sábado, 30 de mayo de 2015

SI DE NOVELAS SE TRATA...





                                                                                               El mundo me es insuficiente.
                                                                                                                       Martín Adán






   Termina ya el mes de mayo y debo escribir la segunda entrada del mes. Entre este frío que se cuela en mi faro y que me invita a beber una aromática taza de café, la pregunta que se impone, la pregunta de rigor es: “¿De qué escribir?”. Cada vez siento que escasean los temas (perdonen la palabrita de marras que algunos detestan). Desfilan ante mí algunos posibles, pero no me convencen, mejor dicho, no quiero escribir sobre esos asuntos, no me nace, no por lo menos ahora. Me doy cuenta que no solo es hallar el “tema” sino tener ganas de escribir sobre ello. Menudo problema en el que ando en esta tarde en el que me encuentro solo (Rita y Kathia han salido).








   De pronto, en una página de internet encuentro, más bien diría, aparece ante mis ojos una traducción de un poema de Mark Strand, realizada por Eduardo Chirinos. El poema del libro Solo una canción, es providencial. Leamos:


FICCIÓN


Pienso en las vidas inocentes
de las personas que habitan las novelas, de las que saben
que morirán una vez que la novela termine. Cuan diferentes
son de nosotros. Aquí, la luna mira hacia abajo torpemente,
a través de dispersas nubes, sobre el pueblo dormido,
y el viento arremolina hojas secas
y alguien -es decir, yo-, hundido en su silla, hojea
ansiosamente las páginas que quedan, sabiendo que no hay
tiempo para el hombre y la mujer en el cuarto alquilado,
para la luz roja sobre la puerta, para el arco iris
que arroja su sombra contra el muro; no hay tiempo
para los soldados bajo los árboles que bordean el río,
para los heridos arrastrados de muy lejos
a las ciudades del interior donde serán hospedados.
La guerra que dolió tantos años llega a su final,
y todo lo que pasa llegará a su final, excepto una presencia
difícil de definir, una señal, como el olor de la hierba
tras una noche de lluvia o los restos de una voz
que nos deja saber vagamente,
sin desesperanza, que si el final llega, también pasará.









   Como se dice, un “poemón”. Quedo cavilando en los primeros versos (en realidad en todo el poema), pero los primeros versos me jalan, pienso en ellos y los releo, su sencillez me impresiona, quedan grabados en mi memoria que no se cansa de repetirlos una y otra vez, una y otra vez:


Pienso en las vidas inocentes
de las personas que habitan las novelas, de las que saben
que morirán una vez que la novela termine. Cuan diferentes
son de nosotros…










   Por coincidencia, hace unos días, un amigo me envió un mensaje en el que me preguntaba a boca de jarro cuáles eran mis novelas preferidas (¿cuál coincidencia?, se preguntarán, ya lo explicaré). En el momento no tuve la respuesta precisa. Uno cambia de gustos constantemente, un día nos gusta un libro, otro día nos gusta más otro, en fin, hablar sobre nuestras preferencias en libros, mejor dicho, en novelas resulta un asunto peliagudo. Sin embargo, puedo decir que tengo mis preferidos, a pesar de todo.








   Hace unos años había otros libros en estas listas que uno suele hacer y que no necesariamente las escribe, mas en esencia persisten las novelas que sé me acompañarán siempre. Tengo para mí que esas novelas permanecerán, no porque sean clásicos (que todos los son) sino porque me gustan, he disfrutado con ellos leyéndolos, releyéndolos (que es la mejor manera de disfrutarlos): esos libros han sido endemoniadamente entretenidos, y cuando digo “entretenidos” involucro muchas cosas más, no solo el banal disfrute que se puede encontrar en cosas menos sustanciales: he disfrutado y me he conocido más. No es poca cosa.








   No están todas las novelas que amo, hay algunas más (¡oh, Conde de Montecristo y Moby Dick!, ¡ah, El mundo es ancho y ajeno y Crimen y castigo!, están ausentes), pero debo mencionar solo entre diez o doce novelas, ese es el rango de mi lista. Así que menciono a mis doce novelas favoritas (el orden no dice nada, aunque debo reconocer que mi novela favorita es Rojo y Negro).


1. Rojo y Negro, de Stendhal.







2. Los miserables, de Victor Hugo.







3. Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift







4. Guerra y Paz, de León Tolstoi.







5. En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust.







6. Los ríos profundos, de José María Arguedas.







7. La cartuja de Parma, de Stendhal.







8. Pedro Páramo, de Juan Rulfo.








9. Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll.







10. El ingenioso hidalgo Don Quijote de La Mancha, de Miguel de Cervantes Saavedra.







11. El gran Gatsby, de Francis Scott Fitzgerald.







12. El Gatopardo, de Guiseppe Tomasi di Lampedusa.








    Ya para terminar, debo expresar que en lo personal, la lectura ha sido para mí una forma de conocerme más o de reconocerme (esas múltiples máscaras que nos acompañan), como lo mencioné en párrafo anterior, de saberme un ser que muchas veces ha olvidado, por el tráfago de la vida práctica y material, algunos aspectos aparentemente insustanciales. La lectura, territorio del cual no se sale incólume. Cómo podría quedar uno impasible luego de esas horas eternas de lectura (de conversación, diría yo) donde, abandonando la realidad real, me identificaba con las ambiciones y dudas de Julián Sorel de “Rojo y Negro”, las peripecias de Jean Valjean o de Fabrizio del Dongo, del astuto Ulises que con el nombre de “Nadie” engaña a Polifemo*, de Ernesto (el niño de “Los ríos profundos”) y su sensibilidad a flor de piel, de Rastignac desafiando desde una colina al mundo, del niño sensible de "En busca del tiempo perdido" que tanto ansía el beso de la madre, de Juan Preciado que deambula entre muertos para descubrir que él también lo es, de Ismael que es testigo de la obsesión del capitán Ahab, del conde de Montecristo y su esperado regreso para saldar cuentas, de Pierre Bezujov que descubrirá que toda partida en realidad es un regreso... en fin, podría pasarme el tiempo mencionando personajes que me recuerdan cómo fui, títulos que me dicen cómo soy.




   Una vez Oscar Wilde dijo: “La muerte de Lucien de Rubempré es el gran drama de mi vida”. Para alguien que no ha disfrutado de la lectura de, por ejemplo, la novelística francesa, rusa, inglesa, norteamericana del siglo XIX, esta cita de Wilde puede resultar exagerada, pero es que muchos de estos personajes ficticios pueden dejar (y dejan) una huella perdurable en nuestras vidas, incluso mucho más marcada que las que podrían dejar personas de carne y hueso: a mucha gente que conocí las he olvidado, a los personajes que acabo de mencionar (y otros más que quedaron en el tintero), están y estarán siempre presentes en mi vida. Dice el poema de Strand:


Pienso en las vidas inocentes
de las personas que habitan las novelas, de las que saben
que morirán una vez que la novela termine. Cuan diferentes
son de nosotros…


   “Las que saben / que morirán una vez que la novela termine”, sí, pero que nosotros sabemos bien que bastará con volver a abrir el libro para tenerlos nuevamente vivos, eternamente vivos en la fugacidad de esta vida que nos es, muchas veces, insuficiente, como dice sabiamente el verso de Martín Adán.






   Continuará…




                                                        Morada de Barranco, 30 de mayo de 2015.





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* La Odisea, como bien sabemos no es una novela sino una epopeya, un poma narrativo.






sábado, 9 de mayo de 2015

CARLOS OQUENDO DE AMAT: RETRATOS





                                                                            Y un ángel rodará los ríos como aros
                                                                                           Carlos Oquendo de Amat








   En 1974, Ernesto Sábato publica su novela Abaddón, el Exterminador. En ella hay una larga carta donde se puede leer este par de líneas: “Tené el orgullo de pertenecer a un continente que en países tan pequeños y desvalidos, como Nicaragua y Perú, ha dado poetas tan gigantescos como Darío y Vallejo”. Rubén Darío y César Vallejo: Nicaragua y el Perú. Dos de los principales “centros poéticos” de América Latina. Pienso en mi país (ya hablaré en algún momento del país centroamericano), en su poesía, pero no solo en Vallejo, también en el silencioso y tímido José María Eguren, en la maravillosa tradición poética peruana que se inicia precisamente con él, en la época del fulgor de José Santos Chocano, el Cantor de América, y de su poesía sonora, contundente.














