Una antigua nostalgia.
Enrique Peña Barrenechea
Las fiestas han pasado y una estela de
nostalgia queda. Es inevitable. Luego de largos preparativos y de muchas
expectativas somos invadidos por esta sensación de tristeza (algunos la llaman
depresión postnavideña). Con todo, debo reconocer que esta Navidad fue buena,
quizá mejor que en otras ocasiones, por lo menos más relajada y sin las
preocupaciones que empañaban un poco las fiestas de años anteriores.
El 24 de diciembre, a poco de las doce, la
familia reunida en pleno (mis padres, mis hermanos, Rita, Kathia y yo) en la
acogedora casa de mis padres: en una esquina de la sala el árbol navideño (el tannenbaum) hermosamente adornado,
colorido: una fiesta de alegría y luces para todo aquel que se detuviera a
verlo, obra de mi hermano Arturo. Frente al árbol, el nacimiento (o belén) de
tamaño descomunal que cubre parte de las paredes de casa y una buena parte del
piso de la sala: cargado de imágenes y luces, de detalles que le dan un
particular encanto, ¿es gigantesco?, sí, pero sobre todo superrealista: muchas
de las imágenes no guardan proporción una con otra, y no es que se vea mal,
diría que es característica de los belenes la diversidad de tamaños de sus
figuras.
Llegada la medianoche, vienen los fuegos
artificiales, los abrazos, el brindis y los regalos. Discrepo de aquellos
“puristas” que se rasgan las vestiduras y sostienen que la Navidad se ha
materializado, que ahora se preocupan más de las compras y de los regalos, que
han dejado atrás el verdadero espíritu de la navidad. No negaré que en parte
tienen razón. Pero creo yo que si un regalo lo entregas con sinceridad, con
afecto, no estás desvirtuando para nada el espíritu de esta fiesta.
Por ejemplo, si hablamos de mi familia,
comentaré que los regalos navideños son producto de concienzudos y sagaces
sondeos. En otras palabras, no se regala por regalar. Es aquí donde hacen su
presencia los libros. Porque si algo se regala en casa son libros. Precisamente
de ellos, por lo menos de algunos, quiero hablar.
Este año recibí como presentes navideños
varios libros, cinco libros (en realidad cinco títulos), no es poca cosa (aunque
uno de estos títulos fuera un auto regalo). Algunos libros que venía “persiguiendo”
hace muchos años llegaron esta vez a mis manos de una manera tan sencilla, sobre
todo si pienso en aquellas horas de infructuosa búsqueda (de años anteriores) en
las que regresaba agotado a casa pero con las ganas intactas de ponerle los
ojos a las páginas y líneas de ciertas obras. Sin embargo, en esta oportunidad
aparecieron de una manera tan natural, tan sencilla que no me ha dejado de
sorprender.
Uno de esos libros (título, en realidad) es
un (lo decía) auto regalo. Son cuatro tomos que literalmente voy devorando, me
refiero a las Obras Completas de
Stefan Zweig, libros que de manera impensada llegaron a mis manos, cuando más
bien buscaba otros libros para regalar a mis hermanos. Pero cuando vi en la
estantería los cuatro tomos elegantes, empastados en cuero, no lo pensé dos
veces y con una cantidad de dinero no muy onerosa pasaron a formar parte de mi
biblioteca (bendita calle Quilca, deparas cada sorpresa).
Justamente en la calle Quilca hallé, el
mismo día que encontré las obras de Zweig, un libro que desde hacía muchísimos
años venía buscando, hablo de Mi último
suspiro, las memorias de Luis Buñuel. Recuerdo que hace unos veintidós años
lo vi en la biblioteca de un amigo poeta en una magnífica edición de lujo.
Jamás me atreví a pedírselo prestado. Doce años después lo tuve en mis manos,
fue en un stand de la Feria del Libro Ricardo Palma (el de Miraflores),
lamentablemente el dinero que había llevado no fue suficiente. Lo dejé medio
camuflado y con la idea de regresar al día siguiente para comprarlo. Al día
siguiente, cuando regresé, no lo encontré, había sido vendido. Desde entonces
jamás lo volví a ver, hasta hace unos días en que pregunté por él y el vendedor
lo sacó inmediatamente. Iba a ser junto con las obras de Stefan Zweig mi auto
regalo de Navidad, pero las ganas de leerlo provocaron que ya no fuera así,
desde entonces lo disfruto en largas horas de lectura, de buena compañía,
podría decirlo.
Con la obras de Zweig (y el libro de Buñuel)
me llegaron también (estos sí regalos de mis hermanos) Escritores de cine de José María Aresté; Cuentos populares españoles en edición de José María Guelbenzu; un
libro que es una delicia y que espera el momento en que pose mis ojos en sus
páginas es Los cuentos de hadas clásicos
anotados con prólogo y edición de María Tatar y otro libro que sin duda es
otra delicia y que espera su momento, me refiero a Los tesoros de ABBA. Así que me esperan días plenos de lectura, de
lectura placentera…
El día transcurre, la noche está ya próxima.
Mientras escribo, escucho algunas piezas musicales para piano y cello de Robert
Schumann (me abandono, es inevitable, al Langsam),
y pienso en algunos cuentos de Antón Pavlovich Chéjov, por ejemplo ese cuento triste
titulado El pabellón Nº 6. ¿Nostalgia
posnavideña? No. Es la hora del crepúsculo, es la atmósfera que la música crea (De
Schumann vibraciones, escribió alguna
vez José María Eguren). Pero ya es hora de concluir esta primera entrada del
año.
Continuará…
Morada de Barranco, 10 de enero de 2013.
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