martes, 15 de mayo de 2012

ÁRBOLES: ALTARES DE RAMAS


A las ramas más altas desde mi alma.
                                           Luis Hernández



   En mi vida han habido árboles, no tantos como hubiera querido: moreras, ficus, sauces, molles, tipas, palmeras, pinos… Algunos de ellos los recuerdo con afecto y gratitud, ocupan un lugar especial en mi vida, por ejemplo las moreras. Hubo calles de Barranco que estaban bordeadas por estos árboles y cuyos frutos en las aceras eran pisoteados por los viandantes dejando el suelo manchado y yo, en mi ingenuidad infantil, lo comparaba con aquellas hojas que por descuido de escolar las manchaba con tinta.






   
   Hoy esos árboles son solo recuerdos: casi todos han desaparecido (queda por allí uno que otro terco sobreviviente) o reemplazados por otros que respeto pero que no me dicen nada. Supongo que de aquí a algunos años (si todavía estoy) hablaré de estos últimos como ahora lo hago de las fantasmales moreras cuyo tamaño no era, según recuerdo, para la admiración, eran diría casi pequeños como pequeños sus frutos que siempre los comparaba con diminutos racimos de uva.






   



  Fantasmales moreras. ¿Por qué el epíteto? Alguna vez lo comenté. Cuando pequeño, camino al desaparecido colegio Santísimo Sacramento, transitaba por calles invernales y cubiertas de niebla mientras elaboraba extrañas y confusas historias donde obviamente el héroe era yo. El efecto visual de la bruma por las calles hacía aparecer a la hilera de árboles como sombras difusas, siluetas apenas dibujadas, fantasmas a la vera de las aceras que alimentaron mi imaginación y me hace hoy recordarlas con mucho cariño.







  Un árbol muy común en Barranco y cuya presencia es notoria, menos mal, es el ficus, gigantesco árbol que otorga su sombra protectora en los calurosos días de verano. Aparentemente eternos, su fronda cobija infinidad de pájaros y sus cantos alegran el paisaje de lo que tantos años llamamos La Lagunita (hoy desaparecida, pero no los árboles), o del Parque Municipal de Barranco y en una avenida muy cercana a esta, me refiero a Pedro de Osma, avenida que comunica a Barranco con Chorrillos y cuya doble hilera de majestuosos y añosos ficus la han transformado en una suerte de túnel por donde una permanente sombra ofrece frescor al transeúnte.







  Tengo para mí como gratos recuerdos los centenarios olivos de San Isidro (una leyenda dice que fueron plantados por San Martin de Porres), aquellas frescas tardes donde, con la compañía de mi madre y mis hermanitos, recogíamos las aceitunas para después (en días posteriores) ir comiéndolas en las diversas comidas que mamá preparaba con maestría inigualable: ese lenguaje de sus manos y corazón que a cada uno de sus hijos y esposo prodigaba generosamente.







   No he olvidado, cómo podría hacerlo, los árboles de capulí de Lucre (la tierra donde nací): una mañana ya lejana en que después de caminar largamente con mis padres y Gloria, mi pequeña hermana, por esos lares donde están nuestras raíces, llegamos a una colina con árboles de este delicioso fruto, nos sentamos a su sombra y mientras endulzábamos nuestras bocas con capulíes, mis ojos de niño de cinco años se abandonaron al panorama de ver a Lucre en toda su extensión desde esa colina verde, cual si fuere una atalaya. Años después relacionaría esta experiencia con las escenas finales de Qué verde era mi valle y terminaría anegado en llanto junto a Rita, porque sentimos que esa película expresaba de alguna manera (o de todas maneras) nuestras vidas.







   La imagen de los árboles (una suerte de conector o puente entre la tierra y el cielo) siempre me hizo admirarlos, desde siempre su estructura muchas veces enrevesada me llevó a ver en esos laberintos de ramas y hojas, extraños y misteriosos seres ocultos o al acecho: sorpresa o miedo, según sea el caso se despertaron en mí, niño gobernado por la imaginación y la fantasía como mecanismos o recursos de defensa o resistencia.







  Describir la naturaleza, sus elementos, alguno de ellos. Todo un reto. Me ha pasado con los árboles, precisamente: tantas veces intenté expresar con palabras su compleja o sencilla arquitectura, tantas veces fallé en el intento: digamos que la prosa me falla, que las palabras quedan cortas y con mis elementales descripciones les hago un flaco favor. Quizá tenga que  repetir, me digo, lo que el poeta chino Tao Yuan-ming escribiera hace tantos años:


Cuando quiero expresarlo,
quedo perdido sin palabras.


   Entonces apelo a la memoria y recurro a la poesía. A la poesía de terceros, preciso. Y constato cómo en sus palabras y en sus silencios se refleja toda la magia y el misterio de estos seres en apariencia invulnerables e invictos. Sin forzar mucho la memoria, asoma en su brevedad aquel haiku que tanto dice:


Vuelvo irritado
-mas luego, en el jardín:
el joven sauce.


   Árbol: no solo laberinto sino camino, sendero seguro hacia la serenidad, como lo es el joven sauce de Oshima Ryota, el haijin japonés del siglo XVIII. Así, sin el vano palabreo, en apenas diecisiete sílabas, el haiku, con la contundencia de sus silencios, expresa toda una concepción de la vida propia del Renacimiento: volver a las fuentes, a la naturaleza, para recuperar el equilibrio, la ansiada armonía que el tráfago de la vida nos hace olvidar o perder.










  También acude aquel soneto de Gerardo Diego, ese clásico poema dedicado a un ciprés en un monasterio medioeval, árbol cuya imagen remite a la punta de una saeta o lanza. Sus versos endecasílabos, sus precisas metáforas lo definen de manera inmejorable.


EL CIPRÉS DE SILOS

Enhiesto surtidor de sombra y sueño
que acongojas el cielo con tu lanza.
Chorro que a las estrellas casi alcanza
devanado a sí mismo en loco empeño.

Mástil de soledad, prodigio isleño,
flecha de fe, saeta de esperanza.
Hoy llegó a ti, riberas del Arlanza,
peregrina al azar, mi alma sin dueño.

Cuando te vi señero, dulce, firme,
qué ansiedades sentí de diluirme
y ascender como tú, vuelto en cristales,

como tú, negra torre de arduos filos,
ejemplo de delirios verticales,
mudo ciprés en el fervor de Silos.


   Hojeaba hace unos días un libro, una antología de poesía latinoamericana, en él hallé un breve poema cuyo aire a haiku es más que evidente, el poema de Antonio Granados, poeta mexicano dice:


BOSQUE

¡Qué verde trino!
A canto de pájaros
huele el camino.



   Los tres versos no mencionan para nada a un árbol, pero se intuye su presencia, porque ¿dónde más podrían estar esos pájaros que con sus cantos “aroman” el camino? Es que acaso, esa sinestesia del primer verso (“verde trino”), ¿no es otra cosa que un árbol (o árboles) que a la vera del camino prodiga sombra y bellas melodías de los pájaros que lo habitan?







   Pienso en el Perú, en sus poetas, entonces acuden algunos poemas. El primero de ellos, solar y juguetón donde el árbol ejerce su capacidad de transformar al Sol en vida, es decir, en pájaros; el segundo, pleno de un lenguaje sencillo, acierta en definir lo que un árbol es para alguien rebosante de asombro, esa capacidad que muchas veces perdemos y los poetas fundamentalmente conservan; el tercer poema expresa esa lucha silenciosa del árbol por lanzar al espacio sus robustas ramas, esas ansias por lograr el espacio como un sinónimo de aquella  libertad a la que todos debemos aspirar aunque parezca imposible.


SOL

El sol brincó en el árbol.
Después todo fue pájaros.

Lejos, aquí, llovía
el cielo de tus manos-,
un cielo pequeñito,
profundo, solitario.-
Hora todo es distancia,
ceguedad, aletazo.

El sol tiene en el árbol
inquietudes de pájaros.

               Martín Adán



9.

Árbol, altar de ramas,
de pájaros, de hojas,
de sombra rumorosa;
en tu ofrenda callada,
en tu sereno anhelo,
hay soledad poblada
de luz de tierra y cielo.

              Javier Sologuren




FICUS

Agrestes, los ficus
persiguen el cielo.
Suben y no saben
si suben en sueños
o si el día esconde
cielos verdaderos.
Ni ruido ni aroma,
caricia ni pétalo:
se yergue ardorosa
en el aire lento
la flor de los ficus:
el alto silencio.

Y lejos el cielo.

                          Washington Delgado


   Pero no todo es plenitud. Los árboles están en problemas. Aquí y en muchos lugares. Su sobrexplotación, su eliminación irresponsable en nombre de una supuesta modernización (la construcción del Metropolitano se trajo abajo muchos árboles y hasta ahora no se me quita la idea que eso fue un crimen que quedó impune), “el culto al cemento” que arrasa con ellos y mutila nuestros recuerdos (algunos de estos añosos árboles cobijaron aquellas horas de lectura deleitosa de la infancia y adolescencia)… No hay derecho.


Mientras lo corto
veo que el árbol tiene
serenidad.

             Issekiro


   Si esto continúa, llegará el día en que hallar un árbol entre tanto cemento y “civilización” será como toparse con un trébol de cuatro hojas y frasear estos versos de Gonzalo de Berceo (si es que todavía lo pudiéramos hacer) nos llenará de una nostalgia irreprimible: La sombra de los árbores de temprados sabores / refrescáronme todo e perdí los sudores… Sacrificar un árbol, sea por el motivo que fuere, es matar de a pocos la posibilidad de vida en nuestro planeta, es desconocer  algo tan legítimo como es el derecho de los que vengan de vivir en un planeta con las condiciones naturales de vida de las que hemos gozado.






   Arturo Corcuera, poeta peruano, escribió un poema donde se expresa ese temor de que el árbol se vuelva solo recuerdo, un elemento lejano y ajeno a la experiencia del hombre, imagen extraña de algún libro que nos hable de ellos como hoy lo hacen sobre el pájaro dodo: ¿Tendremos que decirles adiós? ¿Despedirnos para siempre de la sombra de los árboles, sana, agradable y fría? ¿Resignarnos a perder para siempre el canto de los atrevidos tordos que pueblan sus ramas?



LOS LIBROS Y LOS ÁRBOLES

El lanzamiento de un libro
implica devastar un árbol.
Es desde hoy nuestro dilema:
o un árbol o un libro.
Debemos de soñar siempre
leer un libro bajo un árbol,
jamás contemplar solo el árbol
en las páginas de un libro.













   Continuará…



                                             Morada de Barranco, 15 de mayo de 2012.

martes, 1 de mayo de 2012

EL MAR, EL OTOÑO Y ALGUNOS RECUERDOS DE INFANCIA


                                               Hasta aquí llega el mar con su traje de espuma...
                                                                         Enrique Peña Barrenechea





   Tardes en las que se ve uno abordado por los recuerdos. Horas en las que el niño que fui asoma y sus alegrías y miedos afloran, no se han ido, están allí, latentes como semillas que esperan nada más el momento de su germinación. Cómo podría (¿es que acaso hay forma?, si hablamos de miedos) desterrar de mí aquella preocupación, ese miedo, el terror, diría, de quedar sin padres, solo y con dos pequeños hermanos. Imposible. Pero ese miedo hoy no ha desaparecido, hay momentos donde la conciencia de la muerte me atenaza y ya no solo me preocupo por mis queridos padres, el temor (digamos) ha crecido, es inevitable y me llena de desasosiego. 



  
   Es una tarde gris y con algo de frío. Desde mi ventana (mi faro lo llamo yo) veo el cielo “panza de burro” de mi morada, la torre roja de la Biblioteca Municipal que pareciera luchar por un poco de luz con los ficus del Parque Central. Y próxima a ellos, la hilera verde de árboles (los añosos ficus) que sombrean la avenida Pedro de Osma que conduce a Chorrillos, sendero verde y aéreo que se columbra majestuoso y a merced de los aires marinos.



   
   En horas como esta, con esta típica luz otoñal que dibuja su cuerpo por todo el paisaje urbano, pareciera que como nunca se llenara cada ángulo de Barranco con el misterioso y brumoso mar, y paladeo entonces, ahora que recito casi murmurando, cada palabra de los versos de un poeta de tierra marítima y solar llamado José Gorostiza:

¡El mar, el mar!
Dentro de mí lo siento.
Ya solo de pensar
en él, tan mío,
tiene un sabor de sal mi pensamiento.

   Termino el poema en voz baja y queda como si fuera una confesión. Desde la amplia ventana de este cuarto piso, mis ojos se detienen y recorren minuciosamente las ventanas teatinas de los viejos techos; descubro alguna tímida torrecilla irrumpiendo en la opacidad del espacio como un brazo disparado por los deseos de alguien que ansía apropiarse de las distancias… Así, entre tantas imágenes de este pequeño territorio vecino del mar, inmediatamente imagino a un joven y lúcido adolescente que se hizo llamar Martín Adán y que habitó estas tierras en la segunda década del siglo XX y que alguna vez escribiera este par de versos:

Si quieres tú saber de mi vida,
vete a mirar al Mar.

   Ganas de gritarlo, de repetírselo a cualquier cristiano que se cruzara en estos momentos por mi camino. ¿Melancolía? o ¿saudade?, esa bella palabra portuguesa que carece de traducción. Vaya uno a saber. Solo sé que sentado ahora frente a la computadora estoy en estas cavilaciones que me remontan por espacios idos: aquellas horas de buscada soledad en los acantilados, con la vista y los oídos perdidos en la música salvaje de las olas, o a mis manos hollando la arena para crear mis propios mares donde trazar las rutas de mi propio mundo.




