lunes, 29 de agosto de 2016

PINTISHMACHAY II





                                                              El sol el aire la lluvia el viento
                                                                                César Moro





   Luego de escuchar la historia de Mama Huari, a pocos metros de la caverna de la transformación y frente a los Trece Guardianes, la caminata en ascenso continuó. No vaya a pensarse que es un trayecto largo, es una caminata de veinte minutos aproximadamente hasta que se llega a la que yo llamo la doble caverna de Pintishmachay.








   En el camino, un viento helado y filudo pareciera herir el rostro y es necesario por precaución abrigarse la cabeza, pues el soroche (mal de altura) acecha. Un sendero angosto se abre entre dos montañas. El paisaje es impresionante, avanzamos rodeados de piedras, rocas, misteriosas cavernas que salpican el camino, nuestros ojos no se dan abasto para ver tanta maravilla. Una cosa sí es cierta, el ichu es el amo y señor de estos parajes.








   La fatiga parece dominarnos, de rato en rato nos detenemos para tomar oxígeno. Si algo llama nuestra atención son los extraños cantos de aves cuyos nombres hemos olvidado. Una de las aves que más recuerdo es un pájaro que a la distancia parece un pájaro carpintero, solo que este horada no madera sino la piedra. Son esas aves sagradas del antiguo Perú que parecieran darnos la bienvenida a este lugar remoto, cargado de tanta historia y mucho misterio.








   El sendero bordeado de piedras nos acerca cada vez más a la caverna, avistamos apachetas, esos montículos de piedra cuyo origen era un asunto práctico y de seguridad, como nos dijo Annie, antiguamente los caminantes marcaban el lugar por donde habían pasado para que al regresar no equivocaran el camino. Hoy las apachetas tienen otra connotación: los caminantes colocan una piedra sobre otra para pedir un deseo, la piedra debe ser del tamaño de lo que se solicita, cuanto más grande el deseo, más grande la piedra.








   Al respecto de la piedra y su relación con el antiguo Perú, en el Diccionario de Mitos y Leyendas dice: “En el mundo andino la roca es un objeto de culto, que posee un simbolismo y trascendencia difíciles de comprender para nuestra mentalidad citadina. Las principales huacas (santuarios o adoratorios) de las culturas precolombinas fueron de roca, sobre ella plasmaron lo que hoy denominamos pinturas rupestres y petroglifos, construyeron geoglifos (motivos y dibujos realizados con rocas sobre el paisaje), las tallaron finamente y realizaron construcciones monumentales, también muchos de sus ídolos eran pétreos, sin contar las montañas y peñascos”.











   En efecto, la piedra ha sido y es presencia constante en la historia del Perú (pienso en las pirámides de Caral, en el lanzón de Chavín, en la ciudad de Kuélap, o en las construcciones pétreas de los huari y de los incas, en las iglesias barrocas a orillas del lago Titicaca o en Arequipa, la ciudad construida casi integramente con una piedra blanca llamada sillar. Incluso, un par de libros de dos grandísimos poetas peruanos tienen por título Pierre des Soleils (Piedra de Soles) de César Moro y La Piedra Absoluta de Martín Adán. La piedra es la memoria del Perú.








   Hasta nuestros días, todavía hay lugares donde para transitarlos, para que nada malo te suceda, según la costumbre, se ofrenda; es decir, se hace un pago: hojas de coca, cigarros, licor, un chorro de agua o... piedras. Dicen, los que algo saben al respecto, que si no se hace el pago respectivo algo malo podría suceder, incluso hasta perder la vida. Puede uno no creer en estas cosas, puede uno vivir de espaldas a las antiguas divinidades del Perú, pero si el pago se hace con respeto, vale, te protege.












   Hasta que llegamos, lo que a nuestros ojos se abre es la caverna de Pintishmachay: en sus paredes se ven trazos con una antigüedad que están entre los 2 000 a 8 000 años antes de Cristo. Por la cantidad de pinturas (se calcula que un aproximado de seiscientos) este lugar se convierte en el santuario de pinturas rupestres más grande del Perú. Estamos maravillados, los trazos son sencillos, pero en su sencillez hay una simbología que los estudiosos intentan descifrar, quizás en vano.











