jueves, 26 de enero de 2012

UN PEQUEÑO HOMENAJE PARA EL GRAN THEO




                                Mira desde las ciegas alturas.
                                           José María Eguren



1.
   Desde que visioné Paisaje en la niebla, la primera película de Theo Angelopoulos que llegó a mis manos, diré mejor, a mis ojos, quedé prendado de su ritmo propio, de su espíritu lírico que se desenvuelve con total desfachatez. Desde entonces procuré ver todas sus películas, no lo he conseguido todavía, pero estoy en camino. Son pocas las que he podido ver en realidad, apenas cuatro: La mirada de Ulises; El paso suspendido de la cigüeña; La eternidad de un día y la mencionada Paisaje en la niebla. Son pocas, pero son (permítanme el parafraseo): en ellas está concentrada una parte muy importante del cine, ese cine que expresa el peregrinaje de los hombres en esa búsqueda por llegar a casa, pero ella, como lo dijo alguna vez el mismo Angelopoulos, es todo aquel lugar que te brinda equilibrio ("¿Cuántas fronteras tenemos que cruzar para llegar a casa?", se preguntaba un personaje de una de sus películas).
   A los de gustos trepidantes y galopantes, el cine del gran Theo, les ha de parecer moroso, lento, extremadamente silencioso, aburrido. No es así. El cine de Theo es un cine de esencias, un tránsito por territorios extraños (¿o extrañados?) pero conocidos, curiosamente; predios donde destellan la sorpresa y el tiempo que en fino goteo nos va trabajando en sus planos largos, donde el ritmo silencioso de sus imágenes aletargadas nos hacen, por ejemplo, experimentar nuevamente de aquellas primigenias miradas cuando realizábamos descubrimientos aparentemente elementales: el ver por vez primera el mar, la furia o placidez de la corriente de un río, las empinadas montañas en contacto con el firmamento, las descargas eléctricas del rayo (Illapa, el dios tutelar de los tiempos prehispánicos) que a través de sus relámpagos y truenos escarban en las oscuridades de nuestros ojos y oídos, la bruma que silenciosamente cubre todo de misterio (¡oh, la poesía de José María Eguren!), en fin, todo aquello que consideramos experiencias de niño, pero que el cine de Angelopoulos (como también podría ser un buen libro, digamos Prosas apátridas de Julio Ramón Ribeyro, o un grandioso disco, digamos Revolver de The Beatles) nos permite nuevamente experimentar con esa capacidad de sorpresa que creíamos perdida y que solo estaba extraviada u oculta en vaya uno a saber qué rincones de nuestro ser.











   He mencionado la neblina. Palabra muy común para los que vivimos en Barranco, mi morada, muy cercana al mar y por lo tanto al misterio. La bruma para los barranquinos es asunto de casi todos los días. Recuerdo aún y me veo viendo aquellas imágenes brumosas en La mirada de Ulises o en Paisaje en la niebla y al observar esos territorios brumosos reconocerlos como míos. Pero los paisajes de Angelopoulos son nuestros paisajes no solo exteriores, sino aquellos íntimos de desencuentro y de búsqueda, nuestros exilios interiores (tal y como llamó Mirko Lauer a la vida y obra de Martín Adán, ese eterno exiliado).












   Paisajes griegos con bruma. Ese es el territorio de las películas de Theo. Espacios por el que se transita y se cruza con semejantes envueltos en la niebla que bien podrían ser fantasmas y que igualmente están en una búsqueda constante. Es el fantasma de Odiseo como destino, pero no solo de los griegos (¿quién que es, no es griego?), es el sino de todo hombre por llegar, por ubicarse luego de una larga caminata por la periferia: Edipo buscando al asesino de su padre sin saber que era a sí mismo que se estaba buscando. El cine de Angelopoulos es una invitación a dialogar con nosotros mismos, a buscarnos en nosotros mismos.


2.

