miércoles, 29 de octubre de 2025

DOS HISTORIAS DE AULA

 


                                                            Soy yo mismo perdido entre mis voces.

                                                                                                Xavier Abril

 

 

I. UNA LUCHA CONSTANTE


 



   Cuando escolar, nunca tuve la suerte de hallar en los colegios en que estudié (y fueron cuatro) a profesores que contaran historias. No tengo en la memoria la imagen de alguien contándome algún cuento, alguna leyenda, algún mito en un salón de clases. Cuando pienso en estas experiencias orales, inmediatamente viene a mi recuerdo mi casa. En casa sí se contaban historias, como lo he dicho en varias oportunidades. Mi padre aprovechaba algunas noches en que estábamos sentados en la mesa familiar y nos contaba apasionantes historias que nos hacían olvidar nuestro entorno y todo, milagrosamente, se convertía en escenario de esas aventuras.

   ¿Por qué cuento historias?, me han preguntado y me he preguntado. La respuesta a la que llego es porque busco que los alumnos se acerquen a los libros, a la lectura, sin temor, con la confianza y la convicción de saber que están pisando territorio amigo. Alguna vez, hace ya varios años, lo logré (y lo digo sin jactancia) con mi hermano menor: de tanto contarle historias, se convirtió en un lector, en un buen lector, así como mi padre lo logró con mi hermana y conmigo. Debo decirlo: Yo soy lector no por el colegio sino por mi padre.

   Es la casa donde debería empezar esta aventura de leer, son los padres quienes deben provocar esa primera chispa, la curiosidad por descubrir qué es aquello que provoca que el padre, que la madre se olvide de todo (o casi) y se embarque en ese silencio misterioso para el niño; es decir, los hijos deberían ver a sus padres leer y cuando el niño quiera agarrar un libro, no prohibírselo, más bien habría que facilitarle el contacto con ese objeto que despierta su curiosidad, realizar acciones que permitan relacionar al libro no con la prohibición ni con el castigo.

   Que un joven lea no como obligación es un grandísimo triunfo. Ha sido y es uno de mis constantes empeños. Jorge Eslava escribió en uno de sus libros esta idea: “Tratemos de que el estudiante asuma, desde el principio, la lectura como un acto de felicidad y comunicación”. Pero, la lectura, ¿para qué? No como fin, obviamente, sino como medio, como puente, como “herramienta de sociabilización” que permita el desarrollo de otras capacidades, la expresiva, por ejemplo.

   El mismo Jorge Eslava dice, unas líneas más adelante, de la cita anterior: “Lo que importa ahora es insistir en la necesidad de que los docentes, a pesar del maltrato social y económico, comprendan que leer no es solo un ejercicio para incrementar el vocabulario y exhibir una mayor cultura general, sino un arma de resistencia contra la animalidad y una auténtica conquista humana”. “Un arma de resistencia”, tamaña labor la que debemos enfrentar a diario con los jóvenes.

   Siempre lo tuve claro, hay que contar historias, pero también sugerir libros para que los jóvenes se animen a leer. No cualquier libro, hay que darse un tiempo y seleccionarlos, buscar libros que funcionen como ganchos, anzuelos para que se enamoren de la lectura, de los libros. Estos afanes brindan también experiencias agradables: interesantes conversaciones con mis alumnos. Qué grato es escuchar a las personas hablar de libros, más aún si estas personas son jóvenes. Justo el día de hoy conversaba con Yomi, una alumnita de 3.° de secundaria, sobre Aura, la nouvelle de Carlos Fuentes, escuchaba complacido sus percepciones y descubrimientos en ese breve libro salpicado de tantas ambigüedades: una conversación enriquecedora que le agradecí, mientras en mis adentros me decía: "No todo está perdido, resistencia, resistencia".

   En este plano de confidencias, recuerdo que hace poco unas alumnas me comentaron con entusiasmo sobre sus libros preferidos. Me alegró saber que todos ellos habían sido sugerencias mías. Estos fueron los títulos mencionados:  Carta de una desconocida y Novela de ajedrez de Stefan Zweig, La tregua de Mario Benedetti, El túnel de Ernesto Sábato, Siddhartha de Herman Hesse y Crónica de una muerte anunciada de Gabriel García Márquez. Que jóvenes hablen de libros para mí es un gran logro y lo disfruto. Hablar de libros es hablar de la vida misma, no porque la reemplace sino porque brinda herramientas para enfrentarla, ofrece compañía, amplía horizontes, profundiza miradas, hace vivir la vida de otras maneras…

   Esa es la lucha diaria, conducir a los jóvenes alumnos hacia la lectura. La lectura, lo decíamos, como medio, como camino o posibilidad de vivir vidas paralelas, de abandonar momentáneamente la realidad real y sus preocupaciones, de informarnos y asimilar (si se vuelve hábito) los recursos verbales que emplean los escritores, de ampliar y enriquecer nuestro vocabulario que permitirá que logremos expresar de manera precisa y fluida lo que realmente queremos decir; o sea, la lectura como el medio que nos conducirá a desarrollar nuestra capacidad expresiva. En la medida que lo logremos, tendremos más seguridad y sin dudas ni temores nos relacionaremos de mejor manera con nuestro entorno, a final de cuentas, estamos hechos de palabras.


