viernes, 28 de octubre de 2011

YO NACÍ CON EL CINE





                                                                                                                Ya es tiempo del asombro…
                                                                                                                    Enrique Peña Barrenechea



    Es cierto, cuando niño asistía religiosamente al cine todos los domingos. Viejos tiempos en los que no había televisión en casa; es decir, nadie de mi familia experimentó ciertas fiebres producto de alguna telenovela exitosa, digamos, Simplemente María o Natacha, ambas hechas en el Perú y de difusión internacional (un tiempo después, ya con un televisor en blanco y negro, sabríamos eso de esperar ansiosos un nuevo capítulo de una telenovela, me refiero a Nino).
   Mi vida era, aparentemente, sencilla al amparo de mis esforzados padres, una pequeña (pequeñita, en realidad) casa que se hacía grande para albergar todo, incluso mi biblioteca personal que empezaba a crecer al ritmo de mi voracidad de lector, la compañía de mi hermana Gloria y la posterior llegada de Arturo y varios años después de Francisco.









   ¿Problemas? Muchos (que no vienen al caso comentarlos). Unos padres incansables que se mataban trabajando para que nada faltara en casa (y nunca faltó). Y para esos múltiples problemas de la vida cotidiana, para mitigar las fatigas del mucho trabajar el cine, ese espacio del asombro y el descubrimiento.


El cine y el café, dos pasiones.


   Aún recuerdo aquellos preparativos familiares para ir al cine, si era en Barranco, podían ser los hoy desaparecidos Raimondi o Balta (con su consabida caminata de varias cuadras hasta el también desaparecido óvalo) o bien en Surquillo en el cine Leoncio Prado y en uno cuyo nombre he olvidado y cuyo local se ha transformado en una gigantesca mecánica frente al edificio Marsano (cada que paso puedo ver su estructura interna e inmediatamente se me vienen los recuerdos de viejas películas mexicanas o de algún peplum inmortal).





   Tiempos aquellos en que la gente iba al cine a visionar películas y no (como ahora último está sucediendo) a abotagarse con pop corn e inmensos vasos de Coca Cola, como si el rito de ir al cine y emocionarse con la película no se pudiera experimentar si de por medio no están los “artículos” antes mencionados. O lo que es peor, tener que soportar en medio de la película el timbrado de celulares y a sus dueños respondiendo sin el mínimo respeto por los demás, aciaga plaga de estos tiempos “modernos”.





   Inolvidables son aquellas sesiones de cine en la que los cuatro (Arturo todavía no había nacido) emocionados llegábamos a la boletería. En el vestíbulo del cine, el anteparaíso lo llamaría, me perdía con el corazón literalmente golpeándome el pecho en los fotogramas y afiches de las películas programadas para la semana (a mi memoria vienen las fotos y el afiche de una película “prohibida” entonces para los niños, me refiero a El planeta de los simios, película que recién vería unos años después y un afiche donde se veía a una mano con casco de guerra, hablo de M.A.S.H.).





   La situación se complicaba si era Semana Santa, las colas eran inmensas, había que ir temprano, algunas veces nos quedamos con los crespos hechos pