viernes, 29 de junio de 2012

ALGUNOS ASUNTOS FRENTE AL MAR DEL SUR







Esta calle que nos devuelve los pasos y las voces como una gruta.
                                                                          Martín Adán



   Es tarde, mejor dicho ya noche: 6:35, como es natural que ocurra, los días oscurecen más pronto. Es invierno, este invierno medio raro que ofrece días con sol mentiroso. Hace un poco de frío, no tanto como otros años en que la bruma arreciaba o una garúa pertinaz encharcaba las calles y provocaba “pequeños accidentes” como resbalones. Ahora no es así, estos cambios descuadran y te llevan a inesperados resfríos confiados en la luminosidad de estos últimos días.



   
   Unos instantes dejo de escribir, observo pensativo a través de la ventana y solo veo oscuridad y las luces amarillas de las casas y los postes salpicando esta noche oscurísima, tan oscura como el café humeante que bebo complacido en mi taza azul (obsequio de mi hija) y pienso preocupado en cómo salvar la situación en la que me encuentro.



   
   ¿Salvar la situación en la que me encuentro? Hace días que le doy vueltas al asunto: ¿sobre qué escribiré? No lo tengo fácil. Las ideas vienen, van, nada que me convenza. La situación me tiene fastidiado, no lo voy a negar. El tiempo cada vez se acorta para cumplir con la segunda entrada de este mes que me ha quedado corto, demasiado corto.




   Hace unas semanas colgué dos entradas en las que comentaba sobre árboles. Mencioné a las moreras, que los hubo en buen número en ciertas calles de Barranco. Hoy casi han desaparecido, apenas han quedado tres de ellos, sobrevivientes, tercos sobrevivientes que, como fantasmas del pasado, están allí con sus brazos disparados al espacio trazando extrañas caligrafías, jeroglíficos, diría yo, recordándonos viejos tiempos de infancia y adolescencia.




   Una de esas mañanas, en la que uno sale muy temprano a comprar el pan y los periódicos, transitando junto a uno de esos árboles, observé en la acera, como hacía muchos años no lo hacía, algunas moras que como en el pasado los viandantes pisaban dejando manchado el suelo. Allí estaban, como en los viejos tiempos, con su imagen de diminutos racimos de uvas: algunas pisadas y otras en buen estado. Atiné a levantar algunas que, cual tesoros, guardé en un bolsillo de mi casaca y me los traje a casa, he aquí sus imágenes.




   


   Así embarcado en este coche, avizoro la punta de un hilo, tiro de ella con la esperanza de formar una madeja: he aquí que vienen, entonces, uno a uno los recuerdos, en desorden, saltando de aquí para allá como inquietas llamas y cual si fuera una película, veo algunas imágenes que se remontan a un pasado cada vez más lejano, pero tan mío: ese niño que gustaba de la soledad (no solitario), que compraba chistes (o sea cómics o tebeos) y se abandonaba en su lectura en medio de la frescura del los aires marinos en el parque Berckemeyer, horas de ensimismamiento, viviendo literalmente vidas que no podían ser. Mientras frente a él, con solo levantar la cabeza, se abría el amplio horizonte del Mar del Sur ofreciéndole un panorama para prolongar sus sueños habitados de piratas o monstruos marinos.




   Pero lo increíble no solo estaba en mis sueños. Hice cosas para mí (y para cualquiera) hoy inexplicables, como el de dejar escondidos varias semanas esos chistes, todos los que llevaba a ese parque (treinta o cuarenta, tal vez más), entre unos arbustos y cada que iba allí buscaba los chistes y releía vorazmente, tumbado en el pasto. Hasta que un día no pudo ser más: un jardinero municipal los encontró y por más que alegué propiedad, simplemente me mandó a rodar y perdí todos esos comics y una parte de mi infancia se marchó con el despojo.




   Unos años después, frente al mismo parque ubicado en el Malecón de Barranco, jugaba con Rodolfo López (“Rodolfito”). De pronto, un amigo, mucho mayor que nosotros, nos pidió ayudarle a hacer arrancar su motocicleta. Lo hicimos, la motocicleta arrancó y en premio a la ayuda, un paseo por el malecón en la moto. Se sienta el piloto, detrás “Rodolfito” y tras él, yo. La moto arranca, yo me quedo parado sin antes sentir un tirón entre mis piernas. Me observo y veo mi pantalón completamente roto, tras cada muslo una raya horizontal que empiezan a sangrar y a doler: la placa de la moto había roto mi pantalón y me había ocasionado dos sendas heridas en el muslo. De emergencia a la Asistencia de Barranco, que para suerte mía estaba a media cuadra del accidente, en una casona que luego sería la casa de mis dos mejores amigos de adolescencia, Franklin y Alfredo. Allí me cosieron, pues una de las heridas era profunda. Comprendí, entonces, que la infancia no estaba ajena al dolor y al sufrimiento.




