jueves, 28 de enero de 2016

DOS ESTACIONES EN BARRANCO





                                                                       El sol tiene en el árbol
                                                                       inquietudes de pájaros.
                                                                                  Martín Adán






   En marzo de 2013 escribí en esta bitácora lo siguiente: “No lo voy a negar, extraño el invierno, la delicadeza amenazante de su frío nada comparable al europeo o norteamericano. El verano de Lima me es desagradable: su calor cargado de humedad, el bochorno que me aplasta y me aturde. Sé muy bien que cometo una herejía, que los amantes de la playa y del surf me mirarán como un bicho raro, extraño, en un territorio bañado por las aguas del “sempiterno” Océano Pacífico. Pero qué le vamos a hacer, se me hace inaguantable este sol abrasador y sofocante, metete”.






   No hay ninguna exageración, el verano es insoportable, y este lo es más: las temperaturas son más altas que nunca, el viento fresco está ausente, un ambiente espeso y sofocante nos envuelve y nos aplasta, nos quita las ganas de emprender cualquier cosa y solo quisiéramos abandonarnos al sopor, a esta modorra que parece vencerlo todo.






   Ya alguna vez un amigo me dijo que como podía expresarme así del verano, que era un marciano, que no había nada comparable a esta estación, que el calor era una invitación para ir a la playa y darse un chapuzón en las aguas del mar, unas cervecitas heladas y etc. y etc. Palabrería hueca para mí, el verano no me dice nada que no sea fastidio, aturdimiento, sudor, bochorno.






   Prefiero mil veces al invierno, lo extraño. Es curioso pero para mí el frío invernal es un estímulo para estar en casa, sentarse cómodamente y ver una película con Rita, o quizás tomarnos un café recién pasado, oscuro, humeante y que da pie para conversar y conversar. El invierno es sentir no el calor agobiante de un sol que desde temprano se inmiscuye sino de aquel calor que nace del abrigarse: ese delicioso calor que tú buscas y en el que te abandonas plácidamente…






   En fin, podría escribir más al respecto, pero de eso no se trata, creo que los dos textos que a continuación vienen lo dicen mejor y con menos palabras.







I. VERANO



   Ya ha principiado el verano en Barranco… Parafraseo el inicio de La casa de cartón ante este verano que me apabulla y me produce dolor de cabeza, ante este sol que desde temprano asoma y deja en evidencia a todo y en todo se inmiscuye: atrevido, curioso, fisgón.
   Verano como ninguno, precedido de anuncios terribles, de desastres que nos fueron habitando antes de su llegada y nos hicieron perder la calma, el entusiasmo, si alguna vez lo hubo, por la luz y el calor que se vuelven agobio.  
   Ha principiado el verano y descubre con su insistente luz incluso mis pensamientos que no saben cómo ocultarse, disimular su presencia que tímidamente se dibujan a través de mis ojos.
   Es cierto, el verano me domina, me adormece, me aniquila con sus temperaturas inéditas y convierte en territorio desconocido a este predio del misterio y la neblina junto al mar.








II. INVIERNO





   Ansiosos por nuestra condición etérea, los que vivimos en Barranco dibujamos bruma en el paisaje, en él desciframos rostros ambiguos mientras los demás nos observan tratando de adivinarnos, de brindarnos un cuerpo que nos proporcione identidad.
   Pero el invierno ha zarpado, ha dejado su huella disimulada en el mar. Si sus pensamientos que se manifestaban a través de la garúa han partido, solo el mar los recuerda a través de nuestros ojos acostumbrados a difuminar.
   Barranco, mi morada habitada por fantasmas, por calles que también son fantasmas que se evaporan, fantasmas cuyos cuerpos apenas se vislumbran por la bruma que los devora y que luego los devuelve a nuestra curiosidad inquieta y agazapada como el canto de los tordos.
   Si hay un espacio para Barranco, ese es el invierno que con su frío y humedad nos predispone a trazar laberintos con nuestros pensamientos en medio de una garúa persistente.
   Transitar en invierno por las calles tímidas de Barranco  es recibir alegres el galope de su llanto por nuestros rostros.