  



 

II. GRANDE, SÓCRATES





   Atenas, ciudad maravillosa de la antigüedad, signada por la leyenda y por la verdad histórica, cuna de grandes hombres que engrandecieron y dieron prestigio a la cuna de la cultura occidental. He aquí algunos nombres: los políticos Pisístrato, Milcíades y Pericles, el historiador Jenofonte, el poeta Píndaro, los dramaturgos Aristófanes, Eurípides y Sófocles, los filósofos Platón, Aristóteles y Sócrates. Toda una pléyade de luminarias que enriquecieron el mundo antiguo y cuya luz no se ha extinguido, a pesar de los siglos transcurridos.

   De ellos, en esta oportunidad, me interesa el misterioso Sócrates, de quien poco se sabe. Sabemos que era poco atractivo, veamos: gordito, bajito, calvo, ojos saltones. Lo que sabemos de él es gracias a sus discípulos, sobre todo por Platón, quien en sus diálogos nos lo presenta extremadamente agudo. Sabemos también que gustaba del arte de la conversación, que le gustaba dialogar con sus discípulos no en espacios cerrados sino al aire libre y que el recurso que empleaba fue el de la mayéutica que consiste en el diálogo a través del cual el alumno descubre la verdad por sí mismo.

   Sócrates parece ser que gustaba de fingir ignorancia (recordemos esa frase que se le atribuye: “Solo sé que nada sé”) y de ser un gran tonto, con la finalidad de dejar en ridículo a través de razonamientos al que más, y lo que es peor, ante los demás. Esta “ironía socrática”, le hizo ganar antipatías y muchos enemigos que después se lo cobraron con creces. Fue acusado de introducir nuevos dioses y de llevar por malos caminos a la juventud. Como se puede ver, el hombre muy poco ha cambiado: los que tienen el poder aplastan a quien pone en peligro sus intereses, para ello se valen de la mentira y de la prepotencia. Nada nuevo en verdad, pensemos sino en nuestro país.

   Jostein Gaarder publicó hace unos treinta años un libro que resulta un magnífico pie de inicio para el mundo de la filosofía, hablo de la novela El mundo de Sofía. En sus páginas encontramos pasajes que nos aclaran un poco más sobre el enigmático Sócrates, Gaarder apela a las comparaciones para saber algo más de este personaje, por ejemplo, compara a Sócrates con Jesucristo y nos dice que ambos se parecieron mucho a pesar de pertenecer a culturas y tiempos diferentes. Apelaré a mi memoria. Tanto Sócrates como Cristo fueron sabios y maestros, ambos prefirieron vivir en humildad y pobreza, gustaban de los espacios abiertos para compartir su sabiduría, jamás cobraron por sus enseñanzas, nunca escribieron obra alguna, de ambos sabemos por sus discípulos, incluso, los dos murieron siendo consecuentes con sus ideas: atrevidos y desafiantes con los poderosos, a quienes criticaban y denunciaban, esta actitud decidió sus destinos, la muerte, la cual encararon con valentía.

   Desde hace años, no solo desarrolló el área de Comunicación, también tengo una hora a la semana el curso de Filosofía (en estos días estamos enfrascados en las teorías del conocimiento de Platón, Aristóteles, Descartes, Locke, se vienen Berkeley, Hume, etc.). Tengo siempre en la memoria un par de anécdotas atribuidas al gran Sócrates, dos historias que empleo como motivación y que los alumnos escuchan y celebran. La primera le he puesto el título de "Las 500 dracmas" y la segunda, "La prueba de los tres filtros". Quiero en esta oportunidad trasladar este par de anécdotas a este espacio para que las disfruten y, por qué no, motivar alguna reflexión. Aquí va la primera.

   Cuenta la anécdota que Sócrates iba con sus discípulos caminando cuando de pronto un hombre se les atraviesa, era uno de los más ricos comerciantes atenienses. Se dirige a Sócrates y le dice entusiasmado: “¡Maestro, lo vengo buscando hace días!”. El sabio le responde: "¿En qué te puedo servir, buen hombre?”. "Necesito que te encargues de la educación de mi hijo y quiero saber cuánto me ha de costar tus servicios”, agitado le respondió el rico comerciante. Sócrates que nunca había cobrado por sus enseñanzas, para ponerlo a prueba le dice: “La educación de tu hijo te costará 500 dracmas”. El comerciante lo mira sorprendido y le dice al viejo filósofo: “¿500 dracmas?, pero eso es mucho, con 500 dracmas puedo comprar un burro para transportar mis mercaderías”. Sócrates lo mira y con suma tranquilidad le responde: “Entonces ve y compra ese burro, llévalo a tu casa, así tendrás dos burros”.