   Los colores obtenidos de plantas y probablemente de algunos minerales están presentes ante nuestros ojos: rojos, azules, celestes, negros, marrones… Las imágenes que vemos son en algunos casos simples trazos de dedos (cuatro líneas), o dibujos más complejos (en su sencillez): rectángulos o cuadrados (a manera de pircas), hombres con báculos (¿dioses?) o seres fantásticos (creo ver una especie de centauro sin cabeza), o la imagen que más me impactó: un animal (¿una vicuña?) sangrante, quizá la proyección del deseo de quien lo hizo: cazar a un animal como el de la pintura para cubrir sus necesidades primordiales, en fin, suposiciones que nos emocionan y nos conmueven: quienes estuvieron allí hace miles de años deseaban solo sobrevivir, continuar sus días.




















   Sus deseos se grabaron allí para que nosotros, sin que ellos lo supieran, los veamos conmovidos a la distancia. Pintishmachay es entonces un libro gigantesco, un libro cuyos autores se perdieron en el tiempo, pero allí, en las paredes de esa caverna quedó la caligrafía de sus sueños.






















   Continuará…







                                       Morada de Barranco, 29 de agosto de 2016.






sábado, 27 de agosto de 2016

PINTISHMACHAY I






                                                          Huyo de aqueste mar tempestuoso.
                                                                               Fray Luis de León






   Este año decidimos viajar a Tarma. Vacaciones de medio año: tiempo propicio para alejarse del “mundanal ruido”. Partimos el miércoles 3 de agosto, a la medianoche. El viaje debía durar, según la agencia, unas seis horas hasta Jauja y de ahí debíamos tomar un colectivo que nos lleve a Tarma, lo más pronto posible, un viajecito que calculamos como de una hora, en total: siete horas. Todo estaba planificado.








   Pero el viaje de Lima a Jauja duró diez horas, trabajos en la carretera lo alargaron hasta el aburrimiento. Se suponía que, según nuestros cálculos, a las seis de la mañana debíamos estar en la primera capital del Perú, no fue así, a esa hora recién estábamos en La Oroya. Nos esperaban, todavía, cuatro interminables horas de camino. Una vez en Jauja, ubicamos el paradero de los colectivos e inmediatamente partimos a Tarma, nos esperaba algo así como una hora  de camino. Efectivamente, a eso de las once de la mañana, la avistamos desde la carretera que iba en bajada serpenteante entre montañas y un sol esplendoroso.







     Ya en la ciudad, lo primero, el hospedaje. Ubicamos un hermoso hotel en la calle Huánuco: El Dorado, típica casona tarmeña de dos pisos (una de las pocas que quedan) de un antiguo hacendado, sin exageración alguna, gigantesca,  sus tres patios son la pruebas de lo que digo. Pero no solamente grande, todo pulcro, ordenado y una atención de primera hacen de este hotel una magnífica opción. Por ese lado, contentos de nuestro hallazgo. Ese primer día lo empleamos en recorrer Tarma, en descansar luego del viaje agotador.








   Al segundo día de nuestra estadía en la “Perla de los Andes” (así se le conoce a Tarma), nos embarcamos en un tour corto de seis horas, ¿destino? Pintishmachay, Tarmatambo y la hacienda La Florida. Fue espectacular, gratificante. El paisaje sobrecogedor de Tarma emociona y deja huellas profundas: las enormes montañas impresionan, sobre todo si quien las ve es un hombre criado en la costa. La lucha del hombre de estos lares por dominar la naturaleza impacta, lucha titánica que no solo es de ahora, esta viene desde épocas inmemoriales, ahí están los restos arqueológicos para demostrarlo, por mencionar uno solo, que hasta ahora se vienen utilizando: me refiero a los andenes prehispánicos (preíncas e incaicos) de Tarmatambo.








   Pero el viaje no hubiera sido igual si es que no hubiéramos contado con los servicios de un buen guía, en este caso, de una magnífica guía: Annie. Joven, muy bien informada, con una voz agradable y con muy buenos recursos para expresarse que hicieron de esta salida no solo algo impactante, sino también instructivo. Razones más que suficientes para terminar contentos con esta salida.









   Los tres puntos que conocimos ese viernes 5 de agosto están en las inmediaciones de la ciudad de Tarma, de los tres, del que hablaré ahora será de Pintishmachay, lugar que alberga, según los estudiosos, unas seiscientas pinturas rupestres, lo que lo convierte en el santuario rupestre más grande del Perú.








   En el camino, una breve parada para observar la hondonada donde se asienta la ciudad de Tarma desde el Mirador del elefante, así llamado porque desde ahí se ve nítidamente a una montaña que circunda a la ciudad con la forma de un elefante echado. Ahí nos enteramos, gracias a Annie, que donde se ubica Tarma, antes fue una laguna y que en algún momento lo volverá a ser. Al buscar alguna leyenda al respecto, hallé esta en versión adaptada de Steve Kruchinsky.