   Continuará…







                                      Morada de Barranco, 28 de enero de 2016.





domingo, 24 de enero de 2016

LA CIUDAD DONDE NUNCA LLUEVE







                                                   la lluvia cae desigual como tu nombre
                                                                   Carlos Oquendo de Amat







   Hace unos días me reencontré con la poesía de Carlos Oquendo de Amat, me refiero específicamente a aquellos textos que no forman parte de 5 metros de poemas,  su único libro. Entre todos ellos (que no son muchos), me atrapó la sencillez del poema Lluvia (publicado en Mercurio Peruano, 1926), hallé en él esa transparente ingenuidad que lo emparenta con el poema Aldeanita, el primer texto de su mítico libro de 1927, además de ello se me hizo encantadora su intención caligramática con los dos versos iniciales:








LLUVIA


                  Para Enrique Barboza, fraternalmente



La lluvia

La lluvia

Es la tarjeta de visita
de
Dios

El teléfono de alguna mamá

Y en el barro
la lluvia ha hecho dos caminos claros
Como dos bracitos ingenuos
que pidieran

ALGO







   Imagino que Carlos Oquendo de Amat debió tomar como referente para su poema no a la tímida garúa limeña (menuda, persistente, cargosa) que no requiere de paraguas para protegerse, sino a la lluvia de la sierra muchas veces torrencial que, como hombre de los Andes (recordemos que Oquendo había nacido en Puno), debió haber sido parte de su experiencia.      









   La lectura del poema me llevó a pensar en esa historia particular de Lima, ciudad ubicada en medio de un desierto, y su relación con las lluvias. A diferencia de Lima, sabemos bien que hay ciudades en el Perú donde llueve de una manera que el limeño que nunca abandonó sus predios ni se lo imagina, alguna vez lo sufrí con Rita en Arequipa, fue un diluvio sorpresivo (al menos para nosotros) que nos llevó a pensar inmediatamente en la vieja historia de Noé y su famosa arca. Noche de sorpresa aquella, de sorpresa y magia que no hemos olvidado.













   Como en cualquier lugar del mundo donde llueva torrencialmente, las casas de la sierra y de la selva están preparadas para soportar tales lluvias: tienen techos a dos aguas y con tejas (si es que no con calamina, lamentablemente), pienso en el Cuzco milenario, la Roma de América, y sus bellísimos tejados rojos que a la distancia son una delicia para los ojos.









    Pienso en Huamanga, capital de Ayacucho, ciudad de iglesias ("treintaitrés", dicen orgullosamente los huamanginos).









   O pienso en Cajamarca, en Chachapoyas o en Tarma, por mencionar algunas otras ciudades importantes de este Perú diverso y con muchos asuntos por resolver.











   Como dato curioso, en el siglo XIX, el entonces incomprendido escritor norteamericano Herman Melville, que recorrió gran parte del mundo y parece ser estuvo por estos lares, escribió en su novela Moby Dick algunas líneas sobre esta ciudad que en la mayor parte del año tiene su cielo encapotado: "…la sequedad de sus cielos áridos, que nunca llueven…”. La lluvia es, en realidad, un fenómeno bastante extraño en Lima. Digamos que aquí casi no llueve, si es que nos atrevemos a llamar “lluvia” a la garúa (nombrecito conque conocemos por estas tierras a esta menuda precipitación).











   Al ser capital del virreinato más importante de esta parte del continente (y durante un tiempo, el más importante de toda América), Lima fue una ciudad visitada por curiosos aventureros, científicos, exploradores, ávidos por desentrañar los misterios de un territorio que en Europa lo imaginaban como la realidad palpable de sus utopías ("País de Jauja"), pero también llegó gente que quería escapar de la pobreza y la miseria y hacer fortuna en el Perú que, prácticamente, era sinónimo de oro, de riqueza. Flaubert escribió, con ironía, claro está, sobre nuestro país, en su Diccionario de tópicos: "País donde todo es de oro". Hasta el día de hoy, incluso, se suele decir en diversos lugares del mundo sobre algo único y muy valioso: "¡Vale un Perú!". Huellas de viejos tiempos.















