“Dificultad que se vence a fuerza de perforarse el hueso íntimo”.
Xavier Abril
La maldita costumbre de doblar las películas. Hace unas semanas desistí en acompañar a Rita y a Kathia al cine para ver la última película de Martin Scorsese, La invención de Hugo. La razón para algunos tal vez no tenga importancia, pero para mí sí (y creo que para cualquiera que ame el cine): la película estaba doblada al castellano para facilitar la comprensión a los niños, dizque (y yo agregaría que también para los ociosos).
Tengo para mí que una película debe ser visionada en el idioma original, no hacerlo la mutila y la distorsiona, y desde mi perspectiva se torna en una falta de respeto para el público. Antes de negarme a ir al cine para ver Hugo, revisé minuciosamente la cartelera, tenía la esperanza de hallar un cine, uno solo, donde proyectaran la película con subtítulos. Decepción absoluta. Todas ofrecían la película doblada como si este anuncio fuera la gran ganga de la temporada. Como lo dije antes, decidí no ir. Era mi protesta ante esa mala costumbre, que por estos tiempos impera, de querer facilitar todo, como si cualquier esfuerzo (hasta el más mínimo) fuera dañino, como si enfrentar el reto de lo difícil fuera asunto del pasado, una costumbre reñida con los nuevos tiempos. Pamplinas.
En el colmo de la desfachatez de los que quieren decidir por uno, debo mencionar que en mi búsqueda de un cine donde proyectaran Hugo como tiene que ser, solo encontré por allí una sala de cine que ofrecía la película en su versión original, pero en una zona bastante alejada y en un horario en el que yo ya estoy en el sobre porque al día siguiente hay que trabajar: pareciera que los que quieren decidir por ti se hubieran empeñado en hacer de las personas que no aceptan sus descabelladas ideas en una suerte de marcianos a los cuales se les señala lugar y hora para que confluyan sin ser vistos.
¿Qué es lo que pasa, me pregunto, por la cabeza de los distribuidores y de los dueños de los cines? ¿Qué es lo que está ocurriendo, en realidad, con casi todo? Nada escapa ahora de esta absurda filosofía del facilismo, de esa suerte de cucharita mágica que han creado para hacer de todo algo simple y tonto. ¿Cuál es el concepto que tienen estos señores, si es que lo tienen, de nosotros? Creo que la respuesta a todas estas interrogantes sin mucho cavilar es obvia: el puro interés por el dinero, el tener cada vez más sus arcas repletas con el vil metal (Poderoso caballero / es don Dinero, dice una Letrilla de Quevedo del siglo XVII) sin importarles para nada idiotizar a la gente. No es novedad esta actitud, pero hoy es más descarada.
En estos momentos yo recuerdo los cada vez más lejanos tiempos de mi infancia, cuando con mis padres o solo iba al cine. No importaba qué película iba a ser proyectada, a veces ni sabía qué iban a pasar, simplemente salía de casa emocionado y con una disposición cuasi religiosa y debo decir que cuando no sabía leer, miraba arrobado las películas, abandonado a las puras imágenes, sin entender nada porque mis pocas letras o mis tropiezos en el ritmo de la lectura no me permitían descifrar los subtítulos, así que solo me quedaba imaginar de qué hablaban los personajes, inventaba yo mis propias historias, las películas se tornaban a través de mi imaginación en otras. Pero jamás una protesta, nunca un “no entiendo”, siempre a la aventura, porque ver una película entonces era más que nunca una curiosa y bella aventura.
Y así desfilaron ante mis ojos, por aquellos años, varios péplum (o películas de romanos), varias películas de guerra, varios western (o películas de vaqueros) donde la imagen de un señor alto y de caminar muy particular con pistola al cinto llamaría mi atención porque nunca moría, años después me enteraría que era John Wayne, ese conquistador del oeste que fue conquistado por una peruana en la vida real. Pero el cine no acababa con la función, la historia continuaba porque en el trayecto de regreso me veía como uno de los personajes del film, entonces dale con la espada, dale con la pistola, dale con el casco: el cine se prolongaba durante días pues me hacía vivir vidas y situaciones imaginarias que me alimentaban. Pero siempre a lo difícil, a lo desconocido así no supiese leer y escribir.
