Di lo que se te ocurra…
Martín Adán
Desde que empecé mi labor de profesor, no he
parado de contar historias. Cuentos, leyendas, mitos, fábulas, anécdotas, en
fin, todo aquello que me permita captar su atención. Debo decir que contar
historias me ha servido como recurso motivador, no tiene pierde. Es más, ni
bien entro a un salón, los alumnos me están esperando, en grupo golpean las
carpetas y en coro dicen: “His-to-ria, his-to-ria…”. Ni vuelta que darle, a
contar se dijo, no hay otra.
Son, ya, veintidós años de labor en las
aulas, veintidós años contando historias, es decir, no solo debo preparar las
clases, sino que debo tener siempre una historia nueva, y lo reconozco, luego
de tantos años ya se me hace un tanto difícil encontrar nuevas historias. Pero
debo cumplir, he acostumbrado a mis alumnos a ellas. Como me dijo una vez un
alumno cuando bromeé que ya no iba a contar historias: “Profesor, no puede
dejar de contar, es una tradición y usted no puede romper esa tradición”.

Ya lo conté alguna vez, hace unos años entré
a un salón y en la pared, unos alumnos habían pegado un papelote donde aparecía
el siguiente escrito: “Orlando cuenta historias”, me emocionó tanto que les
pedí que me regalaran ese escrito. Y sí, hasta ahora lo tengo en casa, para mí
es una victoria, cada que lo veo me conmuevo. Por estos días, esos chicos de la
anécdota están terminando su educación secundaria, increíble, los vi llegar
pequeños y pronto se marcharán a continuar con sus vidas por otros rumbos.
Nunca tendré las palabras suficientes para agradecerles esa gran alegría que me
dieron.
Pero no fueron los únicos. Ese mismo año, en
otro salón me regalaron unos cartelitos en papeles de colores y también decía
casi lo mismo, la alegría se multiplicó y
como en la anécdota anterior, esos papeles los conservo, son pequeñas joyas,
condecoraciones que me motivaron y motivan en esta brega de seguir contando
historias.
De todo esto, lo que quizá me llena de un
gozo especial es cuando cuento las historias y se produce un silencio cómplice.
Los alumnos se acomodan en sus carpetas, algunos cierran los ojos, dicen que
así imaginan mejor lo que les estoy contando, otros me miran como embrujados
por las aventuras que cuento y cuando termino, sus aplausos, porque aplauden
muy entusiasmados y yo, en mis fueros internos, estoy más complacido que nadie.
Son experiencias impagables que debo agradecer a la vida, como dice la canción.

Bien, comentaré que en la semana que ya
termina he contado una historia japonesa muy antigua, algunos dicen que viene
desde el siglo VII, una historia que siendo niño descubrí en una de esa viejas
enciclopedias que los escolares de primaria llevábamos por esos años, recuerdo
que la historia me dejó muy inquieto. Pasados los años, la historia la
recordaba, pero no el título, así que en la búsqueda de una historia que contar
me tropecé con Urashima, que así es
el título de esta leyenda y al releerla fue como volver a mi infancia.

Cuando terminé de contarla, como yo hace
muchos años, muchos quedaron impactados, es una historia de viaje en el tiempo,
de mundos paralelos donde el tiempo no es el mismo. Lo curioso fue que después
de contarla, se me vino al recuerdo un cuento de Carlota Carvallo (que por
cierto, también he contado), en efecto, tanto Urashima y Ostha y el duende tienen
mucho en común, como me lo hicieron saber, después, varios alumnos. Aprovecho
de este espacio para colgar las dos narraciones y que constaten la singularidad
de ambas historias y sus semejanzas. He aquí las dos historias.
LA
LEYENDA DE URASHIMA
Hace muchos y muchos años, vivía Urashima en
una isla del Japón. Era el único hijo de un matrimonio de pescadores muy pobres
cuyas únicas pertenencias eran una red, una pequeña barca y una casita cerca de
la playa. Pese a ser tan pobres, los padres de Urashima querían mucho a su
hijo, un muchacho sencillo y muy bueno.
Un día, cuando Urashima volvía de pescar vio
como unos niños estaban pegando a una enorme tortuga. En ese momento Urashima
se enfadó muchísimo y fue hacía los críos para reprenderlos y salvar la
tortuga. Cuando acabó de hablar con los niños y estos se fueron cabizbajos,
cogió la tortuga y la llevó al mar. Cuando vió que la tortuga reaccionaba al
contacto con el agua y se podía mover y nadar, regreso a casa la mar de
contento.