   Me acabo de enterar de la muerte de este gran director de cine cuando estaba en los preparativos de la que pudo ser su última película. Lloro su muerte. Sin embargo, creo que seres como él no mueren, sus películas son el sendero a través del cual él, Theo Angelopoulos, el grande, venció a esa cruel señora que agazapada nos acecha tercamente.
   En tus miradas, querido Theo, nos miramos. Tus películas son el espejo donde atisbamos aquello que nuestros ojos no perciben pero sospechamos. Theo, te abrazo en tus imágenes, en tus silencios (ese lenguaje que como pocos supiste indagar).


EPÍLOGO

   Tenía pensado otro tema para esta entrada, pero me fue inevitable escribir estas palabras para el gran Theo Angelopoulos al enterarme de su partida. Palabras impregnadas de una sensación que no me deja y que el tiempo ha de paliar: la de estar algo más solo, ahora que Theo no está más entre nosotros. Estas humildes líneas, entonces, para alguien que tanto nos entregó y entrega a través de sus hermosas películas.


   Continuará...


                                                 Morada de Barranco, 26 de enero de 2012.

miércoles, 4 de enero de 2012

LA MAGIA DEL CINE Y LA POESÍA

                                         


                                            Hay un lugar adonde se van todas las miradas.
                                                                                   Xavier Abril


I.

   Hay películas cuya visión despiertan en mí sensaciones muy agradables (y otras que no es el caso mencionar). Son films que me prodigan un cobijo al cual deseo siempre volver, de ahí que cada que se presenta la oportunidad regreso a ellas, sabiendo que no será la última vez que ello ocurra. Puede resultar exagerado, pero la atmósfera que estas películas crean me lleva a pensar que algo como eso debe ser la seguridad que el vientre materno proporciona. Por lo menos lo veo así, lo siento así cuando me abandono al torrente de imágenes. Me sucede con algunas películas de John Ford como El hombre quieto y Centauros del desierto u otras películas como El rayo verde o La rodilla de Clara de Eric Rohmer; La mirada de Ulises de Theo Angelopolous; La doble vida de Verónica de Kieslowski; Río Bravo de Howard Hawks; El espíritu de la colmena de Víctor Erice; Encadenados (Notorious) de Alfred Hitchcock y un puñado más de películas definitivamente entrañables.




   Es lo que viví con la última película que por segunda vez visioné junto a Rita el penúltimo día de 2011: un western que injustamente pasó sin pena ni gloria por las salas de Lima. Digamos que lo mismo hubiera dado que la proyecten o no. Tal la miopía que no es novedad por estos lares. Me refiero a Pacto de justicia de Kevin Costner: una historia sencilla, una fotografía espectacular y bella, actuaciones magistrales (¡oh, grandioso Robert Duvall, signado por los dioses!). Sin embargo, por allí he leído algunos comentarios donde se le acusa de ser lenta, que le sobran muchos minutos. Debo decir que nada de eso percibí, cuando cómodamente instalado en mi sofá, disfruté del clima agradable que el film crea. Tengo para mí, que esta es una película que irá creciendo con el paso del tiempo, es decir, un clásico: uno de los más grandes western de todos los tiempos.




   El cine, pasión que no principia ni fenece, alimento diario (o casi diario) para enfrentar los avatares de la cotidianeidad, espacio material y etéreo que mágica y misteriosamente nos permite volver, con una capacidad de sorpresa que creíamos olvidada o perdida, a los predios abandonados de la infancia. Ver películas como Johnny Guitar ; La noche del cazador o quizá El cielo sobre Berlín o Los olvidados me permitieron (y permiten) experimentar sensaciones mezcladas y contradictorias, sí, pero retornables, sensaciones como cuando niño aún por vez primera me aproximaba y veía con conciencia, sorpresa, alegría y miedo el mar de Barranco a través de la Bajada de los Baños.




   El verso de Martín Adán que transcribí no es gratuito, refleja, creo yo, parte de mi pasado cinéfilo. Me explico. He intentado recordar mi primera experiencia con el cine, mi primera película. No he podido. Me resulta imposible. De ahí que diga que el cine en mí no tiene un inicio, una primera película, simplemente está conmigo desde siempre, para siempre.




   Alguna vez comenté sobre todos los preparativos para ir al cine con mi familia. Prepararse para asistir a una función implica un rito escrupuloso, también una complicidad con personas que ni siquiera conoces. Recuerdo en estos momentos un haiku oportuno del maese Matsuo Basho:


Nadie puede ser
bajo las flores del cerezo
completamente desconocido.


