Me gusta la vida enormemente…
César Vallejo
Terminan mis vacaciones de medio año. Dos
semanas que me han permitido hacer algunas cosas pendientes que se iban
postergando por los trabajos que muchas veces te dejaban agotado, sin tiempo.
Sin embargo, entre las múltiples labores, surgían mágicamente pequeños espacios
libres que eran motivo suficiente para saldar ciertas cuentas, por ejemplo,
embarcarme en agradables sesiones donde visionaba películas mudas. Encantado
disfrutaba de las bondades del cine silente al que algunos, equivocadamente,
llaman cine primitivo o “antiguallas”, al referirse despectivamente a estos
films: empero, qué actuales y modernas son Sunrise
(1927), una sencilla historia dramática que es una ofrenda insuperable al
amor; El maquinista de La General (1927), donde se teje la valentía del hombre
que nunca sonríe en actos atrevidos e ingenuos (puros, diría mejor) para
rescatar su tren y con él a su amada en plena Guerra de Secesión o El hombre de la cámara (1929), película
donde se desarrolla casi todas las posibilidades expresivas de este, para
entonces, nuevo arte a manera de canto optimista a los nuevos tiempos.
Ya en pleno disfrute de mis catorce días de
descanso, no solo visionaba películas (siempre lo hago), sino que saldaba
algunas deudas pendientes con ciertos libros que con mucha paciencia me
esperaban: Las palmeras salvajes de
William Faulkner (por cierto en traducción de Borges) novela que tanto marcara
a José María Arguedas, la deliciosa y nunca bien ponderada Memorias de Mamá Blanca de Teresa de la Parra y un libro breve y
contundente al cual siempre que puedo regreso: Los Ingar de Carlos Eduardo Zavaleta. Y música, mucha música (el
gran Johannes Brahms y sus conciertos para piano, Schubert y la brevedad eterna
de sus Impromptus, el vulnerable Schumann conmoviéndome con su Langsam, luego rock,
boleros, baladas, en fin): alguien por allí dijo alguna vez que vivir de
espaldas a la música era un error, suscribo esas palabras, las hago mías: no se
debe vivir sin música, no se puede, es imposible.
Tres pasiones de mi vida, entonces, cine,
lectura y música copan triunfalmente muchas horas de estas mis ansiadas
vacaciones. Pero no es todo. Necesito alejarme de la urbe, entrar en contacto
directo con la naturaleza para desenterrar lo que tengo de árbol, de río, de
montaña, de cielo despejado. Mi arcadia me espera y yo voy en busca de ella.
No parto solo a Canta, como en otras
oportunidades viajan conmigo Rita y Kathia y como hasta entonces nunca había
sucedido, nos acompañan la mamá de Rita, doña Laura y mi cuñada Cathy. Preparadas
ya las cosas partimos dispuestos a la aventura en un viaje de tres días. Llegar
al kilómetro 22 no fue difícil. Una vez allí, en medio de una garúa pertinaz y
de un cielo gris, nos embarcamos en una Van. Conforme avanzamos notamos los
cambios en el paisaje, atrás van quedando lo opaco y lo gris de la costa
limeña. Llevamos ya casi dos horas de viaje, la carretera la están ampliando
(beneficios de los nuevos tiempos). A ocho kilómetros de Canta el carro se detiene,
una hilera de autos tiene que esperar la orden del pase. Son las 10 de la
mañana, en media hora se podrá continuar con el viaje hasta llegar al destino. Mientras
tanto, embelesado con el paisaje capturo imágenes con la cámara (la Kodak, como
decían los vanguardistas).
El paisaje es impresionante: enormes
montañas parecen cerrarse sobre nosotros, muchos árboles semejan trepar por
ellas como si fueran incansables viajeros, la carretera es apenas un hilo que
entre los cerros atrevidamente se despliega. El cielo límpido y de un azul
nunca visto en la costa con alguna que otra nube extremadamente blanca roba
nuestras miradas en tanto un Sol esplendoroso descarga sobre nosotros una luz
que hiere los ojos. Muy cerca, a un lado de la carretera, el río transita y nos
ofrece la grata música de sus aguas entre las piedras (se me hace inevitable
recordar aquellos versos del maese Garcilaso cuando decía: Por donde un agua clara con sonido / atravesaba el verde y fresco
prado…). Todo esto no puede ser sino el Edén, pienso, mientras cámara en
mano perennizo en instantáneas (como se decía antes) algunos ángulos del
paisaje.
