lunes, 21 de enero de 2013

UN DÍA ENTRE POETAS





                               Ahora, mirando los ojos inmóviles del tiempo.
                                                                             Leopoldo Chariarse



   Llegará el día, supongo, en que contaré todas las peripecias por las que pasamos Willy Gómez Migliaro, Pablo Landeo y yo para conseguir los textos de los diversos poetas peruanos que saldrían publicados en los cuatro números de Tocapus, aquella hermosa revista de poesía que coeditamos llenos de entusiasmo, allá por la primera mitad de la década del 90.




   Tiempos aquellos en los que no se contaba con los beneficios de internet que ha venido a solucionar muchos problemas, por ejemplo el de las distancias. Entre el 93 y el 95, el medio de contacto con los poeta (y con cualquiera) era el teléfono (que no todos tenían, obviamente no hablo de los celulares), y después de lograr su colaboración generosa, ir a las casas o centros de trabajo de los poetas para recoger los poemas que serían publicados. Hoy, todo eso ha sido superado y las cosas son, digamos, un tanto más fáciles y más rápidas.




   Se me hacen inolvidables la manera como logramos los poemas de Rodolfo Hinostroza, Juan Ramírez Ruiz, Vicente Azar, Jorge Pimentel, Carlos Germán Belli, Pablo Guevara, por mencionar a algunos de los poetas que colaboraron con la revista. No podré olvidar cómo es que logré ubicar a Pablo Guevara. Sabía que vivía en Pachacámac, pero no el lugar preciso. Sin conocer el pueblo, me dirigí a él con la esperanza de hallarlo.  Ingenuamente preguntaba por las casi silenciosas calles de Pachacámac por el poeta, nadie parecía conocerlo, hasta que después de mucho preguntar sin hallar respuesta, cuando ya estaba por regresarme, veo a un zapatero remendón en una callecita,  le pregunté por Pablo Guevara y me respondió: “¿Quién, el poeta, el profesor de San Marcos?, él vive a las afueras del pueblo, siga ese sendero y encontrará una casa a medio camino, entre chacras, esa es su casa”. Y lo hallé. Pero como lo dije, llegará el momento en que cuente con detalles la manera como logramos hacernos de las colaboraciones para Tocapus: es una historia larga que amerita una entrada.




   Quiero hablar, en esta ocasión, de ese cada vez más lejano día en que tuve la oportunidad de conocer y relacionarme con un puñado de poetas peruanos en un lapso de tiempo breve, de apenas unas cuantas horas. Hablo de un día de mediados de diciembre de 2002. Hacía muy poco había salido, En el barranco, mi primer libro y estaba en todo el proceso de entregar un ejemplar a ciertos poetas por quienes sentía admiración.







   Ocurrió que me enteré que el poeta Leopoldo Chariarse estaba en Lima e iba a ofrecer un recital en el Centro Cultural de Miraflores. No recuerdo si en la mesa iba a estar solo o tendría la compañía de otros poetas. Resolví asistir al recital y entregarle mi libro. Pero decidí matar varios pájaros de un tiro. Fue así que salí de casa a eso de las cuatro de la tarde, me dirigí a Miraflores premunido de varios ejemplares en mi morral. Mi idea era pasar, primero, por las casas de algunos poetas para dejarles mi libro y luego ir al centro cultural.




   Recuerdo que al primer poeta que visité fue al poeta Antonio Cisneros, él vivía en la calle Roma. Yo lo había visto, por primera vez y a lo lejos, entregar el premio de los Juegos Florales de San Marcos a Magdalena Chocano a comienzos de los ochenta en un teatro del centro de Lima; después lo vería (algo más seguido) el año 83 cuando yo asistía emocionado a unas charlas en el centro de Lima donde participaban no solo Cisneros sino también Francisco Bendezú y Leopoldo Chariarse. Recuerdo haber conversado con el poeta pidiendo su colaboración para Tocapus (creo que dos o tres veces).  Al llegar a su casa, algo impaciente toqué el timbre, parecía que no había nadie, intenté en varias oportunidades y nadie respondía. De pronto, escuché a lo lejos una voz que se dirigía a mí: era el poeta que en la vereda de enfrente compraba algo (probablemente cigarros) en una tienda. Cruzó la pista, me estrechó la mano. No recuerdo qué le dije, él sonreía y al entregarle mi libro, me agradeció cordialmente. Conversamos sobre algunas cosas circunstanciales, sin mayor importancia, luego estreché su mano para despedirme, me deseó suerte y me marché.




