Tanto amor y no poder nada contra la muerte!
César Vallejo
Se ha dicho y escrito tanto sobre la muerte. Afanes filosóficos o religiosos se han ocupado del asunto. Ahora que pienso en ella, vienen a mi memoria algunos textos literarios, básicamente poemas y algunas anécdotas. Una de esas anécdotas tiene como personajes a Simone de Beauvoir y Jean Paul Sartre. Cuentan que cuando Sartre falleció, Simone se echó al lado de su compañero y abrazando el frío cuerpo de Jean Paul pasó la noche con él, su última noche con su compañero de amores y peleas, pues decía la Beauvoir que después de la muerte no hay nada, que todo se termina aquí, en el tercer planeta: fue su despedida del hombre que amó a su manera.

Pero si algo quiero mencionar ahora, pues la circunstancia es propicia, es a lo que me aconteció en una tarde fría de colegio del año 71 o 72, épocas en que se estudiaba en los dos turnos. No sé por qué pero estábamos sin profesor ese día, esa tarde, mejor dicho. Mis compañeros mataperreaban, la bulla era infernal: gritaban, se perseguían, se trepaban en las carpetas, se tiraban cosas. En medio de ese laberinto, sentado como estaba decidí sacar mi libro de lectura FTD. Hojeaba el libro, cuidadosamente lo hacía. Hasta que mis ojos se posaron en un dibujo de un personaje vestido a la usanza del siglo XIX, su mirada era pensativa, preocupada, triste. Al lado había un poema que desde los primeros versos me atraparon.
Al ver mis horas de fiebre
e insomnio lentas pasar,
a la orilla de mi lecho,
¿quién se sentará?
e insomnio lentas pasar,
a la orilla de mi lecho,
¿quién se sentará?
Cuando la trémula mano
tienda, próximo a expirar,
buscando una mano amiga,
¿quién la estrechará?
tienda, próximo a expirar,
buscando una mano amiga,
¿quién la estrechará?
Cuando la muerte vidríe
de mis ojos el cristal,
mis párpados aún abiertos,
¿quién los cerrará?
de mis ojos el cristal,
mis párpados aún abiertos,
¿quién los cerrará?
Cuando la campana suene
(si suena en mi funeral)
una oración, al oírla,
¿quién murmurará?
(si suena en mi funeral)
una oración, al oírla,
¿quién murmurará?
Cuando mis pálidos restos
oprima la tierra ya,
sobre la olvidada fosa,
¿quién vendrá a llorar?
oprima la tierra ya,
sobre la olvidada fosa,
¿quién vendrá a llorar?
¿Quién en fin, al otro día,
cuando el sol vuelva a brillar,
de que pasé por el mundo
quién se acordará?
cuando el sol vuelva a brillar,
de que pasé por el mundo
quién se acordará?
Era la Rima LXI de un tal Gustavo Adolfo Bécquer. Su lectura me conmovió de tal manera, que pasados los años no he olvidado esa suerte de “terremoto emocional” que me provocó leer ese poema (ahora sí quiero ser hiperbólico en el afán de reflejar la impresión que causó ese poema a ese niño de nueve o diez años que fui). Por coincidencia, eran tiempos en que la preocupación o el miedo de quedarme solo en el mundo me atormentaban en ciertos momentos. Sucedía que a la semana, por lo menos una vez, mis padres salían de compras al centro de Lima, y yo desde Barranco, con mis dos hermanos, Gloria y el pequeño Arturo, quedábamos en nuestra diminuta casa a la espera de su ansiado regreso. Cuando ya la noche estaba en su apogeo, preocupado salía de tanto en tanto para ver a lo lejos y desde la puerta de casa a mis padres llegar. Cuando no era así, el miedo me invadía y un presentimiento de que les pudiera haber pasado algo me atenazaba: quedarme solo en el mundo, con mis dos hermanos más pequeños que yo, era mi más grande temor. Temor de niño, temor de grande: perder para siempre a un ser querido.
En cierta ocasión recordé cómo mi padre nos indujo a la lectura. Así, sin querer, pura intuición o quien sabe repitiendo lo que nuestros antepasados hicieron alrededor de la fogata, tradición oral, la llaman. En la mesa, luego de las cenas, mi padre se perdía en apasionantes historias, historias que hacían la delicia de nosotros que éramos niños. A falta de televisor, estaba allí la radio (y sus radionovelas) y también mi padre. Escuchar a papá Isaac en esas horas nocturnales era adentrarse a extraños y esperados mundos. Uno de esos relatos todavía lo recuerdo. Hablo de una historia de familia, un relato medio fantástico acontecido a mi bisabuelo cuzqueño.