   Cuando uno está por los predios de la infancia, lejanos tiempos que hoy vemos cual si fuera una película, acuden instantes, detalles aparentemente olvidados, por ejemplo, imágenes de aquellos lejanos años en que los cinco (“Paco” todavía no había llegado) habitábamos una diminuta casa donde nuestros padres nos criaron con tanto amor y esmero. Pequeña casa, sí, pero suficiente como para albergar el universo completo de un niño que no solo jugaba. Espacio liliputiense donde tantas veces nuestro padre nos hacía viajar por espacios remotos con la magia de su palabra alrededor de una sólida mesa de madera que he heredado y lo tengo como uno de mis preciados bienes.




   La vieja cinta de los recuerdos ha venido fluyendo, pero entre los muchos recuerdos, me quiero detener en uno: hubo un tiempo en el que no tuve cama y dormía en el mueble grande (no recuerdo la razón). Fue asunto de unas pocas semanas. Tendría yo diez años. Todos ya dormían, sus respiraciones reposadas me lo decían. Era el único que estaba despierto, pensativo. Hacía varios minutos acababa de ver una película española en la televisión en blanco y negro, era una típica película española filmada en los años de horror franquista, cargada de esa asquerosa ideología que te dejaba a ti y a todo lo que te rodeaba oliendo a pecado y a culpa.




   La película, cuyo título no recuerdo (ni falta que hace), contaba una historia de abandono y niñez donde maltrataban a un niño provinciano a quien sus compañeros de salón llamaban despectivamente paleto (lo que aquí en el Perú sería algo como decir cholo, serrano). En medio de ese infierno, el único que lo defendía era un joven y barbado maestro. Me marcó. Tanto así que en medio de la oscuridad y “mirando” el respaldar del mueble pensé en la muerte.




   En medio de esa noche, yo miraba la oscuridad como quien mira al fuego o al mar agresivo; es decir, con miedo: “Yo no me quiero morir, me dije angustiado, debe ser horrible estar en un mismo lugar sin poder moverse, sin mirar nada que no sea una larga noche, sin oír nada que no sea tu miedo, porque la muerte debe ser un miedo eterno”. Unas lágrimas caían por mi rostro. Lloré en silencio hasta que el sueño me abrazó.




   Han pasado muchos años desde esa noche y sus cicatrices no han desaparecido. Pero no todo fue así. Mi infancia estuvo sembrada de amor y de afecto (como lo he dicho muchas veces). Tuve amigos con los que compartí experiencias que también dejaron huellas, recuerdos gratos en los que me veo siempre regresando a casa donde una madre aguerrida nos atendía a cuerpo de rey, a pesar de las dificultades. Un padre laborioso y preocupado porque sus hijos sigan creciendo: entonces llegaron a casa, gracias a él, las enciclopedias Cumbre y Quillet, cuyos tomos rojos no sirvieron como decoración de casa sino como alimento para saciar nuestras curiosidades e ir creciendo en el camino: ¡cuántas horas pasé abandonado en los mares infinitos de la lectura!, ¡cuánto tiempo entre sus páginas sin saber lo que era el aburrimiento!


   Así embarcado en lo recuerdos, tornan a mí aquellos domingos cuando a punto de sentarnos para el almuerzo, de pronto mi padre me llamaba e introduciendo una mano en un bolsillo sacaba dinero y me enviaba a comprar Coca Cola y una botella de cerveza malta: el sabor amargo de la gaseosa combinada con la cerveza era algo a lo que nunca nos acostumbramos, pero que curiosamente cuando ahora hablo con mis hermanos de esos vasos con líquido oscuro y espumoso, nos miramos, no lo decimos, pero sé que lo extrañamos porque es un sabor que nos remite a nuestra niñez. 


   Algo que no olvido es que también hubo días en que mi padre, embargado de calor familiar,  nos agasajaba con una botella de Oporto El abuelo, y nos decía en tono salomónico: "Tomen el vino, hijos, es bueno hacerlo de vez en cuando" y levantaba su brazo y brindaba con nosotros que quedábamos medio chispeados después de beberlo. Desde entonces ese vino (y no otro) nos acompaña siempre en circunstancias especiales (cumpleaños, por ejemplo) y forma parte de nuestras costumbres familiares... 




   Ahora que se acerca la noche y que he navegado por aquellos años que partieron en un santiamén, me dispongo a detener este desfile interminable de recuerdos, con la certeza de que lo escrito es más que suficiente, que ya vendrán oportunidades en que nuevos recuerdos surjan y sean motivo de nuevas entradas. Así sea.





   Continuará…



                                           Morada de Barranco, 1 de mayo de 2012.