Al cabo de un tiempo, Urashima se fue a
pescar. Todo estaba tranquilo en el mar y Urasima tiraba al agua y recogía su
red con entusiasmo. Una de las veces, al subir la red vio que estaba la tortuga
que el había echado al mar unos días antes. Ésta le dijo: "Urashima, el
gran señor de los mares se ha maravillado con la buena acción que hiciste
conmigo, y me ha enviado para que te conduzca a su palacio. Además te quiere
dar la mano de su hija, la hermosa princesa Otohime". Urashima accedió
gustoso y juntos se fueron mar adentro, hasta que llegaron a Riugú, la ciudad
del reino del mar. Era maravillosa. Sus casas eran de esmeralda y los tejidos
de oro; el suelo estaba cubierto de perlas y grandes árboles de coral daban
sombra en los jardines; sus hojas eran de nácar y sus frutos de las más bellas
pedrería.
Urashima se casó con Otohime, la hija del
rey del mar, y pasaron una semana de una felicidad completa. Pero al cabo de
esos días, Urashima pensó que sus padre debían de estar preocupados por él, y
decidió subir a la superficie para decirles que se encontraba bien y que se
había casado. Otohime comprendió a su marido, y dio un pequeña caja de laca
atada con un cordón de seda. Cuando se la dio, le dijo que si quería volver a
verla no la abriera.
Cuando Urashima llegó al pueblo, todo había
cambiado, ya no reconocía ni las casas ni a las personas. Y cuando busco la
casita de sus padres sólo vio un gran edificio en el que nadie sabía nada de
unos ancianos. Finalmente, un señor viajo, viendo la desesperación de Urashima
empezó a recordar y le explicó que no lo recordaba muy bien, porque había
pasado mucho tiempo atrás, pero que recordaba a su madre explicarle la
desdichada suerte de un par de ancianitos cuyo único hijo salió a pescar y no
regresó jamás. Urashima empezó a comprender: mientras vivió en la ciudad del
mar había perdido la noción del tiempo. Lo que le habían parecido sólo unos
cuantos días habían sido más de cien años.
Se dirigió a la playa, y sin saber que hacer
abrió la caja que le había dado su mujer. Al instante un viento frío salió de
la caja y envolvió a Urashima. Éste recordó lo que le había dicho su mujer pero
de pronto se sintió muy cansado, sus cabellos se volvieron blancos y cayó al
suelo. Cuando a la mañana siguiente fueron los muchachos a bañarse, vieron
tendido en la arena a un anciano sin vida. Era Urashima que había muerto de
viejo.
OSHTA
Y EL DUENDE
Era una mañana muy fría. Los altos pinachos
de la cordillera se hallaban cubiertos de nieve. Unas cuantas ovejas y llamas
pastaban, mientras que la mujer hilaba. Oshta su hijo, arrebujado dentro de su
poncho contemplaba el cielo intensamente azul. De pronto la mujer le dijo:
-Es
preciso, que hoy te quedes cuidando las ovejas, mientras que yo vuelvo a la
choza. Mira bien que no se vaya a perder algún animal, o se los lleven los
pumas o los zorros.
Pero el niño no quería quedarse solo. Tenía
miedo, miedo de escuchar el viento que soplaba sobre el ichu y de no ver en
torno suyo otra cosa que las elevadas montañas.
-¿A
qué tienes miedo? -insistía la madre- ¿Acaso has visto otras cosa desde que
naciste? ¿No has escuchado a menudo el ruido de las tempestades?
-Es
que ahora has crecido y puedes quedarte solo y ayudarme. Tú cuidarás el rebaño
mientras que yo lavo y remiendo nuestros vestidos. Si te da miedo, canta. Canta
cualquier cosa y así, al oír tu voz, te sentirás más acompañado...
-¿Y
si me aburro de estar aquí sentado, sin correr ni jugar?
-Mira
el cielo y piensa que es un gran camino azul. Sobre él las nubes blancas te
parecerán borreguitas que se les han perdido a los pastores. Búscalas con
paciencia. Así irás descubriendo la barriguita de una, la colita de otra. Sin
darte cuenta, el tiempo habrá pasado y yo estaré esperándote para volver a
nuestra choza.
Pero Oshta no se decidía a permanecer solo.
-¿Qué
hago si viene el zorro?- preguntó.
-Del
zorro teme los embustes- le aconsejó la madre. Al zorro debes engañarlo antes
de que te engañe a ti.
-¿Y
si viene el puma?
-Si
llegara el puma te pones la mano junto a la boca para que se te oiga mejor y
grita por tres veces: ¡Mamá Silveriaaaa! Y yo vendré con un garrote para
librarte de él.
