sábado, 29 de marzo de 2025

UNAS PALABRAS PARA EL MAR

 

 

                                                               Si quieres saber de mi vida,

                                                               vete a mirar al Mar.

                                                                                   Martín Adán

 

 

   Voy a ser sincero: amo el mar, pero detesto “ir a la playa”. No siempre fue así, mi infancia estuvo salpicada de “bajadas a la playa”, esas citas impostergables con el mar (aunque las primeras estaban teñidas, debo reconocerlo, por el miedo y las lágrimas). Cómo olvidar los famosos y desaparecidos Baños de Barranco, su salón central que se transformaba en pista de baile, punto de encuentro de los jóvenes de entonces, quienes bailaban desatadamente los ritmos que con su furor habían invadido sus vidas. Todavía me veo caminar, pequeño (tendría cinco años), asombrado, asustado (¿por qué no?) entre las piernas salinas y playeras de muchos jóvenes que danzaban entusiasmados las canciones de un grupo que tocaba y cantaba en vivo (¿qué grupo sería?, ¿los Dolton’s?, ¿los Shain’s?, ¿los Silverton’s?, ¿los Datsun’s?, ¿los Golden Stars?).





  Viejos recuerdos que asoman por estos días en que el Sol se va despidiendo y todavía se atreve a desplegar su luz y calor. Debo reconocerlo, aunque varias veces lo expresé: yo añoro los días de invierno, de ese invierno típicamente limeño: tímido, húmedo, gris, poco agresivo, pero que cala hasta los huesos, incluso si uno anda bien abrigado. Alguna oportunidad lo comenté con Rita: “Amo sinceramente el mar”, ha estado casi siempre presente en mi vida. Lo amo entrañablemente en invierno. Aunque mis primeros recuerdos del mar tienen que ver con el verano. Incluso alguno implicó un descubrimiento, cuando con ocho años, creo, ya al atardecer y con los bañistas ausentes, me acerqué a donde ya nadie lo hacía, el famoso salón de baile de los Baños de Barranco que había sido destruido para ampliar una pista: ahora era un cementerio silencioso e interminable de chapas oxidadas, fierros retorcidos, maderos astillados. Comprendí que algo había concluido y empezaba un nuevo tiempo con sus nuevos aires y junto a ello, algo que en ese momento por mi edad no sabía qué podía ser: tristeza, nostalgia, una sensación de pérdida, de despojo por lo que se destruía y afectaba de alguna o muchas maneras mis recuerdos.





   El mar, el verano: la infancia. Ahora que lo pienso, no conservo un recuerdo, un solo recuerdo de adolescencia con amigos en la playa. ¿No tuve acaso amigos? Claro que sí, como cualquiera. Pero nunca “bajé a la playa” con amigos. Mi adolescencia tuvo, sí, como paisaje en algunas circunstancias de mi vida al mar, pero desde una prudencial distancia: desde los barrancos de Barranco. Aquellas largas conversaciones con amigos en el malecón, conversaciones acompañadas con cigarrillos (que hoy con acierto hemos dejado) y algunas veces con licores de extrañas denominaciones. Horas interminables frente al mar que extendía su amplia sábana ante nuestros ojos que estaban más pendientes y atentos de nuestras cuitas juveniles: el amor, la música, el fútbol, los estudios, los libros.





   ¿Será que allí, en mi adolescencia, nació mi rechazo a ir de veraneo a la playa? No lo sabría decir, solo sé que no le encuentro sentido al hecho de estar tumbado mucho tiempo sobre la arena a merced del entrometido Sol cual si fuere un lobo marino o un cachalote varado. No es ese el ocio al que yo aspiro, ese no hacer nada que no sea estar tumbado. Aunque suene contradictorio, para mí es una pérdida de tiempo. Si algo siempre deseo hacer es viajar o, si estoy en Barranco, leer, escribir o ver el mar y transitar por una playa envuelta por el misterio del invierno, de la espesa bruma invadiéndolo todo, cubriéndolo de magia y de siluetas que como fantasmas te van rodeando hasta ser tú mismo uno de los tantos espectros de este paisaje surrealista.





   En definitiva, amo cualquier lugar que me permita realizar lecturas, y el mar es un magnífico espacio para ello, como también lo son las montañas, el desierto o un bosque; es decir, lugares que me lleven al descubrimiento y al asombro no solo geográfico. Por eso puedo afirmar, sin arrepentimiento alguno, y a estas alturas de mi vida algo tan contundente como esto: detesto “ir a la playa”, veranear en las costas de cualquier balneario (por muy pintado que sea), pero si algo tengo claro es que amo el mar como pocos lugares y creo que no podría vivir muy alejado de él, me sería imposible.






   Continuará…

 

 

 

                                       Morada de Barranco, 29 de marzo de 2025