El nombre del bisabuelo se ha perdido, por lo menos nadie de la familia por parte de mi padre lo recuerda. Mi papá emocionado contaba que hace muchos años, el bisabuelo era hombre de confianza de unas monjas españolas, cuyo convento colonial debían abandonar por vaya uno a saber qué. Como no podían cargar con todo, decidieron enterrar algunas cosas en los alrededores del Cuzco. Para ello acudieron al bisabuelo para que escondiera bajo tierra los tesoros de oro, plata y piedras preciosas. Bajo juramento él no debía hablar del secreto. Las monjas abandonaron el Perú. Al poco tiempo algo sucedería.
Aquí hacen su aparición unos familiares envidiosos y pobretones del bisabuelo. Nunca se habían llevado bien entre ellos. Sin embargo, un día sospechosamente lo buscaron para restañar viejas heridas. Emborracharon al bisabuelo y ebrio de cerveza empezó a contar los lugares de los entierros o tapados. A los días, pocos días, aquellos que eran pobres mostraban signos de riqueza, riqueza que provenía de los tapados de las monjas españolas.
Un día, el bisabuelo salió de su casa llevando a su pequeño hijo Miguel, de cinco o seis años (él sería años después mi abuelo). Se dirigieron a las alturas, no sé la razón. Estaban caminando en medio de la puna, solos, ellos y la impresionante naturaleza. En una de esas, supongo que distracción del bisabuelo, el niño se soltó de las manos de su padre. Al rato, un rayo le cayó al bisabuelo. Según tradición del Cuzco y de muchas regiones del Perú, si eso ocurre y nadie ha visto cómo el rayo te cayó, sobrevives, quedas marcado (una suerte de Harry Potter) y tienes poderes sobrenaturales, te vuelves un chamán (dicen los entendidos que se debe hacer luego del accidente un ayuno de sal y ají y de relaciones con mujeres por una semana). Un chamán en el Perú es, como dice Javier Zapata Innocenzi, “una puerta de contacto con el mundo espiritual. Tienen la facultad de convocar a los espíritus tutelares y comunicarse directamente con ellos”. Pueden hacer hechizos, curar, vaticinar el futuro. Eso si nadie vio que el rayo te cayó. Lamentablemente mi abuelo Miguel vio lo que le aconteció a su padre quien murió calcinado. Dicen que en castigo por haber roto su juramento.
El niño asustado en medio de la puna estaba allí, perdido, sin saber qué hacer ni cómo regresar al pueblo. De pronto apareció una bella y joven mujer quien calmándolo y luego tomándolo de su mano lo llevó a la entrada del pueblo, Lucre. Allí encontraron al niño quien entre lágrimas contó lo sucedido. ¿Quién era esa bella y misteriosa mujer? No se sabe hasta el día de hoy (por allí dicen que fue la virgen o un ángel, pero eso ya es agregar leyenda al asunto).
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Callecita de Lucre, Cuzco. |
Años después, el abuelo Miguel moriría de forma trágica y absurda. Como si la maldición por el juramento roto por su padre lo hubiera alcanzado a él. Mi padre, que entonces era joven y todavía soltero, llevó al abuelo Miguel a un dentista para que le saquen una de sus muelas picadas. El irresponsable dentista le sacó, inconsultamente, no una sino dos muelas. Una hemorragia incontenible provocó la muerte de mi abuelo de quien no se conserva ni una foto. Terrible y absurda muerte.
La muerte. Bella dama pálida que no hace diferencias. Preocupación permanente del hombre. Única certeza de cualquier mortal cuando llega a este mundo: un día hemos de partir, ¿cómo, cuándo, dónde?, no sabemos, pero de que ha de ocurrir, no hay la más mínima duda.
He querido, no sé la verdad por qué, tratar el día de hoy este asunto triste, como dice Rita. Supongo que como un simple mortal no soy ajeno a esta preocupación, no puedo serlo. Debo reconocer, ahora que termino de escribir esta entrada, que no me ha abandonado la imagen de aquel niño que fui, aquel niño preocupado y asustado que, en medio de la noche, de tanto en tanto salía para ver el ansiado regreso de sus padres. La imagen está allí. La preocupación también, aunque ahora no solo sea por mis padres.
Continuará…
Morada de Barranco, 29 de julio de 2011.