Ahora,
mirando los ojos inmóviles del tiempo.
Leopoldo Chariarse
Llegará el día, supongo, en que contaré todas las peripecias por las que
pasamos Willy Gómez Migliaro, Pablo Landeo y yo para conseguir los textos de los
diversos poetas peruanos que saldrían publicados en los cuatro números de Tocapus, aquella hermosa revista de
poesía que coeditamos llenos de entusiasmo, allá por la primera mitad de la
década del 90.
Tiempos aquellos en los que no se contaba con los beneficios de internet
que ha venido a solucionar muchos problemas, por ejemplo el de las distancias.
Entre el 93 y el 95, el medio de contacto con los poeta (y con cualquiera) era el
teléfono (que no todos tenían, obviamente no hablo de los celulares), y después
de lograr su colaboración generosa, ir a las casas o centros de trabajo de los
poetas para recoger los poemas que serían publicados. Hoy, todo eso ha sido
superado y las cosas son, digamos, un tanto más fáciles y más rápidas.
Se me hacen inolvidables la manera como logramos los poemas de Rodolfo
Hinostroza, Juan Ramírez Ruiz, Vicente Azar, Jorge Pimentel, Carlos Germán
Belli, Pablo Guevara, por mencionar a algunos de los poetas que colaboraron con
la revista. No podré olvidar cómo es que logré ubicar a Pablo Guevara. Sabía
que vivía en Pachacámac, pero no el lugar preciso. Sin conocer el pueblo, me
dirigí a él con la esperanza de hallarlo.
Ingenuamente preguntaba por las casi silenciosas calles de Pachacámac por
el poeta, nadie parecía conocerlo, hasta que después de mucho preguntar sin
hallar respuesta, cuando ya estaba por regresarme, veo a un zapatero remendón
en una callecita, le pregunté por Pablo
Guevara y me respondió: “¿Quién, el poeta, el profesor de San Marcos?, él vive
a las afueras del pueblo, siga ese sendero y encontrará una casa a medio camino,
entre chacras, esa es su casa”. Y lo hallé. Pero como lo dije, llegará el
momento en que cuente con detalles la manera como logramos hacernos de las
colaboraciones para Tocapus: es una
historia larga que amerita una entrada.
Quiero hablar, en esta ocasión, de ese cada vez más lejano día en que
tuve la oportunidad de conocer y relacionarme con un puñado de poetas peruanos
en un lapso de tiempo breve, de apenas unas cuantas horas. Hablo de un día de
mediados de diciembre de 2002. Hacía muy poco había salido, En el barranco, mi
primer libro y estaba en todo el proceso de entregar un ejemplar a ciertos
poetas por quienes sentía admiración.
Ocurrió que me enteré que el poeta Leopoldo Chariarse estaba en Lima e
iba a ofrecer un recital en el Centro Cultural de Miraflores. No recuerdo si en
la mesa iba a estar solo o tendría la compañía de otros poetas. Resolví asistir
al recital y entregarle mi libro. Pero decidí matar varios pájaros de un tiro.
Fue así que salí de casa a eso de las cuatro de la tarde, me dirigí a
Miraflores premunido de varios ejemplares en mi morral. Mi idea era pasar,
primero, por las casas de algunos poetas para dejarles mi libro y luego ir al
centro cultural.
Recuerdo que al primer poeta que visité fue al poeta Antonio Cisneros,
él vivía en la calle Roma. Yo lo había visto, por primera vez y a lo lejos,
entregar el premio de los Juegos Florales de San Marcos a Magdalena Chocano a
comienzos de los ochenta en un teatro del centro de Lima; después lo vería (algo más seguido) el
año 83 cuando yo asistía emocionado a unas charlas en el centro de Lima donde
participaban no solo Cisneros sino también Francisco Bendezú y Leopoldo
Chariarse. Recuerdo haber conversado con el poeta pidiendo su colaboración para
Tocapus (creo que dos o tres veces). Al llegar a su casa, algo impaciente toqué el timbre, parecía que no había nadie, intenté en varias oportunidades y
nadie respondía. De pronto, escuché a lo lejos una voz que se dirigía a mí: era
el poeta que en la vereda de enfrente compraba algo (probablemente cigarros) en
una tienda. Cruzó la pista, me estrechó la mano. No recuerdo qué le dije, él sonreía
y al entregarle mi libro, me agradeció cordialmente. Conversamos sobre algunas cosas circunstanciales, sin mayor importancia, luego estreché su mano para
despedirme, me deseó suerte y me marché.
Como sabía que el poeta Washington Delgado vivía muy cerca, fui a su
casa. Me atendió una señora que gentilmente me hizo pasar. El poeta sabio se
encontraba en medio de su biblioteca impresionante (los estantes atiborrados de
libros cubrían todas las paredes), cómodamente instalado tras su escritorio, me
invitó a sentarme. Era la segunda vez que estaba allí, la primera fue cuando
fui a recoger sus poemas que saldrían en Tocapus.
No hablamos mucho, apenas unas cuantas palabras, un comentario al aire, la
coincidencia de nuestra coterraneidad… luego le entregué mi libro. Recuerdo que
gentilmente me dijo que lo leería. Me retiré estrechando la cálida mano del
poeta. Sería la última vez que lo vería.
Era una tarde soleada, lo recuerdo bien, caminé por varias calles haciendo
hora hasta llegar a la avenida Larco, ubiqué el Centro Cultural de Miraflores.
