En las paredes agrietadas
de desconsuelo, trepan la yedra y el tiempo.
Xavier Abril
Si una casa recuerdo por estos días es la de
mis abuelos. Casa a la que llegué desde Lima luego de cinco años y precisamente
con esa edad. Fue una estadía corta de un par de semanas o algo más. Tiempo
breve, sí, pero que me dejó algunas experiencias inolvidables: los diversos colores
de la quinua alrededor de una de las chacras de mi abuelo, el misterio de la laguna de Huacarpay,
el descubrimiento cargado de miedo y asombro de los relámpagos y truenos. Hoy,
mejor dicho, en estos momentos me habita el recuerdo de esa casa entrañable de
paredes blancas y balconcito celeste, de cara al río y su eterno murmullo.
¿El recuerdo? Sí, nada más que el recuerdo. Ocurrió
que en verano de 2010, la crecida del río Lucre la destruyó. Con las aguas, el
lodo y las piedras se fueron la tienda y sus dulces magníficos, el pasadizo
sombrío y breve, el querido patio donde
tantas veces corrí y dejé libre mi risa, el huerto donde parecía crecer el
verde en todos sus matices, rincones amados que nunca más volveré a ver.
Desde ese lejano viaje a las tierras
antiguas del Cusco nunca más pude regresar. Hoy si lo hiciera sería para
visitar la tumba de los abuelos y lo poco o nada que queda de su casa. En
realidad nada. Es una pena. Mi hermano me contaba que unos meses antes del
desastre (creo que octubre de 2009), el abuelo decía orgulloso a mi mamá y a
mis hermanos: “¡Ah, mi casa!”. Los abuelos amaban su casa, allí habían hecho su
vida desde 1939, allí habían nacido y crecido sus siete hijos… Hoy tengo que
hablar de ella como un espacio o territorio lejano, lo peor, desaparecido.
Los abuelos han partido. Una sensación de
fragilidad y fugacidad me embarga, nos embarga, en realidad. Como lo escribí en
la entrada anterior, ya jamás ocurrirá que llegue a Lucre y mis abuelos en su
casa como esperando para compartir alguna conversación, algunas risas, algún
pan preparado por las manos mágicas de mi abuela, la alegría, su amor
inconmensurable. Ellos se han ido y Lucre es herida.
En esta noche nostálgica, si algo más
recuerdo de ese ya lejano viaje es cuando nos íbamos a dormir al segundo piso.
Un balcón y una pequeña ventana miraban hacia el río, que entonces, no estaba
canalizado. Su voz, diría mejor, sus voces insistentes e inquietantes lo
invadían todo, incluso mis sueños. Entonces sucedía que en medio de la noche
abría los ojos. Todos dormían, los únicos despiertos éramos el río y yo. Aguzaba
el oído, intentaba descifrar sus mensajes hasta que ese rumor me llevaba nuevamente
hacia el sueño.
Así fue todas las noches que dormimos en Lucre. Incluso alguna vez me atreví a levantarme y con sigilo me aproximé a una de las ventanas (ya no recuerdo cuál) en el afán de mirar el río, de descubrir su rostro nocturno. Imposible, la noche me lo ocultaba. Regresaba nervioso, entonces, a la cama con un extraño sabor a derrota por no haber columbrado su faz que se abría camino entre la noche, por no haber desentrañado su mensaje que era territorio prohibido para los que veníamos de lejos.
Así fue todas las noches que dormimos en Lucre. Incluso alguna vez me atreví a levantarme y con sigilo me aproximé a una de las ventanas (ya no recuerdo cuál) en el afán de mirar el río, de descubrir su rostro nocturno. Imposible, la noche me lo ocultaba. Regresaba nervioso, entonces, a la cama con un extraño sabor a derrota por no haber columbrado su faz que se abría camino entre la noche, por no haber desentrañado su mensaje que era territorio prohibido para los que veníamos de lejos.
Ese río Lucre que desde siempre recorrió el
pueblo dejando el tajo de su cauce, ese río atravesado por un puente diminuto
de piedra que es el orgullo de los lucreños, angosto río, cobijo de pececillos
que el abuelo gustaba saborear. Eterno mensajero cuyos murmullos me llenaban de
asombro e inquietud por lo oscuro y misterioso de sus mensajes.
Río Lucre, unas veces padre y otras verdugo.
Continuará…
Morada de Barranco,
12 de noviembre de 2012.
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Nota: Debo agradecer las fotos a mi hermano Arturo.
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