Pero lo que hoy pasa con el cine también ocurre con otras cosas, por ejemplo, cierto sector del mal llamado periodismo, de la televisión basura, de la literatura…Y nadie reclama o nadie protesta. Un marasmo y conformismo nos rodea y nos invade. En ciertos medios escritos, en ciertos programas de televisión se ha enquistado la inmundicia, lo adjetivo, la anécdota vulgar, la difamación disfrazada de libertad de expresión, la mugre que no tiene, que no debe ventilarse porque a nadie debería interesarle, pero astutamente han condicionado a la gente a sentir la necesidad falsa de consumir lo puramente frívolo y descartable, lo fácil, lo perecible, lo que de antemano tiene ya fecha de caducidad.
Por estos días estoy embarcado en seguir las aventuras y peripecias de una mexicana en la serie llamada La reina del Sur. Hay que reconocer que la serie es entretenida y refleja, creo yo, muy bien ese submundo del narcotráfico. Sin embargo, me he enterado hace un par de semanas, a través de un reportaje, que Televisa había censurado y suprimido varias escenas de la serie porque las consideraba muy fuertes y ofensivas para su público. ¿Qué?, ¿cómo?, ¿los abanderados de la doble moral transformados en censores, en filtros de la moral y las buenas costumbres? Me pregunto, ¿con qué autoridad moral Televisa hace eso? ¿Acaso no es Televisa aquella gran transnacional que embrutece a diario a todo aquel que vea sus esperpénticos culebrones, telenovelas, telelloronas (o como se las quiera llamar)? ¿No son ellos los que día a día invaden los hogares con estúpidas historias de venganzas y de amores insufribles e insustanciales? Sí, pues, la televisión también subida al coche del descerebre: cuanto menos piense la gente, mejor: hay que seguir dándoles circo.
En el mundo de los libros también ocurre algo semejante: ese oscuro interés por querer hacer digeribles las cosas, por evitarles toda lucha contra lo dificultoso. Hoy somos testigos como las grandes obras son sustituidas (incluso en los colegios) por libritos insustanciales, opúsculos que nada aportan sino el letal entretenimiento para quienes no quieren pensar ni realizar un mínimo esfuerzo mental. Así vemos boquiabiertos y casi espantados cómo las obras de Balzac, Stendhal, Dickens, Dostoievski, Tolstoi, Melville, Proust, Zweig, Mann son postergadas y reemplazadas por libros ligeros o supuestamente sesudos (como los de autoayuda: pensemos sino en el grafómano Paulo Coelho). Cuanto menos esfuerzo, mejor: ¡adiós Montaña Mágica y Los miserables! ¡Hasta siempre Ilusiones perdidas y En busca del tiempo perdido! Se está instalando la ley del menor esfuerzo allí donde debería haberlo. Tiempos los nuestros donde lo banal impera y se ha hecho norma y no excepción.
Y, ¿qué pasa con la poesía? Un gran poeta peruano llamado Xavier Abril decía con respecto a ella: “La poesía no es un deporte. Debe plantear una dificultad para el lector. (…) La poesía debe ser lucha para el que la escribe y para quien la lee”. Pero hoy en día, ¿cuántos son los que leen poesía? Pocos, poquísimos, en realidad. Siempre fue así, pero hoy más que nunca. En una tierra de poetas (como lo es el Perú), la relación poetas y lectores siempre ha estado quebrada, hay una profunda brecha que los separa (salvo aquellos tiempos del Modernismo cuando Chocano hacía escuchar su voz y contaba con un público leal). En verdad hablando, los libros de poesía son los que menos se compran (o venden), de allí lo tirajes reducidos, de allí que el poeta se las pase las más de las veces regalando sus libros. La poesía, entonces, se ha vuelto un territorio muy poco transitado, una zona frecuentada por aquellos marcianos que, como los del cine, se ven aislados y son vistos como bichos raros. Lamentable.
POESÍA
La Poesía es una dificultad que se vence a fuerza de perforarse el hueso íntimo, de quemarse diariamente la sangre, incluso de perderse uno mismo más allá de toda intención y todo límite. No creo en las recetas preceptivas. La Poesía es un duelo a muerte que se realiza sin que nosotros podamos resistirnos, al contrario, nos gana y enajena. Ésta es su virtud. No hay zonas neutrales para la terrible experiencia que significa. Todo el ser le pertenece. En la medida que nos devora, salvamos en pura imagen lo perdido. Salimos ilesos de sus furias. No puede haber engaño: su temblor espásmase en la muerte.
Xavier Abril
Continuará…
Morada de Barranco, 06 de abril de 2012.
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