   La segunda anécdota cuenta que Sócrates y sus discípulos iban conversando amenamente por una plaza de la antigua Atenas, cuando de pronto un hombre extraño se les acerca y le dice al sabio ateniense: “¡Maestro, maestro, tengo algo que contarte, es sobre un amigo tuyo y recién me acabo de enterar!”. “¿Un amigo mío, dices?”, le respondió el viejo maestro. “En efecto y sé que te va a interesar”. Sócrates lo miró con desconfianza y le dice: “Antes que me digas algo sobre ese amigo mío, vamos a ver si eso que me vas a contar pasa por la prueba de los tres filtros”. Sorprendido el hombre mira a Sócrates y escucha que este le dice: “Veamos si pasa por la primera prueba que es el de la verdad, ¿estás completamente seguro de que lo que me quieres decir es cierto?”. El hombre mira a Sócrates y nervioso le dice: “Creo que no, pero se…”. “O sea, no sabes si es cierto o no, bien, entonces lo que me quieres decir no ha pasado el primer filtro. Pero quizás pase la segunda prueba que es el de la bondad: ¿Eso que me quieres contar sobre ese amigo mío es algo bueno?”. “No, definitivamente no”, respondió por segunda vez el lenguaraz. “Entonces eso que me quieres contar no ha pasado por el segundo filtro, tal vez pase la tercera prueba que es el de la utilidad: ¿Lo que me quieres contar me va a ser útil? “No creo”, respondió el hombre. Sócrates entonces miró al deslenguado y con absoluta seguridad le dijo: “Si lo que quieres contarme no es cierto, tampoco es bueno ni es útil, no quiero escucharlo”. Entonces el extraño hombre se retiró avergonzado. ¿Comentarios? Muchos, ahí se los dejo.





 

 

   Continuará…

 

 

 

                                          Morada de Barranco, 29 de octubre de 2025




 

domingo, 28 de septiembre de 2025

UNA TERCA ALEGRÍA

 



                                                          Nosotros desentornillamos todo nuestro optimismo

                                                                                    Carlos Oquendo de Amat

 

 

 

   Cuando el poeta Carlos Oquendo de Amat decidió publicar su mítico 5 metros de poemas tuvo serios problemas económicos para hacerlo. Para financiar el costo de la edición, recurrió a la venta de bonos literarios: su valor, según Rafael Méndez Dorich, era de 80 centavos. Una vez impreso el poemario, apenas si pudo retirar de la Editorial Minerva un número reducido de ejemplares de esa legendaria primera edición, de ahí que se conserven muy pocos y el valor de uno ellos hoy alcancen cifras astronómicas (entre la Biblioteca Nacional y la biblioteca de la Pontificia Universidad La Católica del Perú solo se conservan tres ejemplares que han sido declarados en 2024 por el Ministerio de Cultura como Patrimonio Cultural de la Nación). ¿Qué pasó con aquellos libros que no fueron retirados de la editorial? Probablemente fueron usados como material de embalaje o simplemente destruidos, algo bastante común en las imprentas hasta el día de hoy.






   Hace unos años, un amigo me contó una anécdota increíble sobre la suerte de uno de los pocos ejemplares de 5 metros de poemas que quedan de la edición príncipe de 1927 (tal como aparece en el libro). En una de las más importantes universidades del país, empleados de la biblioteca ordenaban y a la vez se deshacían de publicaciones antiguas (esto es algo que nunca he comprendido, pero ocurre y es bastante común en las bibliotecas de las universidades nacionales y particulares). Estos desinformados empleados hallaron en los anaqueles dos ejemplares de 5 metros de poemas: la primera edición bastante estropeada y una edición facsimilar reciente, probablemente la de 1980, en magníficas condiciones. Decidieron, como si le hicieran el más grande favor a la universidad para la que trabajaban, arrojar al tacho la vieja edición cuya conservación no se justificaba al contar con otro ejemplar nuevo. Hasta el día de hoy me resisto a aceptar que se pudiera cometer tamaño acto de ignorancia y de estupidez.       





   Luego de esa primera edición, ¿cuántas ediciones más se han hecho? Difícil respuesta. La segunda edición demoró unos cuarenta años en aparecer (1969): libro pequeño, no reproducía su carátula, aunque sí respetó el formato de cinta plegable, pero con errores lamentables como alterar el orden de los poemas. Después de esa segunda edición transcurrieron doce años, fue en 1980 que se editó por Petroperú de manera facsimilar, desde esa tercera edición se han publicado más de una treintena de ediciones, algunas de ellas fuera del país (España, México, Estados Unidos, Italia, Colombia, Grecia, Turquía, Rumanía) y en otros idiomas (inglés, italiano, asturiano, griego, turco, rumano). Es probable que a pesar del cuidado que he tenido se me haya escapado alguna edición, pero según mis pesquisas, son treinta y ochos ediciones las que se han publicado hasta el día de hoy.















   Ambas ediciones tienen que ver con la siguiente anécdota. La primera vez que vi este libro fue en la mítica librería El caballo rojo. Era la edición de Petroperú. Tomé el libro, lo revisé rápidamente y lo dejé en el mismo lugar: no lo compré. Ya después me arrepentiría, pues por más que lo busqué, nunca pude encontrar un ejemplar. Pasaron tres años, allá por el 83 hallé en la librería de viejo del señor Muñoz, que se encontraba en la cuadra 8 de jirón Azángaro, la edición de pasta blanca de la Editorial Decantar. Fue mi primer ejemplar de ese libro fundamental, con él inicié (aunque entonces no lo sabía) este afán de conseguir la mayor cantidad de ejemplares del libro de Oquendo.









