Nieblecita del pequeño invierno…
Martín Adán
Siempre lo he dicho: estoy orgulloso de vivir
en Barranco, mi morada. No nací aquí, pero son tantos los años de residencia
que asumo a este lugar como si fuera mi cuna, mi lugar de origen. Su paisaje es
mi paisaje, el que conozco desde siempre, el que siempre me acompaña, de ahí que
me lo sepa de memoria, aunque muchas veces confunda o no recuerde bien los
nombres de sus calles.
Territorio mágico, misterioso, donde los
transeúntes son fantasmas cuyas siluetas se dibujan tenuemente por efectos de
la bruma que habita en sus calles. ¿Fantasmas? Sí, yo soy uno de ellos: alguien
que cuando transita por estos predios marinos se siente cómodamente instalado
en medio de la neblina que impide ver con nitidez y en compensación afina tu
imaginación para darle un rostro, una identidad a esas sombras que deambulan
por sus calles o plazas ahora cada vez menos silenciosas.
¡Ah, los inviernos de Barranco!: fríos,
húmedos, con una garúa tímida y persistente que a fuerza de caer se vuelve
arquitecto de atmósferas especiales: entonces decides no salir de casa y te
aprestas a realizar viajes no emprendidos, o mejor aún, viajes estáticos que son
abandonos plácidos en una película, en un libro, en un disco o en una
conversación alrededor de la mesa entre tazas con café o copas con vino: estoy
hablando de miradas, pero no hacia el exterior sino hacia dentro, miradas que
son actos de conocimiento o de reconocimiento de lo que fuimos, de lo que
seremos.
Barranco, pequeño territorio habitado por
mis recuerdos, espacio diminuto asomado al mar donde viví mis primeras
experiencias de niño y ahora de hombre maduro: esa primera visión del mar cada
vez más lejana, las risas y alegrías de los juegos en las calles, las primeras
confidencias a los amigos de una adolescencia que no esquivaba al licor ni a los
cigarros, excursiones arriesgadas o cautelosas pero casi siempre camufladas por
las noches en el malecón, los primeros amores tormentosos e inseguros, los
desasosiegos por un futuro incierto y acechante, en fin, todo aquello que de
alguna manera nos ha ido construyendo.
He hablado del hombre maduro que soy o que aprendo a ser: la experiencia de vivir estos días otoñales y mis esfuerzos para ser cada vez un mejor hijo, un mejor padre, un mejor esposo…, un mejor ser humano. Esa es mi lucha, en los intentos desfallezco pero no muero, no me puedo permitir una temprana tumba cuando todavía hay tanto por hacer. Con esa certeza asomo a la ventana de este mi faro y ante mí se dibujan estructuras de madera, yeso, adobe, quincha. Alguno podría decir: “Estructuras de cartón, castillos de naipes…”. Pero su solidez mora en otros lugares. Es su espíritu y son las emociones que tejen y muchas veces nos gobiernan.
Barranco: eterno espacio de las
arquitecturas fugaces, sendero de polvo y niebla que habito y me habita,
eternamente…
Continuará…
Morada
de Barranco, 18 de octubre de 2013.