   Eguren publicó en 1911 su libro Simbólicas, cinco años después salió su segundo libro titulado La canción de las figuras, el silencio y la incomprensión recibieron a esta poesía sugerente y misteriosa, cuya música distaba años luz de la de Chocano: una nueva sensibilidad se inauguraba y nadie (o casi nadie la percibió). En 1918 salió publicado Los Heraldos Negros de César Vallejo (un año antes, un equivocado Clemente Palma llamó “adefesio” y “tontería poética” a uno de los poemas que saldría en este libro) y cuatro años después se publicó, entre la incomprensión y la indiferencia (como con los libros de Eguren), una obra cuyo título hasta el día de hoy es motivo de muchas interpretaciones: Trilce, libro en el que Vallejo fuerza el lenguaje hasta límites jamás alcanzados. Las obras de Eguren y Vallejo constituyen, entonces, el inicio de la poesía moderna peruana (un inicio alto, por cierto, altísimo), pero no son los únicos, pienso en Martín Adán, César Moro, Emilio Adolfo Westphalen, Alberto Hidalgo, Xavier Abril, Enrique Peña y en Carlos Oquendo de Amat.





































   La vida y muerte de Carlos Oquendo de Amat (Puno, 1905-España, 1936) está signada por la leyenda. Hay muchos vacíos en su vida que poco a poco se van llenando (los trabajos de Carlos Meneses, del poeta Omar Aramayo, de José Luis Ayala y de Rodolfo Milla han sido proverbiales). La obra breve de Oquendo, de manera lenta pero segura, va ocupando el sitial que se merece: apenas un libro publicado en 1927 (los diecinueve textos de 5 metros de poemas) y un puñado de versos desperdigados en varias publicaciones de la época (debemos agradecer a la página “Carlos Oquendo de Amat” que ha rescatado algunos de estos poemas y también, por cierto, al ya mencionado José Luis Ayala).






Revista "Kosmópolis" N° 2 , Lima, junio de
1926, p. s\n.







Revista Chirapu N° 3, Arequipa, marzo de 1928, p.6.







Revista "Bohemia azul" N° 1, Lima 16 de
setiembre de 1923, p. s\n.






Revista Sembrador N° 2, Lima, Junio de 1926, p. 14.


   Sin embargo, hay que insistir en un punto. Desde hace un tiempo anda circulando por los diversos medios, una fotografía de un falso Oquendo. El problema se hace mayor cuando constatamos que gente que se supone es seria en sus trabajos emplea dicha fotografía. Muchas veces no solo es la ignorancia, sino lo que es peor, la desidia la que lleva a usar la equivocada imagen. He aquí la foto que motiva este párrafo, la de un señor que no es Carlos Oquendo de Amat, imagen que aparece en varias páginas y libros, incluso en videos.



Falso retrato del poeta















   El año pasado publiqué las únicas fotos que se conocen, hasta el momento, de Carlos Oquendo de Amat (pienso, ahora, en esa foto de la que comenta el doctor Raúl Valenzuela y que transcribo líneas más abajo, ¿qué habrá sido de ella?, ¿se habrá perdido?, ¿habrán más fotos del poeta en archivos particulares?). Las vuelvo a publicar *, son pocas en realidad, alguna vez lo comenté, los poetas peruanos (en líneas generales) no han sido muy dados a las fotografías, son muy pocas las que tenemos o se conservan, si comparamos con los inmensos archivos fotográficos de poetas chilenos y mexicanos (pienso en Pablo Neruda y en Octavio Paz). 



















   La foto más antigua del poeta, es esta de 1908, cuando Carlos Oquendo contaba con tres años, lleva el cabello largo y ya se distingue su característica frente amplia.








   La siguiente foto es una imagen familiar, en ella se ve a Oquendo entre sus padres (el doctor Carlos Belisario Oquendo Álvarez y doña Zoraida Amat Machicao) con un traje de marinerito, la foto es de 1915, o sea, cuando el poeta tenía unos diez años.