Se reanuda el viaje. Esta vez ya no habrá la
típica subida que nos permitía ver los rostros de los apus protectores de
Canta. Debido a los trabajos en la carretera llegamos al pueblo por Obrajillo.
La gama de verdes de esta naturaleza majestuosa me hace pensar que me faltan
ojos para abarcar toda esta maravilla y no exagero. Poco a poco nos aproximamos
al kilómetro 101, a 2837 msnm, hasta que llegamos, eufóricos de sol y de verde,
mucho verde. Inmediatamente nos dirigimos al hotel, el querido hotel Santa
Catalina, bella casona de dos pisos, un
patio interior que permite tomar sol o respirar los buenos aires de este
pueblecito serrano, y un restorán elegante y limpio que nos asegura buena
comida y a precios más que aceptables.
Es la octava vez que llego por estos lares. Siempre a mitad de año. Siento que este pueblo ya es parte de mi vida o yo soy ya parte de él: ocurre que ni bien llego y pongo el primer pie, una inexplicable energía me invade y me hace sentir no un extraño viajero que llega con ojos de turista sino alguien que se reencuentra con su esencia luego de muchos meses de dura brega en la urbe. Amo la ciudad, he crecido y me he formado en ella, pero no puedo vivir sin sentir que soy parte del tercer planeta a través de los árboles, los pájaros, los ríos, el cielo limpio de este pueblito encantador a quien yo denomino mi arcadia.
Debo confesar que hay cosas que siempre hago
cuando estoy en Canta, son actividades como pequeños ritos que no tienen nada
de excepcional, por ejemplo, salir a caminar muy temprano por las silenciosas y
aún frías calles de Canta, observar la hermosa estructura de la torrecilla de
la Capilla de Calapachito, visitar el
puquio de Huaytara.
Ni bien amanece (mientras Rita y Kathia aún duermen), salgo a las calles todavía
silenciosas de Canta, cámara en mano. Me cruzo con uno que otro poblador y debo
decir que disfruto mucho cuando nos saludamos. En este deambular matutino
constato la belleza de las casas canteñas hechas con adobes de un barro oscuro,
la sencilla elegancia de sus portadas, ventanas y balcones, percibo también el
abandono de muchas de ellas y como lunares una que otra casa con diseño dizque
moderno (en realidad huachafo y de mal gusto) que rompe el perfil arquitectónico de algunas
calles. Si algo debo criticar de este bello pueblo es el techado de sus casas,
todas ellas con calamina, no he visto ninguna con las tradicionales tejas
andinas. Supongo que por cuestiones económicas y prácticas han sido
reemplazadas por estas planchas grises e impersonales. Si los habitantes se
empeñaran en regresar al uso de las artesanales tejas creo que tornarían al pueblo más encantador de lo que
ya es, le devolverían parte de ese espíritu perdido.
En estas caminatas que se han tornado ya en una costumbre de mi estadía, llego a la Capilla de Calapachito, ya casi cuando el pueblo está terminando y a poca distancia de la plaza principal. Siempre me llamó la atención el bello diseño de esta torrecilla o cupulín, los colores que emplean para pintarlo: todos los años la capilla ofrece a la vista una nueva fiesta de colores, salvo estos dos últimos años. Ya cerca de las siete de la mañana, antes de regresar al hotel, paso por la panadería (la misma de siempre) y compro el pan (su variedad me asombra) y el queso necesarios para el desayuno, así premunido de comida regreso al hotel.
Huaytara es un ojo de agua que se encuentra
en una pequeña quebrada, es un lugar donde se han tejido muchas leyendas,
algunas de ellas atemorizantes. Este bello rincón se encuentra a cuatro
canciones de Canta. ¿Cuatro canciones? Efectivamente. Lo he comprobado ahora.