Una vez allí, estaba viendo unos afiches en el hall cuando una voz potente
dice: “¡Orlando Granda!”, giro y descubrí que quien me hablaba era el poeta José
Pancorvo, amigo muy querido y generoso con el que compartí algunas horas de
conversación en su casa de Barranco. Al enterarse, José, de por qué estaba allí me dijo: “Chariarse
está hospedado en un hotel muy cerca de aquí, si quieres vamos y te lo presento”.
Acepté.
Nos encaminamos al hotel cuyo nombre he olvidado. Leopoldo estaba en el
hall del hotel con el poeta Alfonso
Cisneros Cox (recuerdo que él estaba acompañado de una bella chica). Cuando nos
acercábamos, no sé por qué razón, Chariarse se pone de pie y se aleja, al rato
regresaría. Mientras tanto, José Pancorvo me presentó a Cisneros Cox, algo
conversamos, ya no recuerdo qué, supongo que de literatura japonesa. Él ya era
reconocido, entonces, como un connotado haijin (poeta de haikus). Me llamó la
atención la cabellera completamente blanca de Alfonso Cisneros, un hombre
relativamente joven por esos tiempos. Recuerdo que le obsequié mi libro que
recibió complacido y con una mirada de complicidad con su acompañante. Hace
unos pocos años ocurrió su prematura muerte y lo lamenté mucho.
Al regresar Leopoldo Chariarse, Pancorvo me lo presentó: un hombre cordial
y fino en el trato y con una sorprendente apariencia juvenil. En mi morral
había llevado un libro suyo, obsequio de una alumna, me refiero a la primera
edición de Los ríos de la noche, del
año 1952. Cuando Chariarse vio el ejemplar, se emocionó mucho y me comentó algo que ya sabía: "Este libro tiene un dibujo de Sérvulo Gutierrez". Le pedí una
dedicatoria que él con gentileza aceptó.
Como ya se acercaba la hora de la presentación, nos dispusimos a ir al
centro cultural. Era ya de noche. Alfonso Cisneros Cox y su acompañante se
despidieron (luego los vería en el auditorio). Leopoldo Chariarse, José Pancorvo y yo nos dirigimos al local
caminando entre calles penumbrosas. Cuando intenté ingresar al auditorio con mi
morral me lo impidieron, me dijeron que tenía que dejarlo encargado en el hall.
No acepté ese hecho, llevaba algunos libros que quería entregar a algunos
poetas asistentes. No me lo permitieron, a pesar de mi protesta, incluso José
reclamó y hasta el mismo Leopoldo Chariarse protestó. Pero era la regla, así
que saqué algunos ejemplares y dejé el morral.
Una vez adentro, me separé de los dos poetas con los que había
ingresado. Estuve varios minutos observando cómo el auditorio poco a poco se
iba llenando. Tres o cuatro hileras delante de donde yo estaba divisé al poeta
José Watanabe acompañado de su esposa, la poeta Micaela Chirif. A mi mente vino
entonces las muchas veces que lo había llamado entre 1993 y 1995 para invitarlo
a publicar en Tocapus. Su
participación nunca se pudo concretar. Las
conversaciones eran breves, pero de su parte siempre hubo mucha amabilidad. Algo
que nunca pude olvidar de esas conversaciones ya lejanas era su voz agitada y
débil, yo no sabía que entonces el poeta estaba en tratamiento para luchar
contra el cáncer. En una oportunidad, recuerdo que me dijo que lo visitara en
su casa que si no me equivoco se encontraba por la avenida Universitaria.
Nunca pude ir, cosa que hoy lamento. A diferencia de la vez en que me
invitó a visitarlo, esta vez me acerqué, estreché su mano y le entregué mi
libro. Recuerdo que me dijo con una voz amable algo que no he olvidado (qué
cara me vería): “Quédate para escuchar el recital de los amigos poetas”. Su
esposa sonreía. No se me ocurrió otra cosa que decirle: “No, poeta, gracias,
suficiente con haberlo visto a usted” y
así como llegué me retiré.
Ya con mi morral recuperado salí del local y vi que el poeta Marco Martos bajaba de un carro, llevaba un maletín y un gorro. Lo abordé e inmediatamente le obsequié mi libro. El poeta sorprendido me recibió el libro, me agradeció estrechando mi mano, pero notaba que me miraba como tratando de forzar la memoria para recordar si antes me había visto. Supongo que habría olvidado la mañana en que lo visité en su casa de Surco cuando me entregó unos poemas suyos que saldrían publicados en Tocapus. Años después (2010), ya como Presidente de la Real Academia de la Lengua, estaría en la mesa de presentación de un libro mío que había logrado un premio.
Como a las ocho de la noche llegué a casa. Rita y Kathia me esperaban.
Cenamos. De pronto suena el teléfono, era Willy Gómez Migliaro avisándome que
iría a mi casa acompañado de Domingo de Ramos. Apenas llegaron decidimos ir a
un bar que se encontraba (se encuentra, me corrijo) entre Barranco y Surco.
Bebimos algunas cervezas entre conversación y conversación. Cerca a las once
salimos del local y nos fuimos a mi casa, Rita y Kathia ya dormían. Cómodamente
instalados en la sala seguimos con nuestra charla, hasta que Domingo pidió que
leyéramos nuestros poemas, a manera de un recital privado. Lo hicimos. Recuerdo
que Willy me pidió que leyera mi poema Piélago.
Al borde de la medianoche decidieron, tanto Willy como Domingo, retirarse, debo
suponer que a continuar la jornada nocturna en algún local de Barranco.
Bastante cansado y luego de la experiencia de haber visto a tantos
poetas peruanos en un solo día, me metí en el sobre tremendamente agotado, pero
muy contento por las experiencias de ese 16 de diciembre de 2002.
Continuará
Morada de Barranco, 21 de enero de 2013.