   Parece ser que en la misma sesión anterior se tomó esta fotografía, Oquendo con el traje de marinerito está entre sus tías María y Leonor, debajo se hallan sus padres Zoraida y Carlos Belisario, entre ellos, doña Ignacia Álvarez Padilla, abuela paterna del poeta. La foto es, como puede verse en ella misma, del 15 de febrero de 1915.












   La siguiente foto es de 1919, probablemente al año del fallecimiento del padre del poeta. Carlos, para entonces, tenía catorce años, es el primero de la izquierda, luego viene su tía María Luisa de Flor Alcázar, a continuación una persona no identificada, debajo se encuentran sus tías Leonor y María Oquendo, entre ellas se halla la abuela del poeta, doña Ignacia. Quien toma de la mano Leonor Oquendo es Rosa Elvira, prima del poeta.










   En una foto de 1924, se ve a un adolescente Carlos Oquendo de Amat de apenas diecinueve años, impecablemente vestido y acompañado de un primo suyo llamado Arturo Oquendo de la Flor.








   Hay un par de fotos del poeta con automóviles. En la primera imagen se le ve con su gran amigo Adalberto Varallanos (de pie), la fotografía es de 1927 y fue tomada en el Parque de la Exposición.








   En la siguiente fotografía se le ve a Oquendo apoyado en el carro, brazo estirado, con sombrero, acompañado de unas damas y de Ernesto More, la foto es de 1928.









    La siguiente foto lo presenta a Oquendo ante el frontis de la iglesia de Pomata (Puno), siempre elegante (terno oscuro) y con sombrero blanco en foto de 1928.










   Una foto curiosa del poeta es esta del año 1930, en Moho (Puno), el rostro de Oquendo está incompleto, apenas si se ven sus ojos y su frente amplia.









   La mejor foto que se conserva de Oquendo, rescate (como otras fotos) del gran poeta Omar Aramayo en la década del sesenta: es una foto grupal, el poeta de 5 metros... lleva abrigo, está con los brazos cruzados y no lleva sombrero. La foto es de 1930.











   Otra foto de 1930 es una que fue tomada en Huancané, en el matrimonio de Juan Sesarini con Alicia Olazával. Entre los muchos invitados se ve al poeta (encerrado en un círculo) elegantemente vestido con terno claro, sosteniendo lo que parece ser un bastón o paraguas y en una de sus rodillas su sombrero.










   Probablemente esta sea la última foto del poeta, es de 1931. Es una foto grupal y deja ver la elegancia de Oquendo, a pesar de sus problemas económicos, es el segundo de los sentados a partir de la izquierda.. 












   Quiero, a continuación, consignar algunos apuntes y declaraciones de personas que fueron cercanas al poeta, amigos de Carlos Oquendo de Amat y que en algún momento hicieron breves descripciones del poeta; es decir retratos (prosopografías y etopeyas, para mayor precisión) que nos den una idea de cuál era la apariencia y la personalidad del poeta.














   El primero de ellos es un fragmento de “Carlos Oquendo de Amat en el recuerdo”, texto que escribió Alberto Tauro y que formó parte de la reedición del único libro del poeta puneño, edición facsimilar (aunque más pequeña) auspiciada por la Municipalidad de Lima allá por 1986: “Recuerdo a Carlos Oquendo de Amat como un personaje singular, inconfundible. De mediana estatura, delgado; sus hombros caídos afectaban una compleja actitud, que por igual trasuntaba cansancio o timidez; y siempre lucía pulcramente, aunque su atuendo mostraba las huellas del uso. Pálido, su rostro cetrino. Los ojillos brillantes pero con una expresión neutra, que tanto podía expresar su atónita percepción del mundo como una introversión fecunda. La cabeza extrañamente oblonga, coronada por cabellos cortos y peinados hacia adelante con cierto desgaire, solía llevarla descubierta; pues, si bien portaba un tiempo sombrero, parece que este no se adecuaba al tamaño y la forma del cráneo y, antes de abandonarlo definitivamente, solo le servía para echarse aire con displicencia. Su palabra, pausada, era a veces acompañada por una sonrisa, que implicaba una benévola disposición hacia el interlocutor o una leve ironía”.