-¿Y
a qué otra cosa debo temer'- insistió el niño...
Y la buena mujer le explicó que también a
veces solían aparecer por aquellos lugares duendes que se burlaban de los
humanos, pero no era muy común encontrarlos.
Finalmente le dio un atado con papas y queso
para su almuerzo. También había envuelto una pierna de pollo que le arrebató la
noche anterior a un zorro cuando se metió al corral.
Después de muchas recomendaciones, la madre
se fue y Oshta se quedó solo, mirando los altos cerros nevados en la lejanía.
Cuando empezó a sentir miedo, se dijo a sí mismo que ya era hora de mostrarse
valiente como los hombres grandes y para ahuyentar sus temores se puso a
cantar:
Ovejas más, venid,
Ved que tan solo me encuentro
Y soplad con vuestro aliento,
Ahuyentando el frío así.
Decid al sol que por mí
Hoy se acueste más temprano
Y mi madre de la mano
vendrá a llevarme de aquí.
Un zorro que le estaba escuchando se acercó
astutamente para felicitarlo por lo bien que cantaba.
-¡Buenos
dias, Oshta – le dijo- ¡Qué bien cantas!
Pero
Oshta lo reconoció en seguida y le contestó:
-Mi
madre me ha dicho que no me fíe de ti.
A lo que el zorro repuso:
-¡Ah,
las madres! Siempre tan desconfíadas. Escúchame Oshta: Justamente estoy
necesitando un buen cantor para que le dé una serenata a mi novia, porque
mañana es su santo. Ya tengo quien toque el charango. ¿Tú no querrías venir a
cantar?
-¿Y
dónde vive tu novia?- Le preguntó Oshta.
-Allá
abajito, en esa quebrada...
-¿Y
quién cuidará mientras tanto mis ovejas?
Y el zorro, relamiéndose ya de antemano, le
contestó: -¿Quién va a ser, sino yo?
-
¿Y cómo voy a dejar esas ovejitas tiernas que nacieron anoche?
Y el muy malvado piensa que justamente esas
son las que más le gustaría cuidar.
Pero Oshta, adivinando su intención le dice:
-¿Pero
tú crees que yo soy tonto? Lo que quieres es comerte mis ovejas...
El zorro lo calificó de mal pensado y trató
de convencerlo que tenía buenas intenciones:
-Todavía
se tratara de alguna gallinita... –le replicó- Y a propósito de gallinas, dime
Oshta, ¿no es una de ellas lo que llevas en ese atadito? Ah, yo sé que tu buena
madre te cuida y te engríe y te ha puesto una pollita tiernecita en el atado. ¡Quién
como tú que tienes a tu madre para que te alimente, te teja tus ponchos y te
lave la ropa! ... En cambio yo... estoy solo en el mundo.
Y empezó a llorar con gran desconsuelo.
Oshta le respondió que no debía sentirse tan
solo si tenía su novia, pero el zorro fue de opinión que las novias eran unas
inútiles y no servían para estos menesteres.
Oshta le explicó que el atadito que le había
dado su madre no contenía una gallina entera sino los restos de la que se había
comido la noche anterior un zorro, que a lo mejor no era otro que el que tenía
delante. El zorro protestó muy resentido, pues justamente la noche pasada, se
quedó en cama con una tremenda jaqueca, y mal podría haber estado merodeando
por los corrales. En cuanto a aquello de que le gustaban las gallinas, era
sincero en reconocerlo, y aún más, le rogaba que le diese a probar de aquel
pedazo que guardaba para su almuerzo.
-Te
convido con una condición –le dijo Oshta- que te dejes vendar los ojos.
Entonces abrirás el hocico y yo te pondré en él un buen bocado.
Mas el zorro respondió que no se explicaba
el motivo de tanta desconfianza.
-Es
que así estaré seguro de la cantidad que te comes –le respondió Oshta.
Al fin el zorro accedió a que le vendara los
ojos, aunque le parecía francamente vergonzoso. Entonces Oshta le metió en el
hocico una gran piedra, con la cual el zorro murió atragantado.
Oshta,
al verlo muerto, palmoteó lleno de alegría.
-Ya
maté a este pícaro -se dijo.
Y luego le saco la piel para guardársela a
su madre. Razón tenía la buena mujer al aconsejarle: "Hay que engañar al
zorro antes de que te engañe a ti".
No bien había guardado la piel del zorro
dentro de un saco, oyó una voz ronca y desconocida que lo saludaba:
-
¡Buenos días, Oshta!
-
¿Quién me habla?
-
Yo, el puma –contestó la voz.
-
¿Qué se te ofrece?