   Cuentan que allá en los lejanos tiempos del incario cuando el valle que ocupa la actual ciudad de Tarma, era una laguna de aguas azuladas y en cuyas alturas existían las populosas comarcas de "Tarmatambo" y "Punchaumarca", haber ocurrido este prodigioso acontecimiento.
   Cuando el gran Inca Huayna Cápac llegó a Tarmatambo, que por entonces era metrópolis de la tribu los Tarumas, al frente de un poderoso ejército para la conquista del maravilloso reino de los Shiris de Quito, hubo que dejar muy a su pesar en dicha localidad, al príncipe Yupanqui afectado de una extraña enfermedad, al cuidado de un hábil y experto curandero.
   Yupanqui que era uno de sus favoritos capitanes, porque además también le unían vínculos de sangre con el monarca; apenas pudo restablecerse de sus dolencias, decidió marchar prestamente tras el ejército imperial y cuando con su séquito ascendía por las alturas de "Carhuacatac" fue sorprendido por una violenta tempestad que obligo a refugiarse en una humilde choza de unos pastores, la mojada motivo la recaída del mal que lo afectara y hubo de guardar obligado reposo para su mejoría.
   Cushi Urpi, una bella pastorcilla, se esmeraba en prodigar atenciones al príncipe con marcada humildad. En efecto, largas noches había permanecido poniéndole en su frente y sus sienes caldeadas por una persistente fiebre, extrañas hojas frescas de yerbas medicinales. Y con qué alegría y admiración contemplaba la arrogante y hermosa faz del guerrero. Y el también contemplaba extasiado sus cuidados con cariño maternal y todas las mañanas cuando asomaba la aurora solían despertarla y se sentía atraído en forma irresistible por una singular expresión de aquel rostro agraciado y por el dulce acento de su voz, cuando le ofrecía humildemente sus alimentos.
   Y así en silencio fue naciendo en aquellas almas jóvenes un tierno amor, el príncipe ya no tuvo prisa en viajar y más bien trato de prolongar su estadía, por una extraña felicidad inundaba todo su ser, al sentirse al lado de la bella pastorcilla.
   Pero un día llegaron unos chasquis con la orden del Inca, para ponerse inmediatamente en marcha. Yupanqui notó que una inmensa tristeza se apoderaba de su ser, su espíritu fuerte y altivo, se diluyo como la sal en el agua. Por primera vez en su existencia una honda amargura, al pensar que tenía que perder para siempre al ser amado.
   Después de varios días de meditación, decidió tomar a Cushi Urpi por esposa y esta resolución comunicó prestamente a los hombres de su séquito y los padres de la pastorcilla, y estos le mostraron su negativa y al mismo tiempo su asombro, porque, ¿cómo era posible que un príncipe, de sangre real fuera a unirse en matrimonio con una humilde sierva?
   Yupanqui comprendió lo difícil de su situación y decidió a no perder a su amada, fue en busca y la halló pastando una manada de hermosos "pacos" (alpacas) por la ladera. Cushi Urpi requerida por el príncipe, le respondió que debía obedecer a sus padres.
   En este tremendo trance notó el guerrero que se le nublaban los ojos y al disiparse vio extasiado en el fondo del valle, una laguna azulada y en cuyas aguas se dibujaba un paisaje magnifico.
   Cushi Urpi que también contemplaba aquel bello espectáculo meditó un instante y pronto acudió a su mente una feliz inspiración y sumisamente se acercó ante el atribulado guerrero y le interrogo de esta manera: “Tú que eres príncipe y gran señor, tú que eres hijo del Sol, ¿serías capaz de convertir en fértil valle las aguas de aquellas extensa laguna?”.
   Yupanqui caviló breves momentos y prestamente blandiendo en sus manos una honda de finos colores, le repuso: “Y si tu deseo fuera cumplido, ¿consentirías ser mi esposa?”. La pastorcilla completamente turbada, le contestó afirmativamente, entonces el guerrero, impulsado por un misterioso designio postró sus rodillas en tierra y oró a su padre el Sol, con marcada devoción y enceguecido por los intensos rayos de su luz, inclinó su frente hasta rozar con la tierra.
   En aquel instante se escuchó un agudo silbido en el espacio y a corta distancia rodó por el suelo un trocito de oro, levantando en su caída una nubecilla de polvo. El joven guerrero prestamente se apoderó del áureo metal colocándolo luego en su honda, calculó la distancia con la aguda mirada de hábil guerrero y moviendo rápidamente en círculos el arma, lo lanzó con suma destreza al fondo del lago.
   A poco, apercibiéndose el estrépito de su caída, crujió la montaña, tembló la tierra, las aguas del lago se agitaron y aquellos felices amantes pudieron contemplar con asombro, que el elevado cerro que aprisionaba las aguas, se partió en dos para dar paso al agua de la laguna.
   La noticia de aquel prodigio cundió en la comarca de los Tarumas como el fulgor del relámpago. La unión de la joven pareja cumpliendo el pacto acordado se realizó con gran contento y algarabías de los fieles súbditos, las fiestas se prolongaron por muchos días, con diversas manifestaciones traducidas en cantos, danzas guerreras y bailes con vistosos atavíos, al término de los cuales, la feliz pareja hubo al fin de emprender viaje al nuevo reino conquistado, cumpliendo órdenes del inca Huayna Cápac.
   Desde aquel entonces, los felices Tarumas, convirtieron los terrenos que ocupaban las aguas de las extensas lagunas en un inmenso campo de cultivo, especialmente de maíz, traídos por los guerreros del glorioso ejercito Imperial, con el tiempo, en ese lugar se edificó la actual ciudad de Tarma.