   Como sabía que el poeta Washington Delgado vivía muy cerca, fui a su casa. Me atendió una señora que gentilmente me hizo pasar. El poeta sabio se encontraba en medio de su biblioteca impresionante (los estantes atiborrados de libros cubrían todas las paredes), cómodamente instalado tras su escritorio, me invitó a sentarme. Era la segunda vez que estaba allí, la primera fue cuando fui a recoger sus poemas que saldrían en Tocapus. No hablamos mucho, apenas unas cuantas palabras, un comentario al aire, la coincidencia de nuestra coterraneidad… luego le entregué mi libro. Recuerdo que gentilmente me dijo que lo leería. Me retiré estrechando la cálida mano del poeta. Sería la última vez que lo vería.




   Era una tarde soleada, lo recuerdo bien, caminé por varias calles haciendo hora hasta llegar a la avenida Larco, ubiqué el Centro Cultural de Miraflores. Una vez allí, estaba viendo unos afiches en el hall cuando una voz potente dice: “¡Orlando Granda!”, giro y descubrí que quien me hablaba era el poeta José Pancorvo, amigo muy querido y generoso con el que compartí algunas horas de conversación en su casa de Barranco. Al enterarse, José,  de por qué estaba allí me dijo: “Chariarse está hospedado en un hotel muy cerca de aquí, si quieres vamos y te lo presento”. Acepté.




   Nos encaminamos al hotel cuyo nombre he olvidado. Leopoldo estaba en el hall del hotel con el  poeta Alfonso Cisneros Cox (recuerdo que él estaba acompañado de una bella chica). Cuando nos acercábamos, no sé por qué razón, Chariarse se pone de pie y se aleja, al rato regresaría. Mientras tanto, José Pancorvo me presentó a Cisneros Cox, algo conversamos, ya no recuerdo qué, supongo que de literatura japonesa. Él ya era reconocido, entonces,  como un connotado haijin (poeta de haikus). Me llamó la atención la cabellera completamente blanca de Alfonso Cisneros, un hombre relativamente joven por esos tiempos. Recuerdo que le obsequié mi libro que recibió complacido y con una mirada de complicidad con su acompañante. Hace unos pocos años ocurrió su prematura muerte y lo lamenté mucho.  




   Al regresar Leopoldo Chariarse, Pancorvo me lo presentó: un hombre cordial y fino en el trato y con una sorprendente apariencia juvenil. En mi morral había llevado un libro suyo, obsequio de una alumna, me refiero a la primera edición de Los ríos de la noche, del año 1952. Cuando Chariarse vio el ejemplar, se emocionó mucho y me comentó algo que ya sabía: "Este libro tiene un dibujo de Sérvulo Gutierrez". Le pedí una dedicatoria que él con gentileza aceptó.







   Como ya se acercaba la hora de la presentación, nos dispusimos a ir al centro cultural. Era ya de noche. Alfonso Cisneros Cox y su acompañante se despidieron (luego los vería en el auditorio). Leopoldo Chariarse, José Pancorvo y yo nos dirigimos al local caminando entre calles penumbrosas. Cuando intenté ingresar al auditorio con mi morral me lo impidieron, me dijeron que tenía que dejarlo encargado en el hall. No acepté ese hecho, llevaba algunos libros que quería entregar a algunos poetas asistentes. No me lo permitieron, a pesar de mi protesta, incluso José reclamó y hasta el mismo Leopoldo Chariarse protestó. Pero era la regla, así que saqué algunos ejemplares y dejé el morral.




