domingo, 31 de julio de 2016

UN LIBRO IMPRESCINDIBLE





                                          Al escribir, en realidad, no hacemos otra cosa que dibujar
                                          nuestros pensamientos…
                                                                                 Julio Ramón Ribeyro








   Por estos días estoy releyendo un libro del entrañable Julio Ramón Ribeyro, me refiero a esa joya sin género propio titulada: Prosas apátridas, ¿a qué se refería Ribeyro con el título? En la Nota del autor que precede a la obra lo dice con precisión: “El título de este libro merece una explicación. No se trata como algunos lo han entendido, de las prosas de un apátrida o de alguien que, sin serlo, se considera como tal. Se trata, en primer término, de textos que no han encontrado sitio en mis libros ya publicados y que erraban entre mis papeles, sin destino ni función precisos. En segundo término, se trata de textos que no se ajustan cabalmente a ningún género, pues no son poemas en prosa, ni páginas de un diario íntimo, ni apuntes destinados a un posterior desarrollo, al menos no los escribí con esa intención. Es por esa razón que los considero ‘apátridas’, pues carecen de un territorio literario propio”. Clarísimo.






   Prosas apátridas es un libro que reúne notas muy personales, reflexiones breves sobre diversos aspectos de la realidad que el autor aborda (la soledad, el paso del tiempo, el amor, la literatura misma). Curiosamente este es un libro cargado de sabiduría que no pretende precisamente ello, el autor a través de estos “retazos” espontáneos cavila no para hallar respuestas (dejemos esa labor a esos infames libros de autoayuda, territorio donde Coelho es su estrella máxima), nada más alejado de esa intención: estas prosas no son más que la justificación para plantearse algunas interrogantes, meditar sobre algunos asuntos que la mirada detallista del autor ha observado.






   Una de las riquezas que ofrecen obras como esta, se encuentra en que a cada nueva lectura encontramos algo nuevo, algo que en una lectura precedente no lo habíamos percibido, lo curioso y lo mágico del asunto es que son las mismas palabras, las mismas líneas, los mismos fragmentos que se presentan ante nuestros ojos como chispas, porque precisamente si a algo se parece cada uno de estos fragmentos es a una chispa: como ella refulge fugazmente y desaparece, pero ya iluminó, brevemente, pero su luz produjo en nosotros un descubrimiento, un reconocimiento. De ahí que este sea uno de esos libros que puede resultar una magnífica compañía: su lucidez se torna necesaria. Cualidad de toda obra que se le considera un clásico. Y este libro lo es.






   No voy a explayarme sobre un libro que, como todo buen libro, se defiende solo, un libro que tiene la capacidad de decirnos algo que esperábamos escuchar o que inesperadamente aparece y nos conduce hacia una reflexión sobre algún punto, o alguna situación que tal vez estaba frente a nosotros y que gracias a uno de estos fragmentos recién lo percibimos. Pero será mejor que leamos algunos de estos fragmentos luminosos y después nos atrevamos, si no lo hemos hecho ya, a transitar por este libro imprescindible.






1.

¡Cuántos libros, Dios mío, y qué poco tiempo y a veces qué pocas ganas de leerlos! Mi propia biblioteca, donde antes cada libro que ingresaba era previamente leído y digerido, se va plagando de libros parásitos, que llegan allí muchas veces no se sabe cómo y que por un fenómeno de imantación y de aglutinación contribuyen a cimentar la montaña de lo ilegible y, entre estos libros, perdidos, los que yo he escrito. No digo en cien años, en diez, en veinte, ¿qué quedará de todo esto? Quizás sólo los autores que vienen de muy atrás, la docena de clásicos que atraviesan los siglos a menudo sin ser muy leídos, pero airosos y robustos, por una especie de impulso elemental o de derecho adquirido. Los libros de Camus, de Gide, que hace apenas dos decenios se leían con tanta pasión, ¿qué interés tienen ahora, a pesar de que fueron escritos con tanto amor y tanta pena? ¿Por qué dentro de cien años se seguirá leyendo a Quevedo y no a Jean Paul Sartre? ¿Por qué a Francois Villon y no a Carlos Fuentes? ¿Qué cosa hay que poner en una obra para durar? Diríase que la gloria literaria es una lotería y la perduración artística un enigma. Y a pesar de ello se sigue escribiendo, publicando, leyendo, glosando. Entrar a una librería es pavoroso y paralizante para cualquier escritor, es como la antesala del olvido: en sus nichos de madera, ya los libros se aprestan a dormir su sueño definitivo, muchas veces antes de haber vivido. ¿Qué emperador chino fue el que destruyó el alfabeto y todas las huellas de la escritura? ¿No fue Eróstrato el que incendió la biblioteca de Alejandría? Quizás lo que pueda devolvernos el gusto por la lectura sería la destrucción de todo lo escrito y el hecho de partir inocente, alegremente de cero.







5.

Conocer el cuerpo de una mujer es una tarea tan lenta y tan encomiable como aprender una lengua muerta. Cada noche se añade una nueva comarca a nuestro placer y un nuevo signo a nuestro ya cuantioso vocabulario. Pero siempre quedarán misterios por desvelar. El cuerpo de una mujer, todo cuerpo humano, es por definición infinito. Uno empieza por tener acceso a la mano, ese apéndice utilitario, instrumental, del cuerpo, siempre descubierto, siempre dispuesto a entregarse a no importa quién, que trafica con toda suerte de objetos y ha adquirido, a fuerza de sociabilidad, un carácter casi impersonal y anodino, como el del funcionario o portero del palacio humano. Pero es lo que primero se conoce: cada dedo se va individualizando, adquiere un nombre de familia, y luego cada uña, cada vena, cada arruga, cada imperceptible lunar. Además no es sólo la mano la que conoce la mano: también los labios conocen la mano y entonces se añade un sabor, un olor, una consistencia, una temperatura, un grado de suavidad o de aspereza, una comestibilidad. Hay manos que se devoran como el ala de un pájaro; otras se atracan en la garganta como un eterno cadalso. ¿Y qué decir del brazo, del hombro, del seno, del muslo, de…? Apollinaire habla de las Siete Puertas del cuerpo de una mujer. Apreciación arbitraria. El cuerpo de una mujer no tiene puertas, como el mar.







9.

Podemos memorizar muchas cosas, imágenes, melodías, nociones, argumentaciones o poemas, pero hay dos cosas que no podemos memorizar: el dolor y el placer. Podemos a lo más tener el recuerdo de esas sensaciones, pero no las sensaciones del recuerdo. Si nos fuera posible revivir el placer que nos procuró una mujer o el dolor que nos causó una enfermedad, nuestra vida se volvería imposible. En el primer caso se convertiría en una repetición, en el segundo en una tortura. Como somos imperfectos, nuestra memoria es imperfecta y solo nos restituye aquello que no puede destruirnos.







21.

Lo fácil que es confundir cultura con erudición. La cultura en realidad no depende de la acumulación de conocimientos incluso en varias materias, sino del orden que estos conocimientos guardan en nuestra memoria y de la presencia de estos conocimientos en nuestro comportamiento. Los conocimientos de un hombre culto pueden no ser muy numerosos, pero son armónicos, coherentes y, sobre todo, están relacionados entre sí. En el erudito, los conocimientos parecen almacenarse en tabiques separados. En el culto se distribuyen de acuerdo a un orden interior que permite su canje y su fructificación. Sus lecturas, sus experiencias se encuentran en fermentación y engendran continuamente nueva riqueza: es como el hombre que abre una cuenta con interés. El erudito como el avaro, guarda su patrimonio en una media, en donde sólo cabe el enmohecimiento y la repetición. En el primer caso el conocimiento engendra el conocimiento. En el segundo el conocimiento se añade al conocimiento. Un hombre que conoce al dedillo todo el teatro de Beaumarchais es un erudito, pero culto es aquel que habiendo sólo leído Las Bodas de Fígaro se da cuenta de la relación que existe entre esta obra y la Revolución Francesa o entre su autor y los intelectuales de nuestra época. Por eso mismo, el componente de un tribu primitiva que posee el mundo en diez nociones básicas es más culto que el especialista en arte sacro bizantino que no sabe freír un par de huevos.








36.

Dentro de algunos años alcanzaré la edad de mi padre y, unos años después, superaré su edad, es decir, seré mayor que él y, más tarde aún, podré considerarlo como si fuese mi hijo. Por lo general, todo hijo termina por alcanzar la edad de su padre o por rebasarla y entonces se convierte en el padre de su padre. Sólo así entonces podrá juzgarlo con la indulgencia que da el "ser mayor", comprenderlo mejor y perdonarle todos sus defectos. Sólo así, además, se alcanza la verdadera mayoría de edad, la que extirpa toda opresión, así sea imaginaria, la que concede la total libertad.








53.

Distancia: a doscientos metros no podemos saber si una mujer es bella. A unos centímetros todas son iguales. La percepción de la belleza necesita cierto margen espacial, que varía no solo de acuerdo al observador, sino también de acuerdo al objeto observado. Entre nosotros decíamos sobre algunas mujeres, utilizando una expresión ya convenida, ’tiene buen lejos’, pues a cierta distancia parecía guapa, pero apenas se acercaba no lo era. Otras en cambio tienen ’buen cerca’, pero al alejarse notamos que son desproporcionadas o flacas o con las piernas torcidas.
¿Qué distancia debe servirnos de patrón para dar un veredicto estético sobre una persona? Un amigo, a quien hice esta consulta, me respondió: ’La distancia de la conversación








63.

Observación trivial que me ha dejado estupefacto, tanto, que imagino que debe haber en ella una falacia imperdonable. Partí del principio de que tengo dos padres,cuatro abuelos, ocho bisabuelos, dieciséis tatarabuelos. ¿Por qué no seguir adelante? Cogiendo lápiz y papel hice la progresión. En el año 1780 tenía 64 ancestros (calculando 30 años por generación), en el año 1480 tenía 65.536, en el año 1240 tenía 16.713.216, en el año 1060 tenía 1.069.645.824. Y no seguí porque ya entraba en el absurdo, en la más grande falsedad histórica: simplemente porque en el año 1060 la población del mundo no llegaba a dos mil millones de habitantes. ¿Qué explicación puede tener esto? El incesto y la poligamia pueden reducir en parte estas cifras, pero no al extremo de anular su inaceptable cuantía. Misterio. Paradoja: cada habitante del globo desciende de todos los anteriores habitantes del globo (cono invertido), pero de un anterior habitante del globo y su pareja descienden todos los habitantes actuales (cono normal).







115.

Mi gato negro y yo, en esta noche lluviosa de verano. La pieza silenciosa. Uno que otro carro se desliza por la calzada húmeda. El barrio duerme, pero mi gato y yo velamos, nos resistimos a dar por concluida la jornada, sin haber hecho nada, al menos yo, que la justifique, que la dote de significación y la diferencie de otras, igualmente parsimoniosas y vacías. Quizá por eso escribo páginas como ésta, para dejar señales, pequeñas trazas de días que no merecerían figurar en la memoria de nadie. En cada una de las letras que escribo está enhebrado el tiempo, mi tiempo, la trama de mi vida, que otros descifrarán como el dibujo en la alfombra.








129.

Hay veces en que el itinerario que habitualmente seguimos, sin mayor contratiempo, se puebla de toda clase de obstáculos: un enorme camión nos impide cruzar la pista, un taxi está a punto de atropellarnos, un viejo gordo con bastón y bolsa obstruye toda la vereda, una zanja que el día anterior no estaba allí nos obliga a dar un rodeo, un perro sale de un portal y nos ladra, no encontramos sino luces rojas en los cruces, empieza a llover y no hemos traído paraguas, recordamos haber olvidado en casa la billetera, algún imbécil que no queremos saludar nos aborda, en fin, todos aquellos pequeños accidentes que en el curso de un mes se dan aisladamente, se concentran en un solo viaje, por un desfallecimiento en el mecanismo de las probabilidades, como cuando la ruleta arroja veinte veces seguidas el color negro. Extrapolando esta observación de una jornada a la escala de una vida, es esa falla lo que diferencia la felicidad de la infelicidad. A unos les toca un mal día como a otros una mala vida.







136.

Cuando alguien se entera que he vivido en Paris casi veinte años me dice siempre que me debe gustar mucho esa ciudad. Y nunca sé qué responderle. No sé en realidad si me gusta Paris, como no sé si me gusta Lima. Lo único que sé es que tanto Paris como Lima están para mí más allá del gusto. No puedo juzgar a estas ciudades por sus monumentos, su clima, su gente, su ambiente, como sí puedo hacerlo por las que he estado de paso y decir, por ejemplo, que Toledo me gustó pero que Fráncfort no. Es que tanto París como Lima no son para mí objetos de contemplación sino conquistas de mi experiencia. Están dentro de mí, como mis pulmones o mi páncreas, sobre los que no tengo la menor apreciación estética. Sólo puedo decir que me pertenecen.







145.

El amor, para existir, no requiere necesariamente del consentimiento ni siquiera del conocimiento del ser amado. Podemos querer a una persona que nos desprecia o incluso que nos ignora. La amistad, en cambio, exige la reciprocidad, no se puede ser amigo de quien no es nuestro amigo. Amistad, sentimiento solidario, amor solitario. Superioridad de la amistad.






200.

La única manera de continuar en vida es manteniendo templada la cuerda de nuestro espíritu, tenso el arco, apuntando hacia el futuro.







   Continuará…







                                       Morada de Barranco, 31 de julio de 2016.








viernes, 29 de julio de 2016

A LA MEMORIA DE LUIS BUÑUEL





                                                                            Soy ateo, gracias a Dios.
                                                                                            Luis Buñuel







   Un perro andaluz (1929), La edad de oro (1930), Los olvidados (1950), Él (1952 -1953), Ensayo de un crimen (1955), Viridiana (1961), El ángel exterminador (1962) son algunas de las más de treinta películas de Luis Buñuel que más disfruto y aprecio. Cada que puedo acudo a ellas y me sirve para confirmar la actualidad de este genio del cine: no envejece, va con los tiempos. Estoy seguro que así siempre será.




   A Buñuel siempre lo caracterizó su humor negro, corrosivo, su espíritu superrealista que jamás abandonó, su ateísmo que lo llevó a asumir una actitud desafiante y provocadora contra la iglesia católica, o sus ataques a los burgueses, a los fascistas (con Franco a la cabeza) o todo aquello que fuera sinónimo de establecido y políticamente correcto.





   Justo el día de hoy se cumplen treintaitrés años de su muerte, pero Buñuel sigue más vivo que nunca, es de esos hombres que han sabido vencer a la muerte sin conceder un ápice a cambio de algo. Buñuel siempre fue, y lo es, el eterno iconoclasta. Con él no calza esa frase (cito de memoria): “De joven incendiario y de viejo bombero”, él siempre anduvo entre llamas sin chamuscarse y repartiendo ese fuego “generosamente”, así vivió, inclaudicable, por eso fue peligroso y nunca tuvo las cosas fáciles.




   Bastaría con recordar cómo tuvo que abandonar España luego del triunfo de los fascistas y ultracatólicos nacionalistas, cómo una vez instalado en los Estados Unidos, renunció a un trabajo que le aseguraba una vida tranquila y cómoda por ser sospechoso de simpatías izquierdistas y por su ateísmo que jamás disimuló y que con su típico humor pregonaba: “Soy ateo, gracias a Dios”. Bastaría con recordar que tuvo que emigrar hacia un país donde, a pesar de las grandes dificultades, realizaría algunas de sus más grandes películas: hablo de México, su segunda patria. Como Orson Welles, otro de los genios incomprendidos del cine, Buñuel anduvo durante un buen tiempo casi al azar buscando un lugar donde hacer lo que más le gustaba: películas que serían como una piedra en los zapatos.








   Confieso que de Luis Buñuel no solo me interesan sus películas (sobre todo Él y Los olvidados), también sus escritos, o todo aquello que se refiera a él y a su obra, en ese rango se encuentra sus memorias que se publicaron bajo el título de Mi último suspiro, libro que sinceramente no tiene pierde, cada página, cada párrafo aseguran el disfrute gracias a su humor, a las curiosidades y ocurrencias que nos va regalando, retazos de su vida larga, fructífera. Una de las cosas que más me llamó la atención de esta obra es la cantidad de personajes de primer nivel con los que se codeó este español universal: Federico García Lorca, Rafael Alberti, Salvador Dalí, André Breton, Alfred Hitchcock, Max Ernst, Paul Eluard, Man Ray, Pablo Picasso, Charles Chaplin, Louis Aragon, en fin, la lista es larga. En definitiva, estas memorias aseguran buenos momentos.