Salí muy temprano del hotel, seis de la mañana, exacto. Cuando salía del
pueblo, prendí el MP3 y me puse a escuchar, en tanto caminaba en bajada, esa
colección de hermosas canciones que conforman el triple álbum de George
Harrison, me refiero a ese must have llamado All Things Must Pass. Justo al terminar la cuarta canción estaba frente
al puquio: un viento helado parecía hincar mi rostro y el silencio era roto por
el sonido relajante del agua del manantial. No hice lo que alguna vez, ponerme
a escuchar un álbum completo como el Pet Sounds de Beach Boys en comunión con
la naturaleza. Esta vez dejé que la música de las aguas de Huaytara fuera mi
única compañía. Varios minutos permanecí en el lugar y antes de retirarme mojé
mis manos en sus aguas, increíble, las aguas estaban tibias. Recordé lo que el
año anterior un lugareño me dijera: “Hay horas del día donde el agua es tan
tibia que uno puede bañarse tranquilamente”. Tenía razón. Y partí hacia el
hotel donde Rita y Kathia me estarían esperando.
Este año decidimos hacer un recorrido por la Cordillera de la Viuda, que está a tres horas en carro desde Canta, el lugar pertenece no a Lima sino a Junín, se encuentra a más de 4 500 msnm. Es un lugar salpicado de bellas lagunas (Torococha, Chuchún, Siete Colores) y un frío que parece cortar tus carnes permanentemente, recuerdo que el poeta Chocano escribió de manera certera refiriéndose a estas zonas altas: Silencio y soledad... Nada se mueve... / Apenas, a lo lejos, en hilera, / las vicuñas con rápida carrera / pasan, a modo de una sombra leve. Lamentablemente no hay vicuñas en la Cordillera de la Viuda, pero si abunda la piedra y solo crece el ichu, paja utilizada por el ganado como alimento y para techar las poquísimas chozas de los pastores. Algo sí preocupante, en este lugar fuimos testigos como las nieves van retrocediendo producto del calentamiento global, sin embargo la belleza del paisaje, a pesar de este problema, impresiona. Es por casi todos sabido que el principal enemigo del visitante poco acostumbrado a estas alturas es el soroche, pero ver el maravilloso espectáculo de la puna es impagable y digamos que justifica los riesgos.
Así transcurrieron los tres días, disfrutando del Sol, de los paisajes subyugantes, del cielo más azul que ninguno, tan opuesto al cielo color panza de burro de Lima, el cielo sin cielo de mi ciudad, como lo llamó alguna vez el poeta Sebastián Salazar Bondy. El clima seco, las noches rotundas donde no se adivinan siquiera las siluetas de las montañas que rodean a Canta, ese cielo estrellado y con Luna que nos hizo compañía en las dos noches que permanecimos allí, todas estas experiencias tornaron inolvidable la visita y una nostalgia anticipada se depositó en nosotros cuando la hora de la partida se acercaba.
En fin, para terminar esta entrada quiero citar lo que en una oportunidad anterior escribí: el contacto con la naturaleza siempre es necesario, es como volver a las fuentes, un retorno a las viejas raíces que nos llaman (aunque a veces somos sordos a esas voces). Lo que nuestros ojos descubran o redescubran en este territorio ya no es solo asunto de experiencia material, la cosa va más allá, es un asunto (así lo creo yo) de lecturas, de descifrar lo que tras ese majestuoso paisaje se esconde. De ahí que no entienda a aquellos que me dicen cosas como: “¿Otra vez al mismo lugar?”.
Continuará…
Morada de Barranco, 11 de agosto de
2012.
Que ganas de viajar por el Perú, tan hermoso.
ResponderEliminarSaludos
David
http://observandocine.com/
Gracias, David. Efectivamente, tan hermoso el Perú. Te sigo leyendo. Un abrazo y gracias por la visita.
ResponderEliminarBellos paisajes, nuestro Perú es mágico
ResponderEliminarTienes razón, nuestro país es mágico, misterioso.
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