   Una vez adentro, me separé de los dos poetas con los que había ingresado. Estuve varios minutos observando cómo el auditorio poco a poco se iba llenando. Tres o cuatro hileras delante de donde yo estaba divisé al poeta José Watanabe acompañado de su esposa, la poeta Micaela Chirif. A mi mente vino entonces las muchas veces que lo había llamado entre 1993 y 1995 para invitarlo a publicar en Tocapus. Su participación nunca se pudo concretar.  Las conversaciones eran breves, pero de su parte siempre hubo mucha amabilidad. Algo que nunca pude olvidar de esas conversaciones ya lejanas era su voz agitada y débil, yo no sabía que entonces el poeta estaba en tratamiento para luchar contra el cáncer. En una oportunidad, recuerdo que me dijo que lo visitara en su casa que si no me equivoco se encontraba por la avenida Universitaria. Nunca pude ir, cosa que hoy lamento. A diferencia de la vez en que me invitó a visitarlo, esta vez me acerqué, estreché su mano y le entregué mi libro. Recuerdo que me dijo con una voz amable algo que no he olvidado (qué cara me vería): “Quédate para escuchar el recital de los amigos poetas”. Su esposa sonreía. No se me ocurrió otra cosa que decirle: “No, poeta, gracias, suficiente con haberlo visto a usted”  y así como llegué me retiré.







   Ya con mi morral recuperado salí del local y vi que el poeta Marco Martos bajaba de un carro, llevaba un maletín y un gorro. Lo abordé e inmediatamente le obsequié mi libro. El poeta sorprendido me recibió el libro, me agradeció estrechando mi mano, pero notaba que me miraba como tratando de forzar la memoria para recordar si antes me había visto. Supongo que habría olvidado la mañana en que lo visité en su casa de Surco cuando me entregó unos poemas suyos que saldrían publicados en Tocapus. Años después (2010), ya como Presidente de la Real Academia de la Lengua, estaría en la mesa de presentación de un libro mío que había logrado un premio.




   Como a las ocho de la noche llegué a casa. Rita y Kathia me esperaban. Cenamos. De pronto suena el teléfono, era Willy Gómez Migliaro avisándome que iría a mi casa acompañado de Domingo de Ramos. Apenas llegaron decidimos ir a un bar que se encontraba (se encuentra, me corrijo) entre Barranco y Surco. Bebimos algunas cervezas entre conversación y conversación. Cerca a las once salimos del local y nos fuimos a mi casa, Rita y Kathia ya dormían. Cómodamente instalados en la sala seguimos con nuestra charla, hasta que Domingo pidió que leyéramos nuestros poemas, a manera de un recital privado. Lo hicimos. Recuerdo que Willy me pidió que leyera mi poema Piélago. Al borde de la medianoche decidieron, tanto Willy como Domingo, retirarse, debo suponer que a continuar la jornada nocturna en algún local de Barranco.







   Bastante cansado y luego de la experiencia de haber visto a tantos poetas peruanos en un solo día, me metí en el sobre tremendamente agotado, pero muy contento por las experiencias de ese 16 de diciembre de 2002.





   Continuará


                                                         Morada de Barranco, 21 de enero de 2013.


jueves, 10 de enero de 2013

BREVES COMENTARIOS DESPUÉS DE LAS FIESTAS






                                                                               Una antigua nostalgia.
                                                                                  Enrique Peña Barrenechea



   Las fiestas han pasado y una estela de nostalgia queda. Es inevitable. Luego de largos preparativos y de muchas expectativas somos invadidos por esta sensación de tristeza (algunos la llaman depresión postnavideña). Con todo, debo reconocer que esta Navidad fue buena, quizá mejor que en otras ocasiones, por lo menos más relajada y sin las preocupaciones que empañaban un poco las fiestas de años anteriores.




   El 24 de diciembre, a poco de las doce, la familia reunida en pleno (mis padres, mis hermanos, Rita, Kathia y yo) en la acogedora casa de mis padres: en una esquina de la sala el árbol navideño (el tannenbaum) hermosamente adornado, colorido: una fiesta de alegría y luces para todo aquel que se detuviera a verlo, obra de mi hermano Arturo. Frente al árbol, el nacimiento (o belén) de tamaño descomunal que cubre parte de las paredes de casa y una buena parte del piso de la sala: cargado de imágenes y luces, de detalles que le dan un particular encanto, ¿es gigantesco?, sí, pero sobre todo superrealista: muchas de las imágenes no guardan proporción una con otra, y no es que se vea mal, diría que es característica de los belenes la diversidad de tamaños de sus figuras.