Caricatura de Eduardo Calvo (revista Qlisgen)



Alberto Tauro









   Manuel Beingolea, narrador peruano, fue más que amigo de Oquendo, una suerte de padre putativo, en varias partes de la vida del poeta supo ser solidario y compartió parte de su sueldo con el indefenso poeta. Beingolea escribió un cuento titulado “Bueno…”, donde el protagonista es curiosamente Carlos Oquendo a quien por su extraña cabeza bautizó con un apelativo más que curioso: “De cuanto tipo estrafalario contribuye con su aspecto a la variedad del Universo nadie como CABEZA DE MANGO. Tiempo ha lo conocí tan larguirucho e impertinente como siempre. Desgobernado en sus ademanes y telegráfico en su elocución, sobre él no presionaban timideces ni apuros, ni esos distingos respetuosos que sirven a otros de trabas. Adherido al movimiento moderno en lo intelectual y en lo físico, como poeta, tenía que ser de vanguardia el libro en que editara sus versos. No era un libro sino más bien un acordeón. ¡Y qué versos!, yo creo que vino este amigo con la exclusiva misión de desprestigiar las charadas y los logogrifos. Este hombre –vaina u hombre tubo-, hizo cierta vez, -creo que para congraciarse una porción de asado-, unos versos a las cocineras sobrevivientes, valiéronle ya el abandono más completo y la negativa absoluta al menor apoyo. Si sus piernas eran dos postes, su cabeza parecía un mango –lo que le valiera el mote-, era amarillo y ovoide, y en cuanto a sus costumbres las tenía muy graciosas. (…) En la pensión, alarmaba a la patrona colocando su catre en medio del cuarto, desprovisto de todo otro mueble, y durmiendo sin cobijas mientras, afuera caía una lluvia formidable de agosto; decía abrigarse con su voluntad. Ocupaba el teléfono para hablar con seres imaginarios, pues la patrona lo tenía desconectado y su equipaje consistía en un cuello postizo envuelto en un trozo de periódico...”.





Manuel Beingolea








   El doctor Raúl Valenzuela fue compañero de Oquendo en el colegio y en la universidad, así escribió, algunos años atrás, al recordar al poeta: “Conocí a Carlos Oquendo de Amat en el colegio Guadalupe, estudiábamos en calidad de alumnos internos. Él era delgado, encorvado y de rostro triste. Lo recuerdo siempre vestido de negro, era reacio a usar el uniforme color caqui del colegio, tenía como le digo la extraña costumbre de vestir de negro, lo que le traía constantes amonestaciones por parte de los profesores. (…) En aquella visita (de estudios) a El Frontón nos tomaron fotos hasta tres vistas. Entre los alumnos fotografiados me acuerdo perfectamente que se encontraba Carlos Oquendo de Amat, estábamos con unos pantalones que nos llegaban hasta las rodillas. Yo tenía una foto, pero no me acuerdo dónde se encuentra. Tendría que buscarla. (…) La imaginación de Oquendo era sorprendente, paraba inventando cosas insólitas…”.














    Benjamín Caro Saavedra fue otro compañero de colegio de Carlos Oquendo, en un testimonio oral expresó lo siguiente: "Durante el primer año Oquendo se caracterizó por ser un alumno estudioso aunque no brillante, desde un principio notamos su deseo de evadir de las clases de Educación Física, durante los ejercicios que nos obligaban a realizar, podía notarse que Oquendo era realmente flaco, aunque de ninguna manera enclenque, su constitución física más que grasa era de fibra y nervios, con una cabeza francamente ovoide en la cual la cristina entraba con mucha dificultad. (...) El fuerte o mejor dicho los cursos en los que Oquendo se distinguía eran los relacionados con Historia y Gramática, pero muy particularmente en Ciencias Naturales y conocimiento de Fisiología, mientras nosotros jugar libremente durante las horas de recreo, 'El flaco' Oquendo se quedaba en la clase sentado y sin mayor movilidad, los inspectores se dedicaban a cuidar que nadie se quedara en la clase. Entonces Oquendo optó por subir al segundo piso y quedarse parado mirando a todo el colegio y francamente sin participar en nuestros juegos".


















