Si quieres saber de mi vida,
vete a mirar al Mar.
Martín Adán
Voy a ser sincero: amo el mar, pero detesto
“ir a la playa”. No siempre fue así, mi infancia estuvo salpicada de “bajadas a
la playa”, esas citas impostergables con el mar (aunque las primeras estaban
teñidas, debo reconocerlo, por el miedo y las lágrimas). Cómo olvidar los
famosos y desaparecidos Baños de Barranco, su salón central que se transformaba
en pista de baile, punto de encuentro de los jóvenes de entonces, quienes
bailaban desatadamente los ritmos que con su furor habían invadido sus vidas.
Todavía me veo caminar, pequeño (tendría cinco años), asombrado, asustado (¿por
qué no?) entre las piernas salinas y playeras de muchos jóvenes que danzaban
entusiasmados las canciones de un grupo que tocaba y cantaba en vivo (¿qué
grupo sería?, ¿los Dolton’s?, ¿los Shain’s?, ¿los Silverton’s?, ¿los Datsun’s?,
¿los Golden Stars?).
Viejos recuerdos que asoman por estos días en
que el Sol se va despidiendo y todavía se atreve a desplegar su luz y calor. Debo
reconocerlo, aunque varias veces lo expresé: yo añoro los días de invierno, de
ese invierno típicamente limeño: tímido, húmedo, gris, poco agresivo, pero que
cala hasta los huesos, incluso si uno anda bien abrigado. Alguna oportunidad lo
comenté con Rita: “Amo sinceramente el mar”, ha estado casi siempre presente en
mi vida. Lo amo entrañablemente en invierno. Aunque mis primeros recuerdos del
mar tienen que ver con el verano. Incluso alguno implicó un descubrimiento,
cuando con ocho años, creo, ya al atardecer y con los bañistas ausentes, me
acerqué a donde ya nadie lo hacía, el famoso salón de baile de los Baños de
Barranco que había sido destruido para ampliar una pista: ahora era un
cementerio silencioso e interminable de chapas oxidadas, fierros retorcidos,
maderos astillados. Comprendí que algo había concluido y empezaba un nuevo
tiempo con sus nuevos aires y junto a ello, algo que en ese momento por mi edad
no sabía qué podía ser: tristeza, nostalgia, una sensación de pérdida, de
despojo por lo que se destruía y afectaba de alguna o muchas maneras mis
recuerdos.
El mar, el verano: la infancia. Ahora que lo
pienso, no conservo un recuerdo, un solo recuerdo de adolescencia con amigos en
la playa. ¿No tuve acaso amigos? Claro que sí, como cualquiera. Pero nunca
“bajé a la playa” con amigos. Mi adolescencia tuvo, sí, como paisaje en algunas
circunstancias de mi vida al mar, pero desde una prudencial distancia: desde
los barrancos de Barranco. Aquellas largas conversaciones con amigos en el
malecón, conversaciones acompañadas con cigarrillos (que hoy con acierto hemos
dejado) y algunas veces con licores de extrañas denominaciones. Horas
interminables frente al mar que extendía su amplia sábana ante nuestros ojos
que estaban más pendientes y atentos de nuestras cuitas juveniles: el amor, la
música, el fútbol, los estudios, los libros.
¿Será que allí, en mi adolescencia, nació mi
rechazo a ir de veraneo a la playa? No lo sabría decir, solo sé que no le
encuentro sentido al hecho de estar tumbado mucho tiempo sobre la arena a
merced del entrometido Sol cual si fuere un lobo marino o un cachalote varado.
No es ese el ocio al que yo aspiro, ese no hacer nada que no sea estar tumbado.
Aunque suene contradictorio, para mí es una pérdida de tiempo. Si algo siempre
deseo hacer es viajar o, si estoy en Barranco, leer, escribir o ver el mar y transitar
por una playa envuelta por el misterio del invierno, de la espesa bruma
invadiéndolo todo, cubriéndolo de magia y de siluetas que como fantasmas te van
rodeando hasta ser tú mismo uno de los tantos espectros de este paisaje
surrealista.
En definitiva, amo cualquier lugar que me
permita realizar lecturas, y el mar es un magnífico espacio para ello, como
también lo son las montañas, el desierto o un bosque; es decir, lugares que me
lleven al descubrimiento y al asombro no solo geográfico. Por eso puedo
afirmar, sin arrepentimiento alguno, y a estas alturas de mi vida algo tan
contundente como esto: detesto “ir a la playa”, veranear en las costas de
cualquier balneario (por muy pintado que sea), pero si algo tengo claro es que
amo el mar como pocos lugares y creo que no podría vivir muy alejado de él, me
sería imposible.
Continuará…
Morada
de Barranco, 29 de marzo de 2025