   Llegada la medianoche, vienen los fuegos artificiales, los abrazos, el brindis y los regalos. Discrepo de aquellos “puristas” que se rasgan las vestiduras y sostienen que la Navidad se ha materializado, que ahora se preocupan más de las compras y de los regalos, que han dejado atrás el verdadero espíritu de la navidad. No negaré que en parte tienen razón. Pero creo yo que si un regalo lo entregas con sinceridad, con afecto, no estás desvirtuando para nada el espíritu de esta fiesta.




   Por ejemplo, si hablamos de mi familia, comentaré que los regalos navideños son producto de concienzudos y sagaces sondeos. En otras palabras, no se regala por regalar. Es aquí donde hacen su presencia los libros. Porque si algo se regala en casa son libros. Precisamente de ellos, por lo menos de algunos, quiero hablar.




   Este año recibí como presentes navideños varios libros, cinco libros (en realidad cinco títulos), no es poca cosa (aunque uno de estos títulos fuera un auto regalo). Algunos libros que venía “persiguiendo” hace muchos años llegaron esta vez a mis manos de una manera tan sencilla, sobre todo si pienso en aquellas horas de infructuosa búsqueda (de años anteriores) en las que regresaba agotado a casa pero con las ganas intactas de ponerle los ojos a las páginas y líneas de ciertas obras. Sin embargo, en esta oportunidad aparecieron de una manera tan natural, tan sencilla que no me ha dejado de sorprender.




   Uno de esos libros (título, en realidad) es un (lo decía) auto regalo. Son cuatro tomos que literalmente voy devorando, me refiero a las Obras Completas de Stefan Zweig, libros que de manera impensada llegaron a mis manos, cuando más bien buscaba otros libros para regalar a mis hermanos. Pero cuando vi en la estantería los cuatro tomos elegantes, empastados en cuero, no lo pensé dos veces y con una cantidad de dinero no muy onerosa pasaron a formar parte de mi biblioteca (bendita calle Quilca, deparas cada sorpresa).







   Justamente en la calle Quilca hallé, el mismo día que encontré las obras de Zweig, un libro que desde hacía muchísimos años venía buscando, hablo de Mi último suspiro, las memorias de Luis Buñuel. Recuerdo que hace unos veintidós años lo vi en la biblioteca de un amigo poeta en una magnífica edición de lujo. Jamás me atreví a pedírselo prestado. Doce años después lo tuve en mis manos, fue en un stand de la Feria del Libro Ricardo Palma (el de Miraflores), lamentablemente el dinero que había llevado no fue suficiente. Lo dejé medio camuflado y con la idea de regresar al día siguiente para comprarlo. Al día siguiente, cuando regresé, no lo encontré, había sido vendido. Desde entonces jamás lo volví a ver, hasta hace unos días en que pregunté por él y el vendedor lo sacó inmediatamente. Iba a ser junto con las obras de Stefan Zweig mi auto regalo de Navidad, pero las ganas de leerlo provocaron que ya no fuera así, desde entonces lo disfruto en largas horas de lectura, de buena compañía, podría decirlo.




   Con la obras de Zweig (y el libro de Buñuel) me llegaron también (estos sí regalos de mis hermanos) Escritores de cine de José María Aresté; Cuentos populares españoles en edición de José María Guelbenzu; un libro que es una delicia y que espera el momento en que pose mis ojos en sus páginas es Los cuentos de hadas clásicos anotados con prólogo y edición de María Tatar y otro libro que sin duda es otra delicia y que espera su momento, me refiero a Los tesoros de ABBA. Así que me esperan días plenos de lectura, de lectura placentera…




   El día transcurre, la noche está ya próxima. Mientras escribo, escucho algunas piezas musicales para piano y cello de Robert Schumann (me abandono, es inevitable, al Langsam), y pienso en algunos cuentos de Antón Pavlovich Chéjov, por ejemplo ese cuento triste titulado El pabellón Nº 6. ¿Nostalgia posnavideña? No. Es la hora del crepúsculo, es la atmósfera que la música crea (De Schumann vibraciones, escribió alguna vez José María Eguren). Pero ya es hora de concluir esta primera entrada del año.









   Continuará…

 
                                                    Morada de Barranco, 10 de enero de 2013.