domingo, 18 de marzo de 2012

COMO EN LOS VIEJOS TIEMPOS DEL CELULOIDE


  
                                                                             y sus ojos resceptivos de celuloide. (*)
                                                                                                      Carlos Oquendo de Amat

   Seis de la tarde. Solo en casa pongo en orden mis papeles, reviso algunos libros, ordeno mis películas, mientras breves tragos de un negro, humeante y amargo café acompaña mis afanes. Rita y Kathia han salido. Supongo que dentro de unos momentos, sentado en el sillón amigo, me dispondré a visionar por segunda vez una película muda que me impactó la primera vez que la vi, de eso hace ya algo más de dos años. Me refiero a La caja de Pandora, también conocida como Lulú, film dirigida por Georg Wilhelm Pabst el año 1929.  








   La imagen sensual, tentadora de Louise Brooks, la protagonista,  es imborrable: su sexualidad expresada en su mirada felina y seductora, en su sonrisa perturbadora; la atracción que ejerce y conduce hacia la destrucción irremediable de todo aquel que de ella se enamore; su piel extremadamente blanca que contrasta con su nigérrimo cabello que luce un corte particular (corte Louise Brooks o Lulú como se le conoce hasta hoy en día) se impusieron y la convirtieron en un icono erótico, en una vampiresa que curiosamente arrastraba un halo de niña ingenua, pero vampiresa al fin. Como decía un personaje de la película: "Uno no se casa con una mujer como ella". Para terminar casándose con esta mujer destructiva, a pesar de que esto significaba la muerte del arrebatado amante. Así de peligrosa era la conmovedora Lulú. Sí, el cine mudo nos depara siempre sorpresas agradables, certezas visuales de su madurez alcanzada si, claro, nos atreviéramos a frecuentarlo más seguido.






   A raíz de las muchas premiaciones que The artist ha obtenido, de que mucha gente viera la película (que hay que reconocer, es entretenida) pareciera que hay un despertar, un interés por acercarse al cine primigenio, ese cine que a medio camino de su vida fue reemplazado en el gusto popular por el cine sonoro. Pero observo que este acercamiento es como el del que se acerca a un bicho raro, ajeno a sus experiencias, muchas veces con prejuicios: ¿resultado?, una vez visionados algunos de estos films, simplemente no se les comprende a cabalidad y viene el rechazo, tal vez porque nuestra experiencia con el cine estuvo siempre dominado por recursos como el color y el sonido, por los efectos especiales y la espectacularidad, y por qué no, por el estruendo y el ritmo frenético (acude oportunamente a mi memoria un film de René Clair cuyo título dice mucho: El silencio es oro).




   Debo reconocer en mi infancia y adolescencia la ausencia casi absoluta del cine mudo. Pero en mi memoria habita aquella tarde de domingo, ya casi noche, cuando en el ya desaparecido cine Zenith de Barranco, una vez concluida la película de la matiné, sorpresivamente proyectaron algunos cortos de Charlot. El personaje no me era desconocido, en casa o en el colegio debí enterarme de él, de su atuendo característico, de su gracia y humor en el cine…



   El corto que más recuerdo de esa tarde ya lejana es el de Charlot haciendo de hombre primitivo y lo recuerdo porque fue el primero que vi en mi vida. Después de esa experiencia con el cine mudo, en blanco y negro y con música de fondo, no hubo más hasta que la televisión intervino y pude ver varios cortos de Chaplin y Keaton. Hoy, ni que se diga, basta con entrar a internet para encontrar todas (o casi todas) estas películas inhallables en el pasado.






   Hará unos quince años o más, un amigo librero del Centro de Lima, para ser más precisos, de la calle Quilca, me contaba emocionadísimo que había conseguido un video de segunda mano (tercera, cuarta o no sé cuántas manos): "Es un joya", me decía, se refería a El pibe, y una luz de alegría salía de sus ojos y tornaba a sus libros en espejos de su emoción. "Sí", le dije, "es una joya, quién como tú". Me marché luego, rumiando por no ser yo quien hubiera encontrado ese trébol de cuatro hojas.