   A unas cuadras del mismo parque, unos jóvenes juegan un partidito de fútbol, de pronto la pelota se va hacia el barranco y se deposita entre unas salientes cubiertas de carrizo, con precaución bajan algunos a recuperar el balón. Uno de ellos, quizá uno de los más jóvenes y mejor parecidos, llega primero donde está la pelota, la coge, gira la cabeza para iniciar el ascenso y siente que a uno de sus ojos ingresa, como un hueso helado, una aguda caña que le vacía un ojo. Gritos, desesperación… El joven es llevado de emergencia, luego de unos días, ya recuperado transita por las calles, incompleto, con un parche que me recuerda a los viejos piratas de las películas. Un tiempo después, por estética y asuntos psicológicos lleva un ojo de vidrio, estático, frío, como la caña que lo dañó. Comprendí, entonces, que cualquiera estaba a merced de los peligros y que algunos de esos peligros podían ser más graves y dolorosos de los que a uno le acontecían.




   En ese mismo paisaje viviría otras experiencias, otros descubrimientos: ya adolescente y con nuevos amigos, algunos de ellos los definitivos, esos que se cuentan con los dedos de una mano y algunos de esos dedos sobran porque los amigos no son muchos. Con quince o dieciséis años, muchas veces te sientes el dueño del mundo, quieres explorar nuevos espacios, atractivos todos ellos: el alcohol, el cigarro, el amor. Y así fue, presos de esas fiebres y escudados por una noche cómplice y las más de las veces frías y misteriosas (la bruma gótica y londinense), dábamos rienda suelta a nuestra libertad de jóvenes e indocumentados: las botellas de vaya uno a saber que menjunjes (Naranja mecánica, era uno de esos nombres) como los cigarros, circulaban por nuestras manos y bocas como el viento marino entre nuestros cabellos, las confidencias sobre nuestras cuitas de amor, también, pero esas palabras no tenían la frialdad del viento marino, sino la temperatura de los cigarrillos encendidos o del alcohol cuando quemaba nuestras jóvenes gargantas.




   Muchos años han transcurrido desde entonces. Algunas veces suelo transitar por esos territorios tan cercanos a mi vida y aún me parece ver las sombras de esos jóvenes (Franklin, Alfredo, “Pepe”, Alberto) que en ese laberinto de la adolescencia exploran y descubren aquellos predios donde ponen en práctica el ejercicio de su libertad (restringida, pero libertad al fin) en medio de la noche y al borde de los abismos de los barrancos de Barranco.





   Continuará…


                                                       Morada de Barranco, 29 de junio de 2012.
   

sábado, 9 de junio de 2012

ÁRBOLES Y ALGUNOS POEMAS


                                                                          



                                                                        Los árboles pronto romperán sus amarras.
                                                                                                Carlos Oquendo de Amat



   La entrada anterior fue un homenaje a los árboles. Era algo que había querido hacer hace mucho, pero no hallaba la forma. Hay días en que por más que uno le ponga el mayor empeño a las cosas, estas no salen. Hay otros en que sin buscarlo fluyen con una naturalidad asombrosa. Así me sucedió con el post anterior. Sin embargo, siento que hubo algunas cosas que quedaron en el tintero. Algunos poemas que luego recordé y creo que muy bien pudieron estar en Árboles: altar de ramas. Por ejemplo, este bello poema de José María Eguren que, a través de sus versos octosílabos y endecasílabos y con su rima asonante, nos entrega su misterio:

LOS ROBLES

En la curva del camino
dos robles lloraban como dos niños.

Y había paz en los campos,
y en la mágica luz del cielo santo.

Yo recuerdo la rondalla
de la onda florida de la mañana.

En la noria de la vega,
las risas y las dulces pastorelas.

Por los lejanos olivos,
amoroso canto de caramillos.

Con la calma campesina,
como de incienso el humo subía.

Y en la curva del camino
los robles lloraban como dos niños.


     Por estos días releo, luego de muchos años, la poesía de Antonio Machado (“Ni un seductor Mañara, ni un Bradomín he sido / -ya conocéis mi torpe aliño indumentario-…”) y al leer sus poemas siento volver a aquellos años de adolescencia, sobre todo a esas tardes frías en las que bien abrigado leía en mi cuarto como un poseso, abandonado a los versos sencillos y sabios del maestro sevillano: hay poemas que te marcan como hay libros que signan una etapa de tu vida, uno de esos libros es Campos de Castilla, libro que me acompañó un buen trecho de mi adolescencia con sus nostalgias y reflexiones.