    Un testimonio oral de Emilio Romero Padilla dice sobre el poeta: "Cuando llegué a Lima en 1919, volví a ver a Carlos como alumno interno, becario en el Colegio Nuestra Señora de Guadalupe. La familia Oquendo sobrevivía estrechamente enseñando francés, trabajando o practicando enfermería que una de las tías, Leonor, había practicado en París. Al salir del colegio era un adolescente delgado con ojos grandes y negros, siempre rodeados de ojeras profundas. Un domingo que acompañé a Carlos a su casa, entramos a la habitación donde estaba su mamá, no podía reconocerla por estar ataviada de un estricto luto y velo que prácticamente le tapaba el rostro, se notaba en ella una profunda tristeza y soledad, a Carlos una extraña dulzura y pena al ver tanta tristeza en el corazón de su madre".



Tom Mix




Rodolfo Valentino





Mary Pickford




George Walsh


    En el año 1976, Ricardo Arbulú Vargas expresó en un testimonio oral: "Carlitos Oquendo era amigo de Martín Adán, Enrique Peña, Xavier y Paco Abril, de todos ellos Carlitos resultaba el más tímido, el más calladito de todos, era muy atildado, siempre hambriento, no tenía socorro económico, siempre necesitaba dinero para comprar una taza de té. Esa es la verdad de Carlos Oquendo que yo conocí, muy fino, con un gran sombrero alón y ternito usado, muy cauto, limpio, cuidado, con ojos grandes, los cercos morados y con una expresión de una profunda tristeza. Muy cordial, incapaz de adoptar una actitud soberbia, ofensiva, era un hombre muy delicado, escribía a veces en las bancas del Parque Universitario que tenía bonitas bancas, sacaba un cuadernito y yo que era muy amigo de él lo saludaba y contestaba levantando el lápiz, siempre junto a Enrique Peña o de Adalberto Varallanos, con quien tuvo hermosas aventuras literarias".


















    A mediados del año 1928, Oquendo estuvo preso por sus ideas políticas en la isla del Frontón, lugar donde enfermó de tuberculosis. En ese lugar conoció a otro preso político llamado Mariano Larico Yujra quien describe al poeta de la siguiente manera: "Un día en que estaba tomando sol en el patio (del Frontón) llegó un preso, joven, muy flaco, un poco jorobado, muy delgado, luego se encontró con otros presos políticos, entre los dos comieron un pan con chicharrón. Al día siguiente, un amigo me dijo: 'Ese preso que está allá es puneño', entonces me acerqué a mirarlo de cerca y yo no lo conocía, al tercer día lo metieron a La lobera, era un calabozo, una cueva cerca al mar. El mar llegaba toda la noche y castigaban duro al preso, allí le pusieron a ese preso. Después salió otra vuelta al sol y allí nos reconocimos, se llamaba Carlos Oquendo, había sido militante, estaba preso porque le habían encontrado unos volantes a él y a otras personas haciendo política...".



















    Blanca del Prado (hermana del dirigente comunista Jorge del Prado), escritora hoy algo olvidada, recuerda a Carlos Oquendo con estas palabras: "Oquendo era un artista genuino nacido para escribir, su modestia y pobreza eran dos signos fácilmente perceptibles, ligeramente encorvado, vestido siempre elegante con sombrero, terno azul oscuro, un pantalón ancho, era en realidad un poeta totalmente ganado por el vanguardismo, no aceptaba una crítica fácil ni mucho menos se hablara mal delante de él de un intelectual. En cierta ocasión una persona se refirió con palabras desdeñosas a Eguren, Oquendo lo quiso llevar hasta la casa del poeta barranquino para que repitiera delante de él lo que había dicho. La persona a quien me refiero era un tanto corpulenta y de un físico bien dotado, Oquendo trató de empujarlo hacia la calle para llevarlo a empellones a la casa de Eguren. Oquendo no podía hacerle dar un paso, pero persistió en su empeño. Así era Oquendo, lúcido, respetuoso del talento y la inteligencia, pero intransigente contra el arribismo y falta de criterio estético y moral".


