   Es curioso, pero cuando pienso en el cine mudo, en Charlot, por ejemplo, no puedo desligarlo de mi hija. Ella es una admiradora incondicional de Chaplin. Desde muy pequeña ha visto todos sus largometrajes, muchos de sus cortos. Con su poca edad tiene las cosas claras. En lo que se refiere al cine mudo, es decir. Para ella no hay Keaton que valga: Charlot es el dios mayor del cine mudo y un pedazo de la pared de su cuarto espera una foto del admirado mimo del bigotito, bastón y sombrero bombín.




   Varias veces he conversado con ella sobre su admirado actor. Ella sostiene con una contundencia que me apabulla que no hay nadie más gracioso en el cine, que Buster Keaton no le dice nada después de intentar con El maquinista de La General, que le fascina ver a Carlitos hacer bailar a los panecillos ensartados por dos tenedores, que se desternilla de risa cuando, en ropa de baño, se lanza a las aguas y se da un tremendo porrazo o que es impagable la escena aquella donde se come unos tallarines con serpentina incluida… Pero también me dice algo, casi para rematarme y para que ya no me pueda levantar: “Mi película preferida de Chaplin es Tiempos modernos”, y le doy la razón. En verdad hablando, envidio a mi hija. A su edad, en mi época, no había las ventajas informativas de estos tiempos. Qué iba yo a saber a los doce años que había una película llamada Tiempos modernos o Luces de la ciudad. Beneficios de la modernidad.




   En mi defensa he de decir que mi infancia y adolescencia olían a cine (el otro cine), a música y a libros (sobre todo chistes, comics les llaman ahora). Claro, nunca fui un nerd, como dicen los jóvenes hoy en día, refiriéndose a un congénere como si fuere un marciano porque sus gustos difieren del común: también mataperreaba, jugaba mis partiditos de fútbol en las pistas (¡ah!, la recordada calle Génova) o en terrales desaparecidos por la urbanización, me enamoraba hasta las cachas y sufría si era un amor no correspondido... Hoy, ya un hombre maduro, con muchísimas películas a cuestas (y libros y mucha música), puedo decir, me atrevo a decir que mis películas preferidas del cine mudo son las siguientes:

1. El gabinete del doctor Caligari, de Robert Wiene, 1919.
2. Nosferatu el vampiro, de F. W. Murnau, 1922.
3. El hombre mosca, de Harold Lloyd, 1923.
4. La quimera del oro, de Charles Chaplin, 1925.
5. Metrópolis, de Fritz Lang, 1927.
6. Amanecer, F. W. Murnau, 1927.
7. El maquinista de La General, de Buster Keaton, 1927.
8. Un perro andaluz, de Luis Buñuel, 1927.
9. La pasión de Juana de Arco, de Carl Theodor Dreyer, 1928.
10. El hombre de la cámara, de Dziga Vertov, 1929.
11. La caja de Pandora, de Georg Wilhelm Pabst, 1929.
12. Luces de la ciudad, de Charles Chaplin, 1931.

   Sé que alguien podría decir que faltan en la lista films tan importantes como Intolerancia, El acorazado Potemkin, Avaricia, etc., pero toda lista, aparte de que es inútil, es parcializada e incompleta, y esta no podía ser la excepción. Es una humilde lista de alguien apasionado del cine que expresa su gusto en este puñado de films mudos.




   Para mañana, como ya es costumbre en casa, veremos Rita y yo (ella por primera vez) The artist, bella película muda contemporánea, un homenaje al cine de los primeros tiempos, ese cine mudo que desarrolló su propio lenguaje (sutil y sofisticado, pensemos, por ejemplo, en la película de Murnau de 1924: El último, que no tiene ningún rótulo) y que lamentablemente quedó trunco con la irrupción del cine sonoro (el realizador Jacques Feyder preguntaba entonces: "¿Qué puede interesar al cine el cine sonoro?", a tal perfección había llegado el amado cine de la imagen silente) y posteriormente del color, pero esta ya es otra historia. Por hoy me quedo aquí.




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(*) Así aparece en el libro de 1927.



   Continuará…


                                          Morada de Barranco, 18 de marzo de 2012.

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