-Tengo
hambre y voy a comerme una de tus ovejas.
-Más
despacio amigo –replicó Oshta- eso tenemos que discutirlo.
Pero el puma opinó que no era preciso
ninguna discusión, pues él cogería la oveja para comérsela y Oshta tendría que
conformarse.
Oshta le respondió que no lo tomaba de
sorpresa, pues estaba advertido de su llegada.
-¿Cómo
lo sabías?
-Me
lo avisó el cernícalo y como tú mereces tantas consideraciones te adelante el
trabajo. Mira, maté la mejor de mis ovejas y la degollé para ti.
El puma no sabía como agradecer tanta
amabilidad. En realidad lo que le ofrecía Oshta, era el cuerpo del zorro al que
había quitado la piel y la cabeza.
-
Llévatela pronto –le dijo Oshta- no sea que venga mi madre y te la quite.
Mas el puma se preguntaba por qué aquella oveja
tenía un olor tan penetrante. Oshta, que sospechó su preocupación, se adelantó
a decirle que había desollado la oveja con el cuchillo, con que había matado a
un zorro y que tal vez por eso aún se notaba cierto olorcillo desagradable.
-Todo
está muy bien –dijo el puma- pero otra vez deja que yo mismo escoja la oveja
para comérmela. Si no fuera porque has tenido la gentileza de preparármela, yo
la cambiaría por otra...
Eso, amigo puma, sería un gran desarie
–repuso Oshta.
La comeré aunque se me atragante. –replicó
el puma.
Y dicho esto se fue arrastrando la oveja
para comérsela en unos matorrales.
Oshta estaba muy regocijado por habérsele
ocurrido semejante estrategema, cuando oyó una risita burlona cerca de él.
-
¡Ji, ji, ji ! ¡Qué bien has aprendido la lección, Oshta. ¡Tú, el miedoso, el
pequeño, has vencido al zorro y al puma!
-
¿Quién eres?- pregunó Oshta.
-No
me extraña que no me conozcas. Eres un simple mortal, en cambio yo soy un
espíritu de la Tierra –dijo la misma voz.
-¿Vives
siempre?
-Duraré
todo lo que dure la tierra y soy tan viejo como ella. Tú eres tan
insignificante a mi lado... ¿Qué son tus días junto a los míos?
-¿Y
para qué has venido?- preguntó Oshta.
-Porque
vi que te aburrías de estar solo. ¿No es ridículo que te aburras de cuidar el ganado?
¿Qué harías si tuvieras que estar como yo ocioso, un siglo tras otro?
-¿Y
en que te entretienes?- le preguntó Oshta con curiosidad.
-Vago
de aquí para allá. Cuando sopla el viento sobre las montañas, yo silbo con él y
nadie me siente. Cuando caen los huaycos, yo cabalgo sobre peñascos y aplasto
con ellos caminos y sementeras –repuso la voz. ¿Y cómo no te oído nunca?
-Porque
mi risa se confunde con el estruendo de las piedras. Durante las tempestades es
mi voz la que retumba junto con el trueno, es mi saliva la que se mezcla con la
lluvia. Mi voz también la que se escucha junto con la creciente de los ríos, y
mientras tanto ustedes, pobre mortales, no me ven ni me escuchan.
-¿Dónde
estás? ¿Por qué no me permites verte? –le preguntó Oshta.
Y el duende le respondió que iba a
complacerlo, para lo cual bebería del agua de su cantimplora y así tendría
apariencia humana.
Entonces podrían ser amigos. Se oyó como
bebía: Cluc, gluc, clug y apareció un enanito feo. Tenía orejas, nariz
encorvada y ojos oblicuos. Su color era oscuro como el de la Tierra.
Oshta se frotó los ojos y dijo:
-Pero
qué feo eres, duende!
-Al
menos eres franco. Me has caído en gracia porque te mostraste astuto engañando
al zorro y al puma y me has divertido con ello. Por eso voy a recompensarte
distrayendo tu aburrimiento.
Y sacó de una bolsita muchas hermosas
piedras de colores, aquellas que entre los hombres valen mucho dinero. Eran
piedras preciosas. Le propuso jugar con ellas y dárselas si las ganaba. Oshta
respondió que él no sabía jugar, pero el duende le explicó:
-Saco
una piedra y la pongo dentro de mi mano. Tú debes adivinar de qué color es y si
aciertas te la regalo. Si te equivocas, pierdes y me pagas con lo que hayas
ganado anteriormente. Por ejemplo, si yo tengo una esmeralda y tú dices
"verde", es para ti. Si dices "rojo", me la guardo y además
me das otra que hayas ganado anteriormente.