    En 1930, Juan Luis Ayala Loayza, padre de José Luis Ayala quien es autor de una biografía de Oquendo, comentó sobre el poeta: "Era una persona de regular talla, huesudo, de hombros amplios, que por las espaldas formaba un triángulo humano que caminaba sobre los pies protegidos de un par de calzados que no conocían hacía un buen tiempo lo que era betún. Pantalones amplios, saco corto, ajustado hasta la cintura, color canela, pálido como su rostro, cubría su cuerpo ausente de cierta gordura. La cabeza casi metida en un cuello corto, entre sus hombros presentaba un rostro pálido, de pómulos salientes, nariz roma y labios prestos a brindar una sonrisa a quien aceptaba sus bromas y gustara su manera de intercambiar palabras. (...) Fiestero y bailarín, alegraba las reuniones sociales del pueblo, invitado permanentemente, debido a sus nobles modales y atractiva conversación, pero un tanto reservado, limitaba sus intervenciones políticas y solo se identificaba con gente de izquierda. Oquendo practicaba el espiritismo, en Huancané llevó a cabo varias reuniones con ese fin. Su voz era delgada, suave, afinada, pastosa, tenía un gran sentido del humor, amable, cariñoso, tranquilo, cordial y presto a intervenir solo cuando era necesario...".





















   Un amigo y coterráneo de Oquendo fue el poeta Luis Rodríguez, que firmaba sus poemas con el seudónimo de Luis de Rodrigo. En una conferencia en la ANEA, a fines de la década del 60, comentó de Rodrigo que conoció al poeta y se hicieron muy amigos y lo describió brevemente, Oquendo era "de contextura frágil, tez morena y ojos vivaces", y agregó: "Lima lo envenenó con todas sus tentaciones hedonistas. Fue un bohemio impenitente y cayó en las garras del alcohol y los paraísos artificiales". Aunque esto último está en discusión, pues hay algunos que algo saben sobre el asunto y niegan esa posibilidad, por lo tanto hay que tomarlo con pinzas.



Desde la izquierda: Ernesto More, Luis de Rodrigo, Alejandro Peralta, Ricardo Arbulú.














   Un amigo muy cercano de Oquendo fue José Varallanos, hermano de Adalberto Varallanos, quien fuera amigo-hermano del poeta puneño y que también muriera joven y de tuberculosis, la misma enfermedad que llevó a la tumba a Carlos Oquendo, José Varallanos escribe: “Oquendo corporalmente era de talla mediana, enjuto en carnes, de cráneo dolicocéfalo, cabellera lacia, alargada cara con amplia frente, de epidermis color cetrino y rostro pálido. (A través de la azulina bruma del tiempo, veo su fina silueta, su talante de hombre y poeta; a instantes alegre o triste; alegría ingenua, pasajera, y tristeza de un niño abandonado en medio de un mundo cruel. Escuchan aún mis oídos su atiplada y suave voz, pausada siempre). Sus apelativos delataban su ascendencia española y su actitud de reserva o cautela decía de la raza colla; ambas sangres conformaban su síntesis humana de mestizo indo-hispano o cholo como él lo era”.





Adalberto Varallanos


José Varallanos






   Hace poco se conmemoró los 110 años del nacimiento del poeta, sirva esta entrada para conocerlo un poco más y como estímulo (espero) para leer su maravillosa y breve obra, que es lo que más importa.














   Continuará…





                                                        Morada de Barranco, 09 de mayo de 2015.




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*En épocas en las que nadie (o casi nadie) se interesaba en la vida y en la obra de Carlos Oquendo de Amat, la labor indesmayable y extraordinaria de personas como el poeta puneño Omar Aramayo, Carlos Meneses, Rodolfo Milla, José Luis Ayala, José Varallanos y Alberto Tauro, permitió que las fotos que hoy conocemos de Oquendo fueran "rescatadas" del olvido.

Las descripciones del poeta Oquendo se obtuvieron de la revista Qlisgen N° 4 (abril de 1984), del libro de Omar Aramayo y Rodolfo Milla: Carlos Oquendo de Amat, cien años de poesía viva (1905 - 2005), de la biografía de José Luis Ayala: Carlos Oquendo de Amat, cien metros de biografía, crítica y poesía de un poeta vanguardista itinerante. De la subversión semántica a la utopía social (enero de 1998), 5 metros de poemas, edición facsimilar de la Municipalidad de Lima (1986).