jueves, 30 de agosto de 2012

ANTIOQUÍA: UNA FIESTA DE COLORES


   



                                                                 Cuando la niebla cubre cielo y campos.
                                                                                           Matsuo Basho




   Estos últimos días están grises. El invierno, que se hizo esperar, ha llegado. Son ya varios los días en que amanece lloviendo; es decir, una garúa pertinaz, que parece mojarlo todo,  encharca las calles, torna peligrosas las pistas y también las aceras. Pero nuestra garúa no es para nada lo que una lluvia torrencial de la Sierra o los chaparrones de la Selva, lo nuestro es más tímido, es una lluvia que parece no se atreve a serlo, pero no deja de ser cargosa, aunque, debo reconocerlo, hay días en que unas ganas irreprimibles me llevan a caminar por las humedecidas calles para sentir en el rostro los piquetitos de esta fría garúa limeña (o barranquina).




   Junto con la garúa, la neblina. Esta es un elemento indesligable de nuestro paisaje costeño. Aquí en Barranco es de casi todos los días, más si son las de invierno. Tan cerrada es a veces la bruma que no se puede ver más allá de unos metros, apenas si la silueta de personas, árboles, postes, casas o edificios se dibujan como fantasmas que nos circundan. Frente a este panorama brumoso, que lo cubre todo de misterio, se hace inevitable recordar la poesía de José María Eguren, tan expresiva del espíritu del paisaje costeño:


LA DAMA I

La dama I, vagarosa
en la niebla del lago,
canta las finas trovas.

Va en su góndola encantada
de papel, a la misa
verde de la mañana.

Y en su ruta va cogiendo
las dormidas umbelas
y los papiros muertos.

Los sueños rubios de aroma
despierta blandamente
su sardana en las hojas.

Y parte dulce, adormida,
a la borrosa iglesia
de la luz amarilla.


   Estos días fríos y lluviosos te llevan, si no estás trabajando fuera, a un enclaustramiento voluntario, y bien abrigado, con una taza de oscuro y humeante café abandonarse a cálidas charlas con Rita o a los recuerdos. Estos últimos cuando aparecen, lo hacen en un desfile desordenado en los que me complazco preso de nostalgias y melancolías (¿alguno de ellos me servirá para desarrollar esta entrada?). Entonces, de entre todos ellos, decido tomar uno de 2010, mediados del mes de octubre.




   Hace casi dos años, decidimos con mi familia (me refiero no solo a Rita y Kathia, sino también a mis padres, a mis hermanos y a mi cuñada) hacer un viajecito de un día a Huarochirí, sierra de Lima, antiguas tierras montañosas cargadas de mitos prehispánicos (revisemos Dioses y hombres de Huarochirí, conjunto de relatos recogido por un extirpador de idolatrías como el padre Francisco de Ávila allá por el siglo XVI). El viaje de un día sería motivo suficiente para escapar de las ocupaciones citadinas, e imbuidos de un espíritu renacentista, acercarnos a la “telúrica y magnética” Sierra.




   Antioquía es el nombre de este bello y tranquilo pueblo serrano. Entre cerros empinados, rocosos, plagado de cactus, lo florido de sus paredes destaca. A unos 1 500 msnm (región yunga) se ubica Antioquía, en el valle del río Lurín, es zona donde se producen manzanas y membrillos sobre todo, quien quiera visitar este pueblo, deberá recorrer los 75 kilómetros que lo separan de Lima, hablamos de casi dos horas de viaje por un camino que sí hay que criticar: polvoriento, pedregoso y con muchos baches, de tal manera que el viaje está lleno de sobresaltos.






   Antes de llegar a nuestro destino, pasamos por un pequeño pueblo de nombre curioso: Nieve Nieve. Lleva este nombre debido a que allí llegaban los bloques de hielo, traídos desde los nevados, y que irían a Lima, en épocas en que no se habían inventado los aparatos de refrigeración. Muy cerca del pueblo, se encuentran unas famosas ruinas incaicas que llevan el mismo nombre, el trazado perfecto de sus calles es impresionante, sus construcciones muestran puertas y ventanas trapezoidales, que es una característica de la arquitectura del Tahuantinsuyo. Algo que no dejó de sorprendernos fue que paralela a la carretera (llamémosla así), los antiguos caminos incas, que hasta el día de hoy todavía se siguen usando,  serpentean a lo largo de las faldas de los cerros desafiando al tiempo.




