… ¡cómo no
salir corriendo
a comprar pasajes para esa travesía famosa!
a comprar pasajes para esa travesía famosa!
Pablo Guevara
Cuando Willy Gómez Migliaro, Pablo Landeo y yo decidimos, el año 1993,
editar una revista de poesía, ya teníamos claro que se llamaría Tocapus. En honor a la verdad, debo
decir que el nombre se me ocurrió a mí, ya que por esos días había leído una
separata del Boletín de Lima que recogía una investigación de William Burns
Glynn sobre una probable escritura inca a través de los tocapus y de los
quipus.
El
nombre, entonces, no fue un gran problema, estaba definido. Como definida
estaba que la revista debía estar impresa en un buen material como soporte, sin
publicidad alguna, sin auspiciadores. Algo difícil si se toma en cuenta que
entonces, salvo Pablo que tenía un pequeño estudio fotográfico, no teníamos
empleo seguro ni Willy ni yo. Pero la revista salió cuando todo hacía suponer
como un imposible.
En
cuanto al contenido de la revista, es curioso, pero se fue definiendo solo, fue
como si la revista trazara y ejecutara su personalidad y nosotros fuéramos los
intermediarios. Nueve poetas peruanos, tres de ellos debían ser jóvenes. Y así
fue en los cuatro números que salieron a la luz. Tocapus fue como casi toda
revista de poesía en el Perú, efímera, pero intensa.
Recordar cómo teníamos que bregar para lograr las colaboraciones de los poetas nos resulta ahora hasta épico. Con
el desarrollo tecnológico muchas cosas se han superado y hacen aparecer a los
recursos que empleamos entonces como anacrónicos. Hace
veinte años el teléfono, que no todos tenían, era vital (las llamadas a Rossella Di Paolo y Vicente Azar fueron de las primeras); las cartas
(viene a mi memoria mi breve correspondencia con Montserrat Álvarez, que vivía
en Paraguay o con Ana Varela Tafur, que entonces residía por Iquitos) o muchas veces la casualidad y casi siempre el atrevimiento. Hoy, por ejemplo, las redes sociales lo facilitan casi todo (hace unos días, por ejemplo, intercambié mensajes con la poeta Andrea Cabel, que reside en Estados Unidos), algo imposible por esos años.
Entre 1993 a 1995 (años en que salió la revista), los tres editores nos
reuníamos en Barranco, lugar en el que vivo desde siempre. Discutíamos en la
plazoleta Caraz, en la playa o en un barcito en el límite entre Barranco y
Surco, quiénes serían los poetas a publicar, eran conversaciones largas
acompañadas con algunas botellas de vino (a veces ron y muy, pero muy pocas
veces pisco) y muchísimo entusiasmo.
Escribir cómo fuimos logrando los poemas de gente con obra reconocida
sería extenso y no es el momento. Viene a mi memoria algunas “odiseas” para lograr
la colaboración de gente hoy desaparecida: mi amigo Vicente Azar, Juan Ramírez
Ruiz, Wáshington Delgado, Pablo Guevara, por ejemplo. Pero también los poemas
de gente que está en plena labor como Rodolfo Hinostroza, Carlos Germán Belli,
Jorge Pimentel, Mirko Lauer, Marco Martos, Rossella Di Paolo, Tulio Mora,
Carmen Ollé, Rocío Silva Santisteban, Ana Varela Tafur, Carlos López Degregori…
Los intentos fallidos por publicar a Blanca Varela, Antonio Cisneros, Javier
Sologuren, Alejandro Romualdo, Francisco Bendezú, Omar Aramayo, José Watanabe,
Raúl Deustua, Guillermo Chirinos Cúneo, entre otros.
Pero
si se tratara de recordar alguna de esas “odiseas” para conseguir el material
para la revista, hoy quisiera hacerlo con Pablo Guevara. Gran poeta y por eso
mismo eternamente joven, generoso como pocos, gran poeta y gran maestro. Me
había propuesto publicarlo en el primer número. Sabía que vivía en Pachacamac,
lugar por el que solo había estado de pasada allá por 1974, cuando todavía
estaba en el colegio y en primaria. Nada más sabía de ese lugar, aparte del
hecho de saber que allí estaba uno de los más importantes santuarios del Perú
prehispánico. Poco como se verá.
Salí
de Barranco hasta el puente Alipio, allí tomé un carro que me dejó en
Pachacamac. Tuve el atrevimiento, como se habrán dado cuenta, de ir a ese lugar
sin saber exactamente dónde vivía el poeta. Cuál si fuera un loco, empecé a
preguntar a la poca gente que se cruzaba conmigo por si sabían cuál era la casa
de Pablo Guevara. Nadie me daba razón, más bien me miraban como bicho extraño. Luego de una hora de intensa búsqueda, intensa e infructuosa, todo me hacía suponer que mi intento
había fracasado.
Antes de continuar con el relato, quiero mencionar algo. Cuando uno
piensa en algunos poetas, inmediatamente se les relaciona con un poema, por
ejemplo, pienso en Alejandro Romualdo y se hace inevitable recordar su Canto coral a Túpac Amaru; pienso en
Arturo Corcuera y viene a la memoria su poema dedicado a Tarzán; pienso en
Pablo Guevara y el que menos recuerda su poema Mi padre un zapatero (poema que forma parte de su libro Regreso a la creatura, publicado el año 1957). ¿Por qué hablo de esto? El lector
entenderá, en el siguiente párrafo, que no es en vano este comentario.
Retomando
lo que contaba. Cuando ya todo me hacía suponer el fracaso de mi intento,
cuando ya me alistaba a tomar el carro de regreso, desemboqué en una calle angosta donde
vi, ¡oh, coincidencia!, a un humilde y laborioso zapatero remendón (que creo que también vendía y
compraba dólares, no lo tengo claro) quien al escuchar mi pregunta me dijo: “Ah,
el profesor Pablo Guevara, el que trabaja en San Marcos!”. Luego me indicó que
tenía que ir fuera del pueblo, transitar en diagonal por una pampa y continuar
por un sendero rodeado por chacras. Así fue que llegué a la casa del poeta.
Quien
me atendió fue su gentil esposa, pero el poeta no estaba, tuve que regresar
otro día, y lo hice, pero esta vez con la seguridad de saber adónde iba y por
dónde tenía que ir, todo gracias a un zapatero remendón, como el personaje del famoso
poema de Pablo Guevara, quien tuvo la generosidad de proporcionarme dos poemas suyos y un apunte de puño y letra que salieron publicados en el primer número de Tocapus, la revista que con tanto esfuerzo editamos Willy, Pablo y yo.
MI
PADRE UN ZAPATERO
Tenía
un gran taller. Era parte del orbe.
Entre
cueros y sueños y gritos y zarpazos,
él
cantaba y cantaba o se ahogaba en la vida.
Con
Forero y Arteche. Siempre Forero, siempre
con
Bazetti y mi padre navegando en el patio
y el
amable licor como un reino sin fin.
Fue
bueno, y yo lo supe a pesar de las ruinas
que
alcancé a acariciar. Fue pobre como
muchos,
luego
creció y creció rodeado de zapatos que luego
fueron
botas. Gran monarca su oficio, todo
creció
con él:
la casa y mi alcancía y esta humanidad.
Pero
algo fue muriendo, lentamente al principio:
su fe o
su valor, los frágiles trofeos, acaso su pasión;
algo se
fue muriendo con esa gran constancia
del que
mucho ha deseado.
Y se
quedó un día, retorcido en mis brazos,
como una
cosa usada, un zapato o un traje,
raíz
inolvidable quedó solo y conmigo.
Nadie
estaba a su lado. Nadie.
Más
allá de la alcoba, amigos y familia,
qué sé
yo, lo estrujaban.
Murió
solo y conmigo. Nadie se acuerda de él.
Continuará…
Morada de Barranco,
28 de setiembre de 2014.