubrí, gratamente, una pintura mural en una de las paredes externas de un tradicional colegio barranquino, por cierto, un doble homenaje a dos de los poetas mayores del Perú: el primero, al etéreo José María Eguren (cuyo nombre lleva el colegio) y el segundo, Martín Adán, quien en el mural se le ve ya maduro, de terno, corbata y acompañando a la imagen del poeta, algunas líneas de su obra La casa de cartón: "Ya ha principiado el invierno en Barranco, raro invierno, lelo y frágil...".











   El poeta Martín Adán ha estado signado por la leyenda, su fama de poeta maldito lo acompañó desde siempre: arisco, solitario, dipsómano morador de hotelitos y de manicomio, vivió siempre de espaldas a la conveniencia social y a la tajada oportuna. Por y para la poesía transitó por el tercer planeta y lo perdió todo en la apuesta. Sin embargo, a pesar de su vida autodestructiva seguiremos hablando de él y sobre todo de su poesía, la que está siempre escuchando su propia voz que como un eco llega a nosotros para recordarnos lo que olvidamos por el tráfago de la vida: la eterna fugacidad de la vida que a él, extremadamente sensible, golpeó como a nadie.

















   Cuando el periodista Mario Campos le preguntó en 1983 a Martín Adán qué significado tenía para él, sesenta años después, el éxito de crítica que había tenido su primer libro, el poeta le respondió: “No sé, la verdad… y pensar que yo escribí La casa de cartón como un ejercicio de gramática. Mi profesor de gramática fue un español, Emilio Huidobro, el más grande gramático que ha venido jamás al Perú. Me enseñó en el Colegio Alemán. En mi clase los aficionados a la literatura éramos, yo, Estuardo Núñez, Emilio Adolfo Westphalen, y uno, que después fue pintor, pero que entonces no lo era: Ricardo Grau, nieto de Miguel Grau. En una clase anterior a la nuestra está Jorge Basadre, y en la posterior Luis Felipe Alarco, Carlos Cueto Fernandini, Alberto Wagner de Reyna. Ellos eran los más interesados en lo literario y en lo filosófico en el Colegio Alemán.”











   La casa de cartón, ese librito extraño, alejado de los géneros literarios, fragmentario y luminoso (novela de aprendizaje o "bildungsroman" la han llamado algunos; prosa poética, otros), se publicó en 1928, en plena efervescencia vanguardista en el Perú, recordemos que en 1922 se había publicado Trilce, ese libro mítico de César Vallejo cuyo título hasta ahora resulta misterioso; cinco años después, Carlos Oquendo de Amat sacaría a la luz sus 5 metros de poemas; en 1931, Enrique Peña Barrenechea publicaría Cinema de los sentidos puros. Entre estos magníficos libros refulge la obra primera de Martín Adán (seudónimo de Rafael de la Fuente Benavides).











   Con prólogo de Luis Alberto Sánchez (quien fuera su profesor en el Colegio Alemán) y colofón de José Carlos Mariátegui, el libro salió "al ruedo" y causó impacto, tuvo éxito de crítica: sorprendió la madurez de su escritura, si tomamos en cuenta que fue escrito por un adolescente escolar de dieciséis años que ya mostraba su genialidad en líneas donde se percibe su lucha con el lenguaje, su empeño por sacudir la prosa y la poesía de todo lastre modernista, su afán reflexivo cargado de ironía. El breve libro de este poeta precoz se volvería pronto en un clásico de las letras del Perú: una magnífica muestra de una aventura verbal que se hace cada vez más sólida con el tiempo.











   Hoy que voy releyendo esta obra, me he topado por enésima vez con ese magnífico texto cargado de ironía e irreverencia, de sabiduría traviesa, hablo de los poemas underwood, texto que une cual bisagra las dos partes de este encantador libro. Pienso en sus versos y me quedo pensando y me pregunto: ¿Cuándo empezó la poesía conversacional en el Perú?, ¿en los sesenta?, ¿fue con la poesía de Heraud, Hernández, Cisneros? Yo mismo me respondo: No, fue con este puñado de versos de este mozalbete que se atrevió a publicar cobijado bajo un seudónimo para no chocar con la familia, con la tía autoritaria.












   No puedo evitar el citar los versos y compartirlos para que el lector, si acaso no lo ha leído, perciba el espíritu reflexivo y juguetón de un adolescente que se enfrentaba al mundo con la única arma que poseía: su lenguaje renovador y aventurero.




                                                                                                        