   Quiero mencionar a tres personas que de una u otra manera se involucraron en estos afanes míos. Omar Aramayo, el gran poeta, me obsequió dos ediciones: un ejemplar del poemario editado por la Dirección Regional de Educación de Puno, junio de 2018 (pasta de dos colores: amarillo y blanco) y la que probablemente sea la edición más pequeña del libro (de apenas 8 cm X 8 cm) publicado por el Centro de Estudios Latinoamericanos Arturo PeraltaPuno, sin fecha de publicación: reproduce la carátula y el formato del libro. La segunda persona es mi hermano Paco, quien en la navidad de 2018 me obsequió un ejemplar publicado por Lluvia Editores. Una edición bella e impecable (salvo un error: en la solapa del libro hay un dibujo basado en una fotografía de alguien que definitivamente no es el poeta Carlos Oquendo de Amat), un error que se viene repitiendo. Pero es una bellísima edición. La tercera persona es la señora Ivonne Berrocal, mamá de una exalumna muy querida (Lucía Valverde). Fue la señora Ivonne quien realizó la compra a distancia y a través de ella pude conseguir la edición colombiana publicada en 2022 de 5 metros de poemas (Bogotá, Colombia. Editorial Enredadera. Ilustrado por Laura Barbosa Silva).












   En una suerte de terca alegría, sin quererlo al comienzo y queriéndolo ya mucho después, he logrado reunir diecinueve ediciones, o sea, la mitad de las ediciones que se han publicado de este mítico libro. Esta búsqueda me ha convertido, me parece, en el mayor poseedor de diversas ediciones del libro de Oquendo en el Perú. Producto de esta búsqueda, me ha llegado la última edición del poemario este martes 23 de octubre: 5 metros de poemas editado en 2024 por Visor Libros, editorial española (la pasta hace recordar el negativo de una foto: fondo negro, letras blancas). En estos afanes ando por estos días tras las ediciones italiana, griega y turca y espero pronto buenas noticias.





   Ya para terminar, quiero compartir esta alegría a través de una foto, una imagen de las diecinueve ediciones que poseo (entre ellas una colombiana, una norteamericana y una española, sobre la que comenté líneas arriba), esta imagen como evidencia de esta terca alegría que me acompaña desde hace varios años.




 

   Continuará…

 

 

                                           Morada de Barranco, 28 de setiembre de 2025








viernes, 29 de agosto de 2025

MIS ALUMNOS Y EL CINE

 


 

                                                          Persiguiendo a la luz, a su imponderable cristal…

                                                                                            Raúl Deustua

 

 

 

   Estamos en pleno invierno, en su apogeo. Son días definitivamente fríos, húmedos, de esos que invitan a la intimidad de los espacios: bien abrigado, con una oportuna taza de café y la compañía de un libro o quizás de una buena película. Pero son también días de mi labor como profesor, por eso ando pensando qué películas deberán visionar mis alumnos. Una de las candidatas es una película que a mí me sabe a gloria. Hablo de M, el vampiro de Düsseldorf, película en blanco y negro filmada en 1931 por el director austriaco Fritz Lang. Guardo la esperanza de escuchar, después de que la vean, buenos y entusiasmados comentarios, como ha sucedido con otros filmes que han visionado como parte del desarrollo del Área de Comunicación.





   Mencioné el invierno y tiene una explicación. Tengo para mí que nada hay como ver una buena película (si no se puede en el cine) encerrado en casa, bien abrigado y premunido de una taza de café recién pasado para derrotar, en tanto dura el filme, al frío. Las bajas temperaturas, crean para mí, una atmósfera ideal para abandonarme al placer de las imágenes. Lo he comprobado innumerables veces, de ahí mi aseveración. Está demás decir que junto a mí (o yo junto a ella) debe estar Rita, imprescindible.

   Justamente una de las últimas películas que volví a ver por estos días fríos fue este primer film sonoro de Lang. Nuevamente quedé conmovido por la historia cruel de ese asesino en serie interpretado por Peter Lorre quien silba amenazadoramente una melodía de Edvard Grieg. Entonces surgió una pregunta, ¿podrían ver esta película mis alumnos? "Claro que sí", me respondí inmediatamente. Es más, debo suponer que ya varios la deben haber visto (internet lo facilita) y espero paciente sus opiniones. Lo mismo espero que suceda con películas como La noche del cazador de Charles Laughton; las neorrealistas Alemania, año cero y Stromboli de Roberto Rossellini, Psicosis de Alfred Hitchcock y por qué no intentar, me pregunto, con filmes del cine "noir" (pienso en Cara de ángel o Manos peligrosas) o del "western" (pienso en Shane o en Río Bravo).

   En la labor educativa, como todos sabemos, el aprendizaje es mutuo, el intercambio es enriquecedor. Los jóvenes con su energía y entusiasmos te contagian, te dan otro ritmo. Si no se quiere quedar rezagado o aparecer cual resto arqueológico destinado a algún museo, uno debe ir con los tiempos, conocer los gustos de los más jóvenes, experimentarlos. El comentario viene a raíz de lo siguiente. Preparaba clases sobre el Romanticismo y en la búsqueda de materiales, me topé con unas hojas bond recicladas (más de doscientas hojas que yo titulé "Bagatelas") donde hace más de veinticinco años pegué múltiples recortes periodísticos de diversos diarios. De pronto, entre los muchos recortes, apareció ante mis ojos un texto pequeño de un antiguo diario, me refiero al "Ojo" (que en ese entonces era de contenido cultural). El pequeño recorte, que supe conservar desde mi época escolar, informaba sobre unas coincidencias históricas entre dos personajes como Napoleón y Hitler, coincidencias que me asombraron y (¿por qué no?) me siguen asombrando. He aquí el texto.

 

 

COINCIDENCIAS HISTÓRICAS

 

Napoleón nació en 1760 y Hitler en 1889, existiendo una diferencia de 129 años. Napoleón tomó el poder en 1804, Hitler en 1933, existiendo al igual 129 años de diferencia. Napoleón entró en Viena en 1809, Hitler lo hizo en 1938 y nuevamente coincidieron en 129 años de diferencia. Napoleón atacó a Rusia en 1812, Hitler atacó a la URSS en 1941, increíblemente coinciden nuevamente en 129 años. Napoleón perdió la guerra en 1816, Hitler perdió la guerra en 1945: 129 años de diferencia. Ambos tomaron el poder a los 44 años, atacaron Rusia cuando tenían 52 años y perdieron la guerra cuando contaban con 56 años. Extraño, ¿no?

 

 

   Por cosas del destino, el empleo de este material quedó postergado. Pero desarrollé la clase sobre el Romanticismo y hablé, entre muchas cosas, sobre la preferencia que sintieron los románticos por la noche. Leímos, entonces, en voz alta el famoso "Nocturno" de Manuel Acuña, poeta mexicano. Luego comenté sobre unas piezas breves para piano de Chopin, precisamente titulados "Nocturnos". Ese mismo día en la noche envié el enlace con una selección de nocturnos del músico polaco. Casi inmediatamente, una alumna comentó que por coincidencia acababa de ver un filme de Roman Polanski llamado El pianista, donde el protagonista (Szpillman) ejecutaba piezas para piano de Chopin. Impulsado por el comentario de mi alumna, visioné por cuarta vez esta película. A cambio (si cabe la expresión) yo le recomendé que visionara La amada inmortal, un largometraje sobre el músico alemán Ludwig Van Beethoven. Es así, en el proceso de aprendizaje el intercambio es mutuo, bien porque llega a ti algo nuevo o porque te impulsa a visionar, como en este caso, una película ya vista hace algunos años.

   En este afán porque los jóvenes amen el cine y no las películas (como decía alguien cuyo nombre lamentablemente he olvidado), uno es testigo de ciertos momentos que se tornan inolvidables, como aquellos en que mis alumnos intercambiaban sus puntos de vista y aclaraban sus dudas cuando hablaban (así, voz en cuello) sobre El gabinete del Dr. Caligari de Robert Wiene, Los Olvidados de Luis Buñuel o sobre Los cuatrocientos golpes de Francois Truffaut o comentaban con una alegría conmovedora Tiempos Modernos de Charles Chaplin. Yo sonreía complacido de que estos jóvenes ya no hablaran, si se trataba de cine, solo de Rápidos y furiosos no sé cuántos y otras películas de esa misma laya. Pequeños triunfos no del profesor sino de estos adolescentes que se atreven a transitar por otros predios.

   Debo decir que, si alguien tiene éxito, y rotundo, con los jóvenes, con los niños (en realidad con el público de cualquier edad) ese es Charles Chaplin. Aún resuenan en mis oídos los comentarios entusiasmados sobre películas como El Pibe, Luces de la ciudad, La quimera del oro y Tiempos Modernos. Una alumnita de 5. ° me dijo un día: “Profesor, las películas de Chaplin son muy graciosas y hasta hacen llorar, ahora quiero ver El Circo, la voy a buscar”. “Magnífico, hazlo”, decía en mis fueros internos. Otra alumna me abordó y me soltó su comentario: “Profe, vi la película de Chaplin con mis hermanitos (se refería a Tiempos Modernos) y les ha gustado, no parábamos de reírnos”, para concluir con lo siguiente: “Desde entonces estamos buscando para ver sus largometrajes y sus cortos por internet”. Una cosa curiosa, nadie se ha quejado de que estas películas sean mudas. Ni el más mínimo comentario o queja al respecto, solo las disfrutaron. Bueno, se echó la semilla, ahora solo resta esperar.

 

 

   Continuará…

 

 

                                                    Morada de Barranco, 29 de agosto de 2025




martes, 29 de julio de 2025

CUATRO APUNTES EN ESTE MES DE JULIO

 

                                                                Soy solo el caminante solitario

                                                                que recoge las semillas del camino.

                                                                                      Javier Heraud





 

I. YO SONÁMBULO

 

   Tiempos de colegio. Primarioso y pequeño salía de casa bien peinadito camino al Santísimo Sacramento (colegio particular hoy desaparecido) en la cuadra seis de la avenida Grau. Hecho un primor me iba rumbo al colegio: terno azul (con pantalones cortos en tiempos de calor), corbata roja, camisa impecablemente blanca (creo que nadie en el mundo las dejaba tan blancas como mamá) con cuello y puños almidonados, elegancia que se tornaba en martirio porque después de mataperrear en los recreos, completamente sudado, despeinado, sucio, tanto puños como cuello se tornaban en efectivas lijas que arañaban la piel del cuello y muñecas y cuando el sudor llegaba a las heridas cerraba uno los ojos, arrugaba la nariz y con la boca semiabierta daban ganas de brincar por el escozor. Algo como cuando el alcohol llega a la herida.

   Con mi maletín de cuero marrón (bastante grande para mi edad) salía de casa, muy temprano. Por calles mucho más silenciosas que ahora me enrumbaba y para distraer la marcha imaginaba historias (el cine jugó entonces un papel importante ya que no había domingo que no fuera a los cines Zenith, Raimondi o Balta para ver sobre todo “películas de romanos”) donde yo era el protagonista, casi siempre un personaje heroico (supongo que aquello que no podía hacer en la vida real lo realizaba en estas ensoñaciones) o en medio de la niebla invernal que invadía las calles que hacía aparecer a los árboles de moras como fantasmas en hilera, cantaba muy bajito una canción que no he olvidado y cada que puedo la tarareo:

 

 

Si tú me quieres

dame una sonrisa,

si no me quieres

no me hagas caso,

pero si ahora

tú me necesitas,

lo tengo que saber

y tú mi bien

una señal

me vas a dar:

y solo dame

una señal chiquita…

 

 

   Hay un hecho que me ocurrió por esos años de infancia y colegio, un suceso teñido de misterio. Sucedió que mis papás me habían comprado para hacer Educación Física un buzo de franela de color guinda. Un tiempo después lo dejé de usar y entre ropas viejas o de otra estación se confundió, por lo menos eso es lo que recuerdo. Sin embargo, acaeció que muchos meses después me acordé del buzo y decidí volverlo a usar. Busqué donde suponía debería estar, pero no lo hallé. Busqué y busqué incansablemente. Rebusqué por los lugares más increíbles de la casa y no daba con el bendito buzo. No sé cuántas veces reinicié el trabajo de encontrar esta prenda. Incluso mi mamá me ayudó, nunca lo encontramos, y eso que pusimos, como se dice, la casa patas arriba. Tan empecinado estaba en hallar el buzo que de impotencia lloré y zapateé como un condenado. Nada, ni siquiera mis más desesperadas y encendidas oraciones a San Antonio, santo de las cosas perdidas, hicieron que ubicara el buzo de franela de color guinda. ¿Dónde estaría?

   Ya calmado y resignado, cuando llegó la noche, me acosté: al día siguiente tenía que ir al colegio… Unas horas después la voz de mi madre me despertó para alistarme y desayunar. Salí de la cama y para sorpresa mía llevaba puesto el buzo de franela guinda que infructuosamente había buscado el día anterior. ¿Qué había sucedido? No sé explicarlo hasta ahora, pero el bendito buzo lo llevaba puesto. Mi madre al verme no lo podía creer, pero inmediatamente me dijo algo que me dejó más sorprendido y helado, muy helado: “Tú eres sonámbulo”. “¿Quééééééé? ¿Qué es eso, mamá?”, le pregunté con suma curiosidad. “Sonámbulo, hijo, es una persona que camina dormida y dormida hace cosas”. Me asusté. Y más cuando me dijo como si no fuera importante: “No se les debe despertar porque si no se vuelven locos”. ¡Caraaaaaajo!, yo sonámbulo y no lo sabía. A un paso de la locura, si es que alguien por descuido me despertaba, y nunca me lo habían dicho. Entonces, había ocurrido que ¿guiado por mi subconsciente había buscado el buzo, lo había encontrado y me lo había puesto? ¿Eso era lo que había pasado? ¿Eso era lo que mi madre me estaba tratando de decir? Literalmente temblé. Me resistía a creerlo: ¡yo, sonámbulo! Recuerdo que casi para concluir, mi madre me contó que en ciertas noches ella había escuchado unos ruidos en casa. En medio de la más completa y absoluta oscuridad se levantaba de su cama y con sigilo se dirigía de donde provenían los ruidos… o sea a la cocina. Allí ella me vio varias noches que movía tazas y platos y luego me regresaba a mi cama. Me di miedo. No quise indagar más, no quise saber nada más sobre el asunto. Pero cada vez que lo recuerdo, los vellos de mi cuerpo y mi cabellera se erizan como alfileres y un escalofrío me invade y sacude mi cuerpo (aunque suene exagerado).





 

II. YO NACÍ CON EL CINE

 

   Es cierto, cuando niño asistía religiosamente al cine todos los domingos. Viejos tiempos en los que no había televisión en casa; es decir, nadie de mi familia experimentó ciertas fiebres producto de alguna telenovela exitosa, digamos, Simplemente María o Natacha, ambas hechas en el Perú y de difusión internacional (un tiempo después, ya con un televisor en blanco y negro, sabríamos eso de esperar ansiosos un nuevo capítulo de una telenovela, me refiero a Nino).

   Mi vida era, aparentemente, sencilla al amparo de mis esforzados padres, una pequeña (pequeñita, en realidad) casa que se hacía grande para albergar todo, incluso mi biblioteca personal que empezaba a crecer al ritmo de mi voracidad de lector, la compañía de mi hermana Gloria y la posterior llegada de Arturo y varios años después de Francisco.