   De todas las películas de Luis Buñuel, quizá la que más he visionado sea Los olvidados, film en el que se muestra la miseria y la gran desigualdad social de un México que los mismos mexicanos no querían ver o no querían reconocer. Buñuel tuvo la valentía de ponerles esta película a los mexicanos como quien pone un espejo frente a alguien que se resiste a verse o que quiere ver solo lo que le conviene. Esta película no solo fue un espejo, fue una puerta por donde los mexicanos pudieron entrar para enfrentarse a su realidad real.











   Han pasado ya sesentaiséis años de su estreno, y la oscuridad de sus personajes juveniles y marginales (el Jaibo, Pedro) aún conmueve, sacude y denuncia lo que convenientemente el cine mexicano en boga por esos años (supongo que guiado por intereses políticos) mostraba para vendar y amordazar a los mexicanos a través de películas melodramáticas o comedias superficiales sazonadas con charros cantores para así crear una imagen edulcorada de un México que no era el verdadero, el realmente dramático. Hasta que apareció este genio solitario, arisco y sordo.











   Mencioné hace un rato a las memorias de Buñuel, de este libro he sacado estos párrafos donde cuenta qué sucedió en México a raíz de ese mítico film que fue nombrado por la UNESCO como Memoria del mundo, condición que tienen muy pocas películas, pero muy pocas. He aquí este fragmento:














   Durante 4 o 5 meses, unas veces con mi escenógrafo, el canadiense Fitzgerald, otras con Luis Alcoriza, pero generalmente solo, me dediqué a recorrer las "ciudades perdidas", es decir, los arrabales improvisados, muy pobres, que rodean México, D.F. Algo disfrazado, vestido con mis ropas más viejas, miraba, escuchaba, hacía preguntas, entablaba amistad con la gente. Algunas de las cosas que vi pasaron directamente a la película.

   De todos modos, el equipo entero, aunque trabajando muy seriamente, manifestaba su hostilidad hacia la película. Un técnico me preguntaba, por ejemplo: "Pero, ¿por qué no hace usted una verdadera película mexicana, en lugar de una película miserable como ésa?". Pedro de Urdemalas, un escritor que me había ayudado a introducir expresiones mexicanas en la película, se negó a poner su nombre en los títulos de crédito.

   La película fue rodada en 21 días. Como en todas mis películas, terminé en el tiempo previsto. Por el guión y dirección cobré dos mil dólares en total. Y nunca he percibido el menor porcentaje.

   Estrenada bastante lamentablemente en México, la película permaneció cuatro días en cartel y suscitó en el acto violentas reacciones. Sindicatos y asociaciones diversas pidieron mi expulsión. Los raros espectadores salían de la sala como de un entierro. En la proyección privada, mientras Lupe, la mujer del pintor Diego Rivera, se mostraba altiva y desdeñosa, sin decirme una sola palabra, otra mujer, Berta, casada con el poeta español León Felipe, se precipitó sobre mí, loca de indignación, con las uñas tendidas hacia mi cara, gritando que yo acababa de cometer una infamia contra México. Yo me esforzaba en mantenerme sereno e inmóvil, mientras sus peligrosas uñas temblaban a tres centímetros de mis ojos. Afortunadamente, Siqueiros, otro pintor, que se encontraba en la misma proyección, intervino para felicitarme calurosamente. Con él, gran número de intelectuales mexicanos alabaron la película.

   Todo cambió después del Festival de Cannes en que el poeta Octavio Paz -hombre del que Breton me habló por primera vez y a quien admiro desde hace mucho- distribuía personalmente a la puerta de la sala un artículo que había escrito, el mejor, sin duda, que he leído, un artículo bellísimo. La película conoció un gran éxito, obtuvo críticas maravillosas y recibió el Premio de Dirección.

   Yo no tenía más que una tristeza, una vergüenza, el subtítulo que los distribuidores de la película en Francia creyeron oportuno añadir al título: “Los olvidados o Piedad para ellos”. Ridículo.

   Tras el éxito europeo, me vi absuelto del lado mexicano. Cesaron los insultos, y la película se reestrenó en una buena sala de México, donde permaneció dos meses.















   Sirvan estas líneas no solo para recordar a este solitario creador, director de un puñado de películas atemporales, sino para frecuentar su obra ajena a modas pasajeras y complacientes: así comprobarán que Luis Buñuel, el eterno iconoclasta, sigue más vivo y actual que muchos que habitan el tercer planeta.














   Continuará…






                                             Morada de Barranco, 29 de julio de 2016.