jueves, 30 de abril de 2015

INTERINOS BARRANCOS






                                                                     La bruma empantalla / los faroles del mar…
                                                                                               José María Eguren






I.

   Vivo en Barranco desde hace más de cincuenta años. Como alguna vez lo dije, me sé de memoria su paisaje, cada calle, cada parque, cada esquina, cada ángulo aparentemente oculto es parte de mi vida, de mi experiencia. Mi niñez y mi adolescencia fueron alimentadas por su atmósfera misteriosa cubierta por la neblina (incluso más que sus días de sol). No hay, prácticamente, un rincón que no lo haya transitado con mis entonces hambrientos pies o mis ojos de fisgón incansable.








   Pienso en Barranco y vienen a mi recuerdo esos días cuando sus parques estaban cercados por unos arbustos, de los cuales crecían, como pequeños soles de rayos blancos, unas diminutas y perfectas margaritas. ¿Es que podría olvidar las aromáticas rosas del parque Villarreal que en ciertas noches cortaba con mis hermanos para alegrar nuestra pequeña casa? O cuando arrancaba esas flores rojas que aquí llamamos farolitos chinos para luego quitarle su receptáculo y absorber el inolvidable néctar, dulce como las tardes en que corría pleno de alegría y abandono hacia el malecón y perdía mi vista y mis sueños en la inmensa llanura del mar.








   Pienso en su mar, las más de las veces de un tono plomizo, como su cielo “panza de burro”, en los botes de los pescadores que cual lunares salpican su superficie, ese mar milenario, madre de viejas culturas hoy desaparecidas… El mar inunda mis recuerdos e inmediatamente se dibujan ante mí los acantilados, los verdes acantilados (hoy áridos) donde el agua dulce que brotaba del subsuelo caía en pequeños chorros formando un largo charco a lo largo de los barrancos de Barranco: peces y cangrejos lo habitaban. Pero sus aguas también servían para enjuagar los cuerpos de los bañistas y quitarle el agua salina del mar y la arena. Hoy nada de esto queda, apenas si los espacios de los recuerdos. Sin embargo, sigo amando su mar, su atmósfera mágica y engañosamente pacífica.








   Pienso en la gente amiga que ha partido, “en esa ida que al final es un regreso” (como decía ese solitario portugués de las muchas máscaras llamado Fernando Pessoa). Me lleno de nostalgia. Extraño a José Alvarado Sánchez, el gran Vicente Azar (el duende menor), quien un tiempo viviera en los “interinos Barrancos”, su conversación incansable cargada de recuerdos, de "sonidos ajenos" que salpicaban sus palabras y desfilaban desde Garcilaso hasta Breton, o aquellos fantasmas que son realidades y que un día habitaron los espacios que hoy habitamos: José María Eguren (el duende mayor), Emilio Adolfo Westphalen, Xavier Abril, Martín Adán, José María Arguedas, Carlos Oquendo de Amat (quien tuviera la delicadeza de obsequiar su 5 Metros de poemas a la madre de Vicente, en agradecimiento por albergarlo algunas temporadas en su casa de Barranco). Hombre culto, fino, memorioso y memorable. Ya en sus últimos días, cuando postrado en su cama y rodeado de su biblioteca, que adoraba, me hablaba y hablaba y su espíritu inquieto, infantil solo ansiaba recuperarse para salir a pasear, bien caminando o en su carro. Su enfermera, Gladys Torres, que fue también enfermera de Emilio Adolfo Westphalen, al oírle hablar, una noche dijo sonriendo y en voz alta: “A dónde he venido a parar,  de un paciente que no hablaba nada (se refería a Westphalen) a uno que habla hasta por los codos”. Así era Vicente Azar, y así lo recuerdo siempre.














   Pienso en Rosa Cerna, “Rosita”, como la llamaba yo. Profesora y gran escritora cuyas obras visito para zambullirme en su espíritu puro y entregado a los demás, los desposeídos. “Ven a visitarme para tomar un lonche”, solía decirme cuando la llamaba por teléfono, luego de hacerme la broma de siempre: “¿Aló, con quién hablo?”, decía. “Rosita”, soy yo, Orlando. “¿Orlando, Orlando…?, no conozco a ningún Orlando”.  Luego reía. Y comenzábamos a hablar, la verdad, de cualquier cosa, el asunto era hablar, a veces llegábamos incluso a “rajar” (burlarnos de algunos nombres), una característica muy limeña, lo raro es que tanto ella como yo proveníamos de los Andes, desde las grandes y misteriosas alturas: ella de Áncash, yo del Cuzco. Los años de residencia en Lima, más propiamente en Barranco, nos marcaron, dejaron su huella. Algunas veces caminábamos por avenida Grau, ella ponía su brazo izquierdo entre mi cuerpo y mi brazo derecho, entonces se convertía en una magnífica guía, se sabía miles de historias sobre Barranco, cada caminata era una permanente sorpresa, no solo por lo que contaba sino por cómo lo contaba, esa gracia tan suya para contar con humor hasta lo más serio. Conservo de ella no solo su recuerdo, también sus libros con sus dedicatorias. Supongo que en algún momento escribiré una entrada dedicada a mi amiga Rosa Cerna, la querida y pícara “Rosita”.