Hermoso poema, hermoso y sabio. Sí, pues, nadie puede ser completamente desconocido, estamos hermanados por la sensibilidad, por la contemplación de las flores del cerezo o de un film.




  Todos hemos experimentado lo mismo o casi lo mismo cuando se inicia la función: las cortinas abriéndose lentamente, una repentina y esperada oscuridad, los ojos literalmente clavados en el ecran en tanto el corazón golpea bruscamente el pecho. Así, nerviosos y emocionados al extremo, tanto que las manos se agarran tan fuerte del asiento que sus huellas, supongo, quedan para la eternidad. Y de pronto, una luz que desde atrás se abre paso perfora la oscuridad derramando imágenes en la pantalla.




   La magia del cine. Iniciada la película, yo estaba allí y no estaba. Cual incurable fisgón atrapado por la historia abandonaba todo (tiempo y espacio) y si estaba viendo, por ejemplo, Los Diez Mandamientos (del hiperbólico e ingenuo Cecil B. De Mille), yo era uno de los que estaba junto a Moisés cuando el Mar Rojo se abría como un libro. O como cuando a los trece años descubrí el arte de ese gran actor (el más grande) llamado Archibald Alexander Leach, o sea, Cary Grant, a merced de un destino caprichoso que parecía arrancharle la felicidad a través de un prosaico atropello en Algo para recordar, dejándome desasosegado y con ganas de detener un segundo a Terry McKay (Deborah Kerr) en su apuro por acudir a la cita con Nickie Ferrante (Cary Grant) mientras un verso de César Vallejo me latía en la cabeza y en las manos al intuir la imposible felicidad de la pareja: “Tanto amor y no poder nada contra la muerte”. ¡Ah, el cine en todo su esplendor cautivante!




   Hablar de cine te abre a un horizonte cargado de recuerdos. Precisamente uno me aborda, hablo de aquella costumbre ya perdida en que en determinados días, no sé por qué, el boletero dejaba entrar gratis a la sala ya comenzada la función. Los mozalbetes de esos tiempos, enterados de la situación, aguardábamos ansiosos la hora, a las 7:45 p.m. aproximadamente (horario de “vermú”, como se decía) ingresábamos como una jauría hambrienta de imágenes, no interesaba que hubiera pasado casi una hora de función, lo importante, como escribí hace unas semanas, era estar allí, disfrutar en ese inacabable territorio del asombro que es el cine.




   Esos cines de antaño, que albergaron y alimentaron nuestros sueños infantiles y juveniles hoy han desaparecido. Lejanos tiempos en los que las salas estaban agrupadas en cines de estreno (como el Roma, Metro, Alcázar, Alhambra, Premier, Barranco…) y cines de barrio (como el Raimondi, Balta, Leoncio Prado, Olaya, hasta un cine pirata y diminuto conocido con el apelativo de Metropulga, en Surco), tantas salas hubo en Lima que el listín cinematográfico ocupaba casi una página entera de El Comercio, el diario más antiguo del Perú. Muchos de estos locales (diseñados especialmente para ser cines) hoy han sido destruidos (modernidad le dicen) o convertidos en iglesias cristianas. Hoy intentan ocupar ese espacio los multicines mientras muchas personas han optado por quedarse en casa y aprovechar las ventajas de la tecnología y la presencia muchas veces inevitable de Polvos Azules, el paraíso de los cinéfilos.




II.




   El cine y la literatura. No es una relación extraña. Desde los primeros tiempos del cine y después ha habido películas basadas en novelas (Las viñas de la ira) y cuentos (La caída de la casa Usher). Pero el cine también ha influenciado en la literatura. Pienso en la poesía. Hace poco disfruté de Medianoche en París, una de las últimas películas de Woody Allen, divertida y nada pretenciosa. El desfile de intelectuales de los veinte en el film (poetas, escritores, pintores, músicos, cineastas, fotógrafos) me llevó a recordar algunas obras de la vanguardia (en lengua española, específicamente), libros donde es notoria la influencia del cine. Yo recuerdo un libro de Rafael Alberti de 1929 Yo era un tonto y lo que he visto me ha hecho dos tontos. Libro en el que se expresa su admiración a comediantes del cine mudo (Chaplin, Lloyd, Keaton...). Poemario lleno de humor e irreverencia, con versos que se saltan la lógica como un niño travieso y curioso (“Era yo un niño cuando los peces no nadaban, / cuando las ocas no decían misa / ni el caracol embestía al gato. / Juguemos al ratón y al gato, señorita.”).




   Aquí en el Perú hay ejemplos de la admiración que el cine despertó en grandísimos poetas. Ya de por sí alucinado y a imagen y semejanza de la película de Allen, creo ver en una mesa de algún café limeño o en Barranco, en la casa del tímido poeta José María Eguren, cuya apariencia recordaba a Charlot, a los jóvenes poetas vanguardistas Martín Adán, Xavier Abril, Enrique Peña Barrenechea y a Carlos Oquendo de Amat hablando de cine con entusiasmo entre el humo de cigarrillos y un charleston ubicuo saliendo de un fonógrafo. Los cuatro, publicarían sendos libros donde es notoria la presencia y admiración por el cine: La casa de cartón (1928), Hollywood (1931), Cinema de los sentidos puros (1931) y 5 metros de poemas (1927).





   La casa de cartón es un libro breve, sin género, pero donde la poesía late por todos sus ángulos. La leyenda dice que fue escrito por Martín Adán cuando adolescente y aún escolar como ejercicio de redacción. Lo cierto es que el libro de Rafael de la Fuente Benavides (el nombre real del autor) fue recibido como un libro innovador y alejado completamente de todo resabio modernista. El desfile de imágenes y metáforas (irónicas, desgarradas) de asociación libre remiten al fluir de imágenes de un film:


…Las yanquis tienen la carne demasiado fresca, casi fría, casi muerta.
El beso final ya suena en la sombra de la sala llena de candelas de cigarrillos. Pero ésta no es la escena 
                    final. Por ello es que el beso suena.
Nada me basta, ni siquiera la muerte; quiero medida, perfección, satisfacción, deleite.
¿Cómo he venido a parar en este cinema perdido y humoso?
La tarde ya se habrá acabado en la ciudad. Y yo todavía me siento la tarde.
Ahora recuerdo perfectamente mis años inocentes. Y todos los malos pensamientos se me borran del
                   Alma. Me siento un hombre que no ha pecado nunca.
Estoy sin pasado, con un futuro excesivo…”.




   Hollywood es un libro de prosas poéticas (como lo es La casa de cartón), fue un libro publicado en Madrid, cuya portada fue obra de Maruja Mallo, nada menos, la pintora superrealista y colaboradora de Luis Buñuel y Salvador Dalí en el cortometraje Un perro andaluz.  Abril fue un poeta cosmopolita, vivió en Europa, fue amigo de André Breton y los otros superrealistas, se dice que fue el primero en traer a Sudamérica estos aires innovadores de la vanguardia. En el libro podemos encontrar textos donde ni la muerte (su propia muerte) se escapa de la ironía y del humor juguetón, muy presente en estas greguerías:


Rasputín fue un  Papa salvaje.

Si hay algo detestable en los conciertos, son las posturas graves que toman los oyentes.

En Lima hay una cosa que siempre está de moda: que la gente escriba mal.

Yo lo sé de antiguo. Fueron vagabundos. Y hoy les dicen árboles.



XAVIER ABRIL HA MUERTO
   Dormía frente al espejo. Y de noche –saliendo de las sombras de las sábanas que no dejan de ser blancas- Xavier Abril se vio en el espejo muerto. Que es casi siempre lo más difícil.
   ¡Qué manera de sentirse muerto, de saberlo y no llamar al médico! El hecho es que uno a veces sabe cuándo se está muerto y no se puede hablar porque se dejaría de estarlo. Muchos mudos han sufrido los partes facultativos de la muerte y los han tenido que aceptar.
   Frente a los espejos que al alba encienden sus luces en el cuarto, yo me miraba a pausas, disimuladamente, para ver si en verdad estaba vivo o estaba muerto. Cosa que ha de ser bien terrible de saber. Pero determiné en un suicidio sin voz que estaba muerto.
   Me eché largo a largo en la cama, pero uno de los espejos me autenticaba vida cuando estaba muerto.
   Y en el calendario –que nunca falta en las habitaciones de los hoteles de segunda clase- taché el día de mi vida y de mi muerte.
   Cosa ésta muy rara para otros, pues por lo general, las gentes mueren nada más.
   Y taché el 25 de Marzo en su mañana. Y debió aparecer en los periódicos la noticia. Pero no. Ningún testigo estuvo en el momento, único momento de mi muerte.