   

   

   









  Una vez en Antioquía, es de comentar sus calles empedradas casi en su totalidad, las paredes blancas de sus casas y templo roban la atención pues cual si fueran lienzos están decoradas con motivos coloridos, muy naif (flores, caballos, pajarillos, ángeles, etc.) que recuerdan mucho a los retablos ayacuchanos. La alegría de sus calles se dibuja en nuestros ojos y en nuestros pasos que transitan entre una flora y fauna que prestan un encanto muy particular a Espíritu Santo de Antioquía. Como escribió alguna vez un haijin japonés: “Todo lo que veía me invitaba al viaje”. Efectivamente, cada vista que se presenta, cada ángulo del pueblo es una sorpresa que incita a seguir explorando.




   








  






   Sorprendidos de tanta belleza y de la particularidad de Antioquía (no hay ningún pueblo del Perú que posea el detalle de sus paredes pintadas), su hermosa iglesia incita a los comentarios: su sencilla y elegante portada lateral de piedra, el cupulín que pareciera lanzar al espacio su curiosa linterna, su techo de dos aguas (oh, las tejas extrañadas si volvieran) típico de zonas donde la lluvia no es un juego como en la costa, su única torre que posee una esbelta escalerilla metálica de caracol por fuera de su estructura, los motivos navideños de su ornamentación externa, en fin, un templo encantador cuya imagen no se borra.


















   En medio de esta fiesta de colores nos dirigimos hacia las afueras del pueblo, las calles por lo general están silenciosas, suponemos que los antioqueños deben estar trabajando en sus chacras. Ingresamos a un campo deportivo construido en la falda de un cerro, luego un ligero ascenso a una colina y estamos ante un sencillo mirador desde donde columbramos, en tanto un viento fresco sacude nuestros cabellos, una alfombra verde que envuelve al pueblo. El paisaje es majestuoso, son los predios de antiguos dioses prehispánicos: Cuniraya Viracocha, Cavillaca, Yanamca Tutañamca, Huallallo Carhuincho, el Apu Pariacaca. Es tierra antigua donde estas deidades milenarias se enfrentaron en luchas cruentas, donde amaron y de alguna manera definieron el paisaje, la psicología del hombre de estas tierras: de ahí que su presencia se sospeche entre la cadena montañosa cuyo misterio se recorta en el espacio.
















   Luego de recorrer Antioquía, partimos a un pueblo más pequeño: enclavado en una montaña cercana se encuentra Santiago de Cochahuayco. Las muchas chacras que lo rodean producen sobre todo membrillo, materia prima para sus dulces y mermeladas. El pueblo es semejante a Antioquía, pero no posee la ornamentación de esta. Su placita alberga bellos jardines donde destaca el colorido de sus flores y la sombra de sus árboles. Cuenta una tradición que cuando los soldados chilenos llegaron a Santiago de Cochahuayco no incendiaron su templo, como sí lo habían hecho con las iglesias de pueblos aledaños, porque el patrono de este pueblo andino era el mismo de los chilenos: Santiago Apóstol.










   Tras muchas horas de incansables caminatas, se inicia el regreso, pero como corolario de nuestro recorrido, toda la familia se empeñó en ascender por una montaña donde se encuentran los restos de un adoratorio prehispánico. El ascenso por este cerro pedregoso y polvoriento no es muy agotador. Una vez en el adoratorio, comprobamos que la vista es espectacular: frente a nosotros el río Lurín y al lado derecho, como si fuera un premio, observamos cual si fuera un plano desplegado ante nuestro ojos, la distribución sabia de los espacios arquitectónicos de la ciudadela incaica de Nieve Nieve. Lamentablemente no tenemos ya mucho tiempo para permanecer en el adoratorio, el Sol está ya para ponerse, las sombras de la noche van llegando, es momento de iniciar el descenso, el carro nos espera.
























  Así agotados regresamos a Barranco, nuestra morada. La noche ha desplegado ya su dominio. A veces cerramos los ojos, no por mucho tiempo. Nuestros ojos se han habituado al Sol y a los colores de Antioquía y pareciera que entre las tinieblas que vemos por las ventanas del carro, quisiéramos hallar la intensidad de esas imágenes que se han tatuado y permanecerán para siempre en nuestros recuerdos: “Tan poseído estaba por los dioses que no podía dominar mis pensamientos; los espíritus del camino me hacían señas y no podía fijar mi mente ni ocuparme en nada”. En nada que no fuera el recuerdo de los predios sagrados de los dioses y hombres de Huarochirí.









   




   Continuará…


                                                  Morada de Barranco, 30 de agosto de 2012.