   Cuando me enteré, hace unos meses, de la muerte de Gonzalo Bulnes Mallea, una gran tristeza me invadió. La muerte prematura de este gran amigo, amante de Barranco, editor de una revista de leyenda: Barranco, la Ciudad de los Molinos. Coleccionista de primeras ediciones: aún recuerdo ese ejemplar de Los Heraldos Negros que me mostró y que yo toqué y hojeé con mucho respeto cual si de un objeto sagrado se tratara. Fue gracias al primer número de esta revista (del año 1974) que siendo muy niño me enteré de muchas cosas desconocidas de Barranco. Gonzalo, incansable indagador de artículos periodísticos, de fotos aparentemente desaparecidas, de datos anecdóticos que alimentaban la leyenda de este pequeño territorio junto al mar, el Historiador de Barranco, como se le solía llamar, y con justicia. Su generoso corazón me abrió las puertas de su revista para publicar un pequeño comentario sobre el verso del poema LXX (del poemarioTrilce) de César Vallejo: Que interinos Barrancos no hay en los esenciales cementerios”Entusiasta activista cultural, permanente testigo de actividades como presentaciones de libros, recitales, exposiciones: estuvo en la presentación de la revista Tocapus en el desaparecido teatro  Manuel Beltroy; presenció algunas fechas de un ciclo de recitales que llamamos Jueves será… y que organizamos con Felipe Rivas Mendo, gran maestro titiritero, en la Biblioteca de Barranco; lo vi sentado, acompañándome, en un recital en la misma biblioteca en el año 2002, luego nos estrechamos en un abrazo en alguna premiación de alguna Bienal de Poesía Infantil organizado por el ICPNA… En fin, un hombre multiplicado en diversas actividades y que lamentablemente partió y que extraño cruzármelo por Grau y darnos un abrazo fraternal y hablar a la volada de algún libro, de alguna revista o de este predio marino que se convirtió en nuestra amada morada.














II.

   Hoy Barranco sufre las consecuencias del progreso y de las grandes inversiones y los grandes negocios, muchos de ellos irresponsables. La otrora avenida Bolognesi, más que avenida es una hendidura que ha partido a Barranco, la divide, es casi una muralla: no negaré las virtudes del Metropolitano, pero ¿por qué haberlo hecho así y no de otra manera? Pienso en una vía subterránea, pero también en los hermosos árboles que murieron para ser reemplazados por el cemento. El tránsito hacia el Sur ahora se concentra por la avenida San Martín que hoy, ante el cierre de la Costanera, se ha vuelto un desesperante "cuello de botella": circular en carro se ha tornado en un martirio y a nadie parece interesar, solo a los que lo sufrimos a diario.


















   Me enorgullece vivir en Barranco, pero también me preocupa que un distrito que se jacta de ser cuna y residencia de grandes escritores, poetas, pintores, músicos, etc, apenas si cuenta con una biblioteca elemental donde lo que más hay son los vacíos bibliográficos, un distrito que hasta hace muy poco no contaba con ninguna librería (hoy está el esfuerzo de los amigos Ana y Carlos y de su bella librería La Libre de Barranco en la avenida San Martín N° 144), un distrito que no tiene un cine (hace mucho dijimos: "Adiós Raimondi, Balta, Zénith, Premier y Barranco"), un distrito cuyos habitantes vemos cómo de manera acelerada va desapareciendo, se va destruyendo su memoria. Debo decir que ya casi no me gusta salir a caminar, las últimas veces he regresado a casa indignado, renegando y muy triste: cada salida es comprobar que algo (una casona, un rancho, una placita, un parque, una calle, algunos árboles...) ha desaparecido para dar lugar a una mole desproporcionada que nos cubre el horizonte y modifica el perfil arquitectónico, así, algún día, ¿podremos invitar a visitar Barranco? ¿Invitarlos para ver qué? Edificios y edificios que en otros lugares se pueden ver mejores y más grandes. Barranco se va perdiendo y cada vez es más pequeño: el puente y sus zonas aledañas. Una lástima.















   Continuará…



                                              Morada de Barranco, 30 de abril de 2015.





   

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