Y así empezaron a jugar. El duende tenía
turquesas, diamantes, amatistas, rubíes, esmeraldas y topacios. Se escuchaban
sus voces ya contentas cuando ganaban, ya enfurecidas cuando perdían. De pronto
la madre empezó a llamarlo desde muy lejos:
-¡Oshtaaaa!
Entonces Oshta le dijo al duende que ya era
tarde y debía marcharse, pero éste le respondió:
-No
te puedes ir. Me debes todavía.
Oshta le dijo: -He jugado toda la tarde y
estamos como al principio. Ya te has llevado todo lo que gané.
Pero el duende insistía en que debían jugar
más porque las deudas de juego son sagradas. Y como la madre seguía llamando a
Oshta, el duende le propuso que bebieran del agua de su cantimplora para
hacerse ambos invisibles. Oshta aceptó y ambos desaparecieron. Sólo se
escuchaban sus voces.
-¡Verde...gané!
¡Azul! ¡Perdiste!
-¡Amarillo!
¡Rojo! ¡Blanco!... ¡Negro! ¡Morado!... ¡Celeste! Oshta rogaba:
-¡No
quiero jugar más! Es tarde... ¿Qué dirá mi madre? Ya te ha gané toda la bolsa
de tus piedras. Ahora déjame beber otra vez de tu agua maravillosa para
recobrar mi apariencia humana.
Y la voz del duende replicó en tono burlón:
-Je,
je, je, no bebas Oshta, ven, sigamos jugando.
Ya me lo has dicho muchas veces y te he
complacido. Estoy cansado...-Sólo una vez más –le decía el duende.
-Eso
no es justo. Quieres arrebatarme lo que he ganado. Yo quiero volver a mi casa-
insistía la voz de Oshta.
-Je,
je, je ¿No sabes lo que te aguarda?
-¿Qué
me va a aguardar? –dijo Oshta- lo de siempre: mi madre, mis hermanos, mi
choza...
-Oshta,
no bebas. Ya no vale la pena- repetía el duende.
-¿Por
qué?
-Je,
je, je, ¿Sabes tú, pobre mortal, cuánto tiempo has estado jugando?
-¿Cómo
no lo he de saber? Hemos jugado toda una tarde. Mira, ya ha caído la noche...
Es hora de guardar el rebaño.
-Mucho
tiempo para un mortal como tú. Has jugado 58 años y medio.
Oshta no pudo reprimir su impaciencia y
arrebatándole la cantimplora volvió a beber de ella para adquirir su apariencia
humana. Poco después el pequeño Oshta, echaba a andar en busca de sus ovejas.
-Por
fin me libré de ese maldito duende! –exclamó- ahora encontraré a mi madre para
volver a nuestra choza.
Pero sólo halló a una mujer muy vieja
recostada en una piedra. Al acercarse, ella entreabrió los ojos y con voz débil
dijo:
-¡Oshta!
¡Mi querido Oshta!
-¿Quién
me llama?- preguntó él...
-Yo,
tu madre –respondió la anciana.
Oshta movió la cabeza:
-Tú,
buena mujer, no puedes ser mi madre. Ella tiene los ojos negros y hermosos como
los de las llamas... Tú los tienes tan pequeños y cansados...
Ella tiene el pelo negro y brillante, con
las trenzas gruesas que le caen sobre los hombros. Tú tienes el cabello blanco
como los vellones de mis ovejas...
Y la anciana respondió:
-Créeme
lo que te digo. Yo soy tu madre, hijo mío. ¿Aún no me reconoces?
Y Oshta le preguntaba:
-¿Pero
cómo es posible, madre? ¿Qué ha sucedido?
-¡Ha
pasado tanto tiempo desde que te fuiste!... ¡58 años y medio...! Desde entonces
yo he tenido que trabajar sola, cuidar el rebaño y cultivar la tierra...-dijo
la buena mujer.
-¿Y
nuestras ovejitas?- preguntó Oshta.
-Ahora
gracias a mi cuidado ha aumentado el rebaño.
-¿Y
nuestra choza?
-Levanté
otra choza, porque la vieja se derrumbó... Pero dime, ¿en dónde estuviste
durante tanto tiempo? ¿Por qué no venías?
-Un
duende me tenía encantado... Perdóname mamá, por haberte dejado sola... Desde
hoy yo seré el que trabaje para que tú puedas descansar.
-Lo
que me importa es que hayas vuelto, mi querido Oshta – dijo la anciana,
mientras se enjugaba unas lágrimas que le rodeaban por las mejillas de pura
felicidad.
Continuará…
Morada
de Barranco, 26 de noviembre de 2016.