   Cinema de los sentidos puros es un libro con poemas en prosa, donde la aventura vanguardista de estos veintinueve textos pinta (rompiendo la línea divisoria entre la realidad y la fantasía con una naturalidad propia del sueño o la pesadilla) paisajes extraños, misteriosos, cargados de un onirismo que recuerdan mucho a films como Un perro andaluz o La edad de oro. Libro brillante, y por redescubrir, en el que percibimos sobre todo una nostalgia y soledad agobiantes:
  
20.
En esta soledad, en esta dulce alegría de soledad, un animal que muerde nieblas, que está contento de su recuerdo.
Una flor. Una mano en el aire que escribe nubes. En esta soledad.
A la orilla de este sueño llegan las flores de los mares antiguos. Una tiene la alegría de tus ojos y crece como una espuma de oro.
En esta soledad, nazco y evejezco; tengo mil años y me piso las barbas.
Rabia de gorila salvaje, clavo mis uñas en las paredes de tu ausencia.
Estas son las manos brutas y velludas sin tacto. Estos son los ojos asombrados de la anunciación.
Me curvo como un animal de museo, con escamas, sin sexo, asqueroso.
En esta soledad, me arrastro y dejo babas.
En esta soledad, a veces soy también un hilo de lluvia, un pequeño ascender, un trébol.
Pienso en el rapto de la flor por los ángeles bárbaros.
Yo desespero, amigo, de esta soledad. Yo estoy contento, amigo, de esta soledad.





   5 metros de poemas es el único libro de Oquendo. Un libro particular desde el título. El libro es una tira de papel plegable que mide aproximadamente lo que el título anuncia. Esta tira de papel alude a una cinta de proyección y también a una cinta métrica en una crítica muy sutil a la sociedad capitalista en donde todo (o casi todo) se compra o se vende, incluso la poesía (ironía de por medio, claro está) como si de tela se tratase. Cada uno de los diecinueve poemas constituiría un cortometraje y como si el papel se transformara en un ecran nos llegamos a topar en una "pagina" con un intermedio de 10 minutos, cual si fuera una función de cine. En 5 metros... se conjugan de manera contundente y madura (los poemas fueron  concebidos cuando el poeta tenía entre diecisiete a diecinueve años) la carátula, la diagramación, la tipografía, la disposición espacial de los versos, convirtiéndolo en un objeto estético visual:
  

p           o             e             m           a


Para ti
tengo impresa una sonrisa en papel Japón

Mírame
que haces crecer la yerba de los prados

Mujer
mapa de música      claro de río      fiesta de fruta 

       En tu ventana

cuelgan enredaderas de los volantes de los automóviles
y los expendedores disminuyen el precio de sus mercaderías

       d é j a m e   q u e   b e s e   t u    v o z

                           Tu voz

QUE CANTA EN TODAS LAS RAMAS DE LA MAÑANA








   El fluir libre de imágenes (ajeno completamente a las normas tradicionales como la rima y la métrica), ese afán de capturar instantáneas que se suceden (rompiendo ataduras como los de la lógica) remiten al movimiento propio de la acción cinematográfica, denominador común en estos cuatro libros, pilares fundamentales de la poesía peruana.




   El cine en la poesía, pero también la poesía en el cine: hago memoria y a mi  recuerdo viene, por ejemplo, La bella y la bestia, esa ensoñadora y cautivante cinta de un alucinado amante del fuego del cine y la poesía llamado Jean Cocteau.




   Continuará…



                                          Morada de Barranco, 4 de enero de 2012.