   Algunos de esos viajeros que llegaron a Lima, Leónce Angrand o Mauricio Rugendas, por ejemplo, nos han dejado dibujos, pinturas o grabados con imágenes de la capital de un joven Perú republicano, ahí se puede constatar cómo nuestra ciudad es un mar de techos planos interrumpido por las típicas ventanas teatinas y los miradores de las casas o por los campanarios y las cúpulas de la iglesias, techos planos las más de las veces con balaustres y cenefas para disimular y hermosear la monotonía de sus líneas.




Calle Afligidos, Leónce Angrand, 1839



Actual Plaza del Congreso, Maurico Rugendas, 1848



Puente de Piedra, Mauricio Rugendas



Grabado de G. Batta Molinelli (1850)


Grabado realizado por un tripulante del barco La Bonite entre 1836 y 1837


   Años después, los daguerrotipos y las fotografías (sobre todo las tomas del francés Courret) son pruebas contundentes de lo que venimos hablando sobre los techos de esta ciudad. Hasta el día de hoy, con todos los cambios que ha sufrido Lima (no siempre para mejor, lamentablemente), esta es una ciudad cuyo panorama desde arriba (desde el cerro San Cristóbal, por ejemplo) no ofrece el colorido de los techos de otras ciudades, es más bien una vista gris, terrosa, la que se despliega ante nuestros ojos, un panorama triste, monótono, pero innegablemente misterioso, a pesar de todo.











   




    Los terremotos  y la ausencia de canteras cercanas tornó a Lima en una ciudad muy particular, de arquitectura ligera, con paredes de adobe y quincha. A raíz de la ausencia de lluvias torrenciales, los techos o azoteas se hicieron planos, muchas veces de madera, con revestimiento de yeso y barro, y se convirtieron por la llaneza de su superficie en el “paraíso” de todo aquello que las familias desechaban: catres viejos, muebles desvencijados, colchones despanzurrados, botellas vacías, cajas, periódicos, en fin, todo lo que uno pueda imaginar: las azoteas fueron, pues, los depósitos al aire de las casas limeñas y eso persiste hasta nuestros días, digamos que la ausencia de lluvias favoreció la mala costumbre de acumular en los techos todo lo inservible de las casas. De ahí las campañas que hacen constantemente las municipalidades de los diversos distritos de Lima para limpiar los techos.















   Efectivamente, en Lima no llueve (ni truena ni relampaguea), pero haciendo memoria, caigo en la cuenta que alguna vez llovió en Lima como jamás había sucedido, esto ocurrió hace más de cuarenta años. Yo estaba pequeño y perdí entonces algunas cosas valiosas para mí: todos mis chistes (comics o tebeos) y pensé sinceramente que el fin del mundo había llegado. Fue un 15 de enero de 1970 en que Lima fue otra, fue otra hasta el día siguiente en que dejó de llover. Aún recuerdo que muchas casas se vinieron abajo porque sus techos no soportaron el aguacero, las calles se inundaron, la vía expresa se convirtió en un río que lo hacía imposible de transitar, miles de damnificados (según los expertos, Lima recibió, durante las horas que duró el diluvio, 17 litros de agua por metro cuadrado). El paisaje urbano había cambiado, el cielo sin cielo de mi ciudad se había venido abajo, literalmente.












   Lima no está preparada para lluvias fuertes, nunca lo estuvo y no lo está, lamentablemente. Que llueva torrencialmente ahora es un peligro latente pues podría suceder por efectos del fenómeno El Niño que ha elevado, para empezar, la temperatura a grados impensables en una ciudad que siempre tuvo temperaturas moderadas. Si ocurriera lo que sucedió hace cuarentaiséis años sería una catástrofe de marca mayor.















   Ya para terminar esta breve entrada sobre lluvias y techos planos, se me viene a la memoria ese magnífico cuento de Julio Ramón Ribeyro titulado Por las azoteas que “pinta” muy bien ese vasto “reino de los objetos destruidos”. Habría que leerlo (en mi caso releerlo) para adentrarnos por los caminos de la ficción a esos espacios misteriosos de los objetos que han perdido su uso práctico y cotidiano en los techos de Lima, “la ciudad donde nunca llueve”














   Continuará…








                                    Morada de Barranco, 24 de enero de 2016.