poemas underwood



“Prosa dura y magnífica de las calles de la ciudad sin inquietudes estéticas.
Por ellas se va con la policía a la felicidad.
La poesía gafa de las ventanas es un secreto de costureras.
No hay más alegría que la de ser un hombre bien vestido.
Tu corazón es una bocina prohibida por las ordenanzas de tráfico.
Las casas rumian sus paces de buey.
Si dejaras saber que eres un poeta, irías a la comisaría.
Límpiate de entusiasmos los ojos.
Los automóviles te soban las caderas, volviendo la cabeza. Cree tú que son mujeres viciosas. Así tendrás tu aventura y tu sonrisa para después de la cena.
Los hombres que tropiezas tienen la carne encallecida de oficina.
El amor está en cualquier parte, pero en ninguna está de otro modo.
Pasan obreros con los ojos resentidos con la tarde, con la ciudad y con los hombres.
¿Por qué había de fusilarte la Checa? Tú no has acaparado sino tu alma.
La ciudad lame la noche como una gata famélica.
Y tú eres un hombre feliz, quizá el único hombre feliz.
Tienes camisa y no tienes grandes pensamientos de ninguna clase.
Ahora siento cólera contra los acusadores y los consoladores.
Spengler es un tío asmático, y Pirandello es un viejo estúpido, casi un personaje suyo.
Pero no he de enfurecerme por pequeñeces.
Mil cosas han hecho los hombres peores que sus culturas: Las novelas de Víctor Hugo, la democracia, la instrucción primaria, etcétera, etcétera, etcétera, etcétera.
Pero los hombres se empeñan en amarse los unos a los otros.
Y, como no lo consiguen, acaban por odiarse.
Porque no quieren creer que todo es irremediable.
La polis griega sospecho que fue un lupanar al que había que ir con revólver.
Y los griegos, a pesar de su cultura, fueron hombres felices.
Yo no he pecado mucho, pero ya sé de estas cosas.
Bertoldo diría estas cosas mejor, pero Bertoldo no las diría nunca. Él no se mete en honduras -y está viejo, quiere paz y hasta apoya a los moderados.
El mundo no está precisamente loco, pero sí demasiado decente. No hay manera de hacerle hablar cuando está borracho. Cuando no lo está abomina de la borrachera o ama a su prójimo.
Pero yo no sé sinceramente qué es el mundo ni qué son los hombres.
Sólo sé que debo ser justo y honrado y amar a mi prójimo.
Y amo a los mil hombres que hay en mí, que nacen y mueren a cada instante y no viven nada.
He aquí mis prójimos.
La justicia es unas estatuas feas en las plazas de las ciudades.
Ninguna de ellas me gusta ni poco ni mucho -no son diosas ni mujeres.
Yo amo la justicia de las mujeres sin túnica y sin divinidad.
En punto a honradez, no soy de los peores.
Como mi pan a solas, sin dar envidia a mi prójimo.
Nací en una ciudad, y no sé ver el campo.
Me he ahorrado el pecado de desear que fuera mío.
En cambio deseo el cielo.
Casi soy un hombre virtuoso, casi un místico.
Me gustan los colores del cielo porque es seguro que no son tintes alemanes.
Me gusta andar por las calles algo perro, algo máquina, casi nada hombre.
No estoy muy convencido de mi humanidad; no quiero ser como los otros. No quiero ser feliz con permiso de la policía.
Ahora en las calles hay un poco de sol.
No sé quién se lo ha llevado, qué mal hombre, dejando manchas en el suelo como un animal degollado.
Pasa un perrito cojo -he aquí la única compasión, la única caridad, el único amor de que soy capaz.
Los perros no tienen Lenin, y esto les garantiza una vida humana pero verdadera.
Andar por las calles como los hombres de Pío Baroja -(todos un poco perros)-.
Mascar huesos como los poetas de Murger, pero con serenidad.
Pero los hombres tienen posvida.
Por eso dedican su vida al amor del prójimo.
El dinero lo hacen para matar el tiempo inútil, el tiempo vacío…
Diógenes es un mito -la humanización del perro.
El anhelo que tienen los grandes hombres de ser completamente perros. Los pequeños hombres quieren ser completamente grandes hombres, millonarios, a veces dioses.
Pero estas cosas deben decirse en voz baja -siento miedo de oírme a mí mismo.
Yo no soy un gran hombre -yo soy un hombre cualquiera que ensaya las grandes felicidades.
Pero la felicidad no basta a ser feliz.
El mundo está demasiado feo, y no hay manera de embellecerlo.
Sólo puedo imaginarlo como una ciudad de burdeles y fábricas bajo un aletazo de banderas rojas.
Yo me siento las manos delicadas.
¿Qué soy, qué quiero? Soy un hombre y no quiero nada.
O, tal vez, ser un hombre como los toros o como los otros.
Tú no tienes las orejas demasiadas grandes.
Yo quiero ser feliz de una manera pequeña. Con dulzura, con esperanza, con insatisfacción, con limitación, con tiempo, con perfección.
Ahora puedo embarcarme en un trasatlántico. E ir pescando durante la travesía aventuras como peces.
Pero ¿a dónde iría yo?.
El mundo me es insuficiente.
Es demasiado grande, y no pudo desmenuzarlo en pequeñas satisfacciones como yo quiero.
La muerte es sólo un pensamiento, nada más, nada más…
Y yo quiero que sea un largo deleite con su fin, con su calidad.
El puerto, lleno de niebla, está demasiado romántico.
Citeres es un balneario norteamericano.
Las yanquis tienen la carne demasiado fresca, casi fría, casi muerta.
El panorama cambia como una película desde todas las esquinas.
El beso final ya suena en la sombra de la sala llena de candelas de cigarrillos. Pero está no es la escena final. Pero ello es por lo que el beso suena.
Nada me basta, ni siquiera la muerte; quiero medida, perfección, satisfacción, deleite.
¿Cómo he venido a parar en este cinema perdido y humoso?
La tarde ya se habrá acabado en la ciudad. Y yo todavía me siento la tarde.
Ahora recuerdo perfectamente mis años inocentes. Y todos los malos pensamientos se me borran del alma. Me siento un hombre que no ha pecado nunca.
Estoy sin pasado, con un futuro excesivo.
A casa…”














   Continuará…







                                                Morada de Barranco, 28 de junio de 2014.






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