   Pintishmachay se ubica en las cercanías de un pueblo llamado Huaricolca, este pueblo se halla a unos veinte minutos (en carro) de la ciudad de Tarma. Un camino asfaltado en subida nos lleva hacia el pueblo y a través de un desvío llegamos a la entrada del santuario: impresionante.








   La conformación rocosa, la casi ausencia de vegetación (salvo el ichu y algunas otras plantas) en un lugar que se halla a unos 3 200 metros sobre el nivel del mar, más el camino en ascenso en medio de un viento helado, a pesar de un Sol abrasador, dificultan un poco el trayecto: la amenaza del soroche acecha. Sin embargo, lo que nos rodea hace olvidar de a pocos las dificultades: estamos transitando un lugar de dioses, los viejos dioses del antiguo Perú, es un territorio de mitos y leyendas que vienen de los tiempos primigenios, no es poca cosa.








   En el camino a la doble cueva de Pintishmachay, Annie nos contó una leyenda sobre Mama Huari y sus trece hijos. Si la memoria no me falla, este relato anónimo cuenta lo siguiente:








   En tiempos pasados, existía una mujer poderosa llamada Mama Huari, esta tenía trece hijos. Como gobernante y como madre, Mama Huari había hechos las cosas bien. Sin embargo, cuando ya los hijos eran mayores empezaron a pelear entre ellos, a pesar de que la madre intentó controlarlos, no pudo. Decepcionada abandonó su pueblo y se subió a una montaña donde había una caverna, ahí en la caverna lloró en soledad. Los dioses la transformaron en una mujer de piedra en actitud de llorar. Cuando sus hijos la encontraron transformada, se arrepintieron y prometieron nunca más pelear. Pasado el tiempo, ya cuando la muerte empezó a visitar a los hijos, todos ellos escogieron como lugar de muerte una montaña que ubicada al frente de la caverna donde estaba su madre transformada. Allí murieron los trece hijos, cada que moría uno de los hijos, inmediatamente se transformaba en piedra, razón por la que esa montaña tiene trece puntas de piedra y se le conoce como la Montaña de los Trece Guardianes, porque desde ahí pareciera que los trece hijos están cuidando a su madre.








   Lamentablemente la mujer de piedra no se conserva. Annie nos contó que hace varios años, unos hombres intentaron llevarse a Mama Huari y en su intento esta se vino abajo destruyéndose totalmente, hoy en la caverna solo se ve a una mujer pintada en la pared de la caverna, obra de un artista moderno, un recuerdo de lo que antes hubo ahí. Una lástima.








      Unos días después, ya en los dos colegios donde trabajo, conté ambas leyendas y los alumnos (incluido un joven profesor) quedaron sorprendidos por las dos historias fantásticas, tanto que un grupo de alumnos de quinto de secundaria harán su viaje de promoción a Tarma, porque entre otras cosas quieren conocer el lugar donde estuvo Mama Huarmi y donde están los trece guardianes. Buena decisión, no se arrepentirán.







  



   Continuará…








                                                        Morada de Barranco, 27 de agosto de 2016.