   ¿Problemas? Muchos (que no vienen al caso comentarlos). Unos padres incansables que se mataban trabajando para que nada faltara en casa (y nunca faltó). Y para esos múltiples problemas de la vida cotidiana, para mitigar las fatigas del mucho trabajar: el cine. Aún recuerdo aquellos preparativos familiares para asistir a una función en los hoy desaparecidos Raimondi, Zenith o Balta (con su consabida caminata de varias cuadras hasta el también desaparecido óvalo). Esos preparativos eran un rito (un buen traje, bien peinadito y una alegría galopante dispuesta a la aventura).

   El silencio sagrado con que se veían las imágenes siempre llamó mi atención, silencio roto únicamente por la emoción con que los niños en coro (incluso los mayores) celebraban la aparición proverbial del bueno o de los buenos de la película: sus gritos, sus risas, sus aplausos todavía resuenan en mis oídos. Yo con vergüenza ajena solo atinaba a escuchar y ver sus siluetas emocionadas. Acabada la función, una vez fuera del cine, las acciones de la película se trasladaban al parque Raymondi. Allí los niños, impregnados todavía por la experiencia cinematográfica, formaban bandos: los buenos contra los malos y “peleaban”, hacían la “guerrita”, se perseguían, se herían, se mataban mientras yo desde lejos los observaba con algo de depresión pues la noche se acercaba y al día siguiente había que ir al colegio.

   Mis citas con el cine eran impostergables. Recuerdo una. Ocurrió cuando yo tenía siete años. Ese día me había atrevido a seguir a una procesión, no por un asunto de fe, sino por ver a la banda musical que acompañaba a la procesión de la Cruz. Lo tengo claro, ya se acercaba la primera función de cine de ese domingo 31 de mayo, así que regresé a mi casa, estaba a punto de ingresar a ella cuando mis ojos se clavaron en una pequeña cáscara seca de naranja, no sé por qué, pero era como si mis ojos la hubieran buscado. Entré a casa, me acerqué a mi papá y, como de costumbre, le pedí permiso para ir al cine. Cuando mi padre empezó a buscar el dinero para la entrada el suelo empezó a moverse espantosamente, era un terremoto, ese que provocaría la destrucción y desaparición de pueblos enteros como Yungay y Ranrairca, en el departamento de Áncash. Recuerdo muy bien que salimos disparados de la casa, mi madre gritaba asustada, aterrorizada (no era la única, por cierto) mientras mis ojos descubrían cómo la cáscara seca de naranja, que unos minutos antes viera, saltaba en el suelo como si fuera una pelota. Ante tamaño desastre nacional todo se suspendió. No hubo funciones de cine, de teatro, de nada. Asustado (muy asustado) y apenado me resigné a que ese domingo no podía ir al cine. Fue, creo, el único domingo en que no pude experimentar la emoción de ver cómo se corría el telón, cómo se apagaban las luces, cómo en medio de la oscuridad irrumpía un haz de luz que venía de atrás para iniciar la función; es decir, transitar por el asombro, por el descubrimiento.





 

III. ¿QUÉ OCURRIÓ ESE DÍA?

 

   Corría el año 1999, verano de 1999, mes de enero. Rita y yo estábamos en todos los ajetreos de nuestro matrimonio. Habíamos decidido casarnos en un templo virreinal. Lamentablemente la iglesia del Monasterio de Jesús, María y José del centro de Lima quedó descartada. Así que, luego de analizar las posibilidades, decidimos que el matrimonio tenía que ser en la iglesia Santiago Apóstol de Surco, iglesia de tiempos de la dominación española y sobreviviente a la guerra con Chile. El problema era que ni Rita ni yo vivíamos en ese distrito, y para casarnos allí, teníamos que presentar en esa parroquia un recibo de consumo de agua o luz de Surco como prueba de que pertenecíamos a esa jurisdicción. Problemas.

   Inmediatamente pensamos en una excompañera de trabajo que vivía en ese distrito, ella podría prestarnos el recibo, pero no sabíamos exactamente dónde residía. El plazo para presentar el documento se vencía, si no cumplíamos con ese requisito tendríamos que buscar otra iglesia y nuestro matrimonio ya no podría ser en febrero, último mes de vacaciones. Recuerdo que caminábamos por la plaza de Surco viejo, desesperados porque no sabíamos cómo encontrar a Carmen, a quien hacía buen tiempo que no veíamos. Pensábamos que un golpe de suerte (¿existe la suerte?) haría que coincidiéramos en alguna calle con ella.

   En la vida, hay ocasiones en que uno hace cosas que después no se atrevería a volver a hacer. Pero hoy que recuerdo, me parece ver todo como en una película: cruzábamos por una esquina de la Plaza de Surco una ancha pista, cuando a manera de broma se me ocurrió, a la luz del día, empezar a gritar el nombre de Carmen. Supongo que los viandantes me escucharían sorprendidos. Yo me desgañitaba, mientras Rita, nerviosa, me decía que me callara: “¡Car-men!, ¡Car-men!, ¡Car-men! ...", gritaba. De pronto, a mitad de pista, un taxi se paró sorpresivamente junto a mí y Rita y del carro bajó, oh sorpresa, Carmen. No nos quedó más que reír con Rita por lo que acababa de ocurrir, mientras que Carmen nos miraba sorprendida por el encuentro y por nuestras risas. ¿Cómo llamar a esto? ¿Suerte, coincidencia, destino?

   Podría pensarse, como muchos dicen, el mundo es chico, así que cruzarse con personas o ciertos sucesos son naturales que ocurran: la vida siempre depara sorpresas inexplicables o como dicen algunos, la realidad muchas veces supera a la ficción. Pero ¿de esa manera? Han pasado veintiséis años de esta anécdota, Rita y yo transitamos felices desde entonces por una misma senda y en parte se lo debemos a nuestra querida amiga Carmen, o si se quiere, a la “oportuna aparición” de Carmen.





 

IV. UN EMBAJADOR MEXICANO EN MI CASA

 

   Alfonso Reyes es el maestro a quien siempre releo, al que vuelvo para disfrutar de su prosa que se desliza casi sin ser sentida. Hace unos treintaicinco años quedé prendado con su "Visión de Anáhuac" y como un obseso empecé a buscar sus libros: desatado, enfebrecido, sonámbulo (permítanme ser hiperbólico) y no conseguía libros del maestro (cuya prosa había sido alabada por el mismísimo Borges). Tenía entonces veintitantos años y como ahora estaba cargado de sueños, muchos sueños y un férreo amor por la lectura. Cometí entonces un atrevimiento de juventud.

   Una mañana de domingo que paseaba con mi hermano menor por el malecón de Barranco descubrí la que fue la residencia del embajador mexicano. Recuerdo que a la semana siguiente llegué hasta ese mismo lugar con una carta dirigida al embajador de México, en la carta expresaba mi admiración por el maestro Alfonso Reyes, mi amargura por no hallar más libros de él, mi ofrecimiento de cambiar algunos libros míos (libros de Derecho, básicamente) por otros títulos del maestro mexicano, claro está, apelando a los contactos del embajador.

Deslicé la carta en la residencia y me fui caminando con mi hermano "Paco" que en ese entonces tenía siete años. Por momentos pensaba que había perdido mi tiempo, pero también sentía que algo podía ocurrir, sólo me quedaba esperar... y no sabía por cuánto tiempo.

   En la tarde de ese mismo día, a eso de las 2:00 p.m. sonó el timbre de la casa de mis padres. Yo estaba mal trajeado, un desastre total (bividí, trusa playera y sayonaras) y encima ayudaba a mi madre a cocinar un plato típico del Perú, donde entraba limón, pescado, cebolla (el lector adivinará qué plato es ese), es de imaginar mi apariencia aterradora más los olores fuertes de los ingredientes que se habían impregnado en mis manos. Observé silenciosamente por un huequito de una ventanita que daba al jardín de la casa y, para mi sorpresa, identifiqué al personaje, era el mismísimo embajador mexicano, don Jesús Puente Leyva. No sabía qué hacer, aterrado sólo decidí no abrir la puerta, lo atendí azorado y totalmente tembloroso, para mi vergüenza, por esa ventanita (que hoy ya no existe).

   Me presenté y el embajador muy gentilmente me dijo que había leído mi carta, que lamentaba no haberme conseguido más libros que ese que tenía en la mano (el IV tomo de las obras completas de Reyes, creo que son diecisiete tomos). Tembloroso, tartamudeando atiné a decirle que me espere, que iba a sacar los libros que había ofrecido cambiarlos, me dijo que no me preocupara, que si conseguía más libros de Alfonso Reyes me los traía o me los enviaba.

   Antes de marcharse, me entregó un sobre manila con dos libros suyos con dedicatoria, que recopilaban algunos de sus artículos sobre diversos aspectos de la cultura (sobre todo de literatura), ambos habían sido editados en Venezuela donde había sido embajador antes de venir al Perú. Se despidió. Con los deseos de enterrarme en cualquier fin de mundo en esos instantes, recuerdo que a lo lejos escuché cómo arrancó el motor de su carro. Yo tenía en ese momento una confusión absoluta, estaba nervioso pero alegre, estaba avergonzado pero orgulloso, era una maraña de sentimientos y emociones.

   Desde el día que este señor fue a mi casa no lo volví a ver. Qué generosidad la suya, qué señor de señores, uno de los más hermosos recuerdos que tengo ocurrió en la flor de mi juventud. Al poco tiempo, me enteré por un periódico, que al embajador lo destacaban a la Argentina.

   Han pasado tantos años, el joven de entonces sigue siendo joven (un adolescente del segundo tiempo como suelo decir, medio en serio, medio en broma) y quiero realizar muchos sueños que en el camino han venido surgiendo, como cuando era más joven e indocumentado.

   Hay aquí, al Sur de América, un corazón peruano que vive y vivirá eternamente agradecido con un Señor llamado Jesús Puente Leyva. Supongo que algún día ocurrirá que tendré la oportunidad de volverlo a ver y nuevamente estrechar la generosa mano del embajador mexicano, pero esta vez (espero) ya sin olor a cebollas y a pescado.





 

   Continuará…



                                                            Morada de Barranco, 29 de julio de 2025