   


   
   Entre encinas y olivos que pueblan este libro, hay un poema que siempre amé y es A un olmo seco, ese “ejército de hormigas en hilera” del poema me hacía recordar al tronco añoso de una parra que, a la puerta de la casa de mis padres, parecía vigilarla, mientras un ejército de hormigas en hilera recorría los recovecos de su tronco que hasta el día de hoy se mantiene, con hormigas, claro:


A UN OLMO SECO

Al olmo viejo, hendido por el rayo
y en su mitad podrido,
con las lluvias de abril y el sol de mayo
algunas hojas verdes le han salido.
¡El olmo centenario en la colina
que lame el Duero! Un musgo amarillento
le mancha la corteza blanquecina
al tronco carcomido y polvoriento.
No será, cual los álamos cantores
que guardan el camino y la ribera,
habitado de pardos ruiseñores.
Ejército de hormigas en hilera
va trepando por él, y en sus entrañas
urden sus telas grises las arañas.
Antes que te derribe, olmo del Duero,
con su hacha el leñador, y el carpintero
te convierta en melena de campana,
lanza de carro o yugo de carreta;
antes que rojo en el hogar, mañana,
ardas en alguna mísera caseta,
al borde de un camino;
antes que te descuaje un torbellino
y tronche el soplo de las sierras blancas;
antes que el río hasta la mar te empuje
por valles y barrancas,
olmo, quiero anotar en mi cartera
la gracia de tu rama verdecida.
Mi corazón espera
también, hacia la luz y hacia la vida,
otro milagro de la primavera.


      Y en esos empeños de releer, ya no solo a Machado, cae en mis manos Sendas de Oku de Matsuo Basho (en la ya clásica traducción de Octavio Paz y Eikichi Hayashiya) y entre sus páginas me topo con una pequeña joya destellante, aquel haikai del mexicano José Juan Tablada que dice:

Tierno saúz, 
casi oro, casi ámbar, 
casi luz.


   ¿Haikai? Bueno, es la forma de llamar en castellano al haiku, ese poemita de origen japonés: tres versos, diecisiete sílabas, ausencia de rima. Cuando en alguna oportunidad hablé de ellos a unos alumnos, recuerdo su extrañeza, sus preguntas: “¿Qué?”, “¿Es que algo se puede decir en solo tres líneas?”… Acostumbrados como estamos a la palabrería, a cualquiera sorprende la brevedad del haiku.



   
    


   Estos pequeños poemas más que decir, callan: sus silencios hablan por cada uno de ellos. Yo acudo a los haikus como quien a un manantial: sus aguas frescas, cristalinas, refrescan y brindan esa quietud necesaria para alguien que, atiborrado de problemas y responsabilidades propias de una vida práctica y urbana, necesita de un momento de reflexión.



   


   
   Allí están los haikus y su profunda sabiduría, sus frescos aires para ventilar las cargadas atmósferas, sino recordemos, para comprobarlo, este par que incluí en mi entrada anterior:


Vuelvo irritado
-mas luego, en el jardín:
El joven sauce.

              Oshima Ryota



Mientras lo corto
veo que el árbol tiene
serenidad.

             Issekiro


    Luego de releer varios libros de poesía japonesa, encuentro que muchos de estos brevísimos poemas, que ya de por sí están relacionados con la naturaleza, tienen a los árboles como motivo. Me he permitido seleccionar algunos de ellos. Es, digamos, una invitación a frecuentarlos para disfrutar de su silenciosa sabiduría.


Se siente más frío
al ver una rama de pino quebrada
bajo una carga de nieve.

                 Sampu


Contra la noche
la luna azules pinos
pinta de luna.

                     Ransetsu


En el vasto espacio
alzándose inclinados
árboles de invierno.

                       Takahama


Arboleda de invierno.
Noche en que la luna
hasta la médula penetra.

               Kito


En la arboleda de invierno
cierto pájaro se dignó
cantar para que yo lo oyera.

                    Eikido


Crece inclinándose
al cielo inmenso,
árbol de invierno.

                                      Takahama Kyoshi


Peral florido:
donde hubo una batalla
reina el olvido.

                Shiki


El sauce verde
pinta cejas al mar
sobre la fuente.

                     Moritake


Se ve de noche
la fogata de un templo.
Bosque invernal.

                  Taigui


El dulce aroma,
¿de qué flores vendrá?
Bosque estival.

               Taigui


En una nevada mañana
el árbol
esparce sus bayas.

                            Tsuboi Tokoku


Anoche nevó.
Amanece.
¡Cómo reluce la arboleda!

              Roka


   Leer o releer haikus, a Eguren, a Machado, a Tablada. Pero también reflexionar sobre lo que comentaba en la anterior entrada: la importancia de respetar a nuestro planeta y que, en nombre de una supuesta modernidad, el cemento no se imponga y no se mate impunemente  a los árboles, aquellos gigantes indefensos que entre sus intrincadas ramas tanto cobijan.


Leñador,
no tales el pino,
que un hogar
hay dormido
en su copa…









      
   Continuará…


                                              Morada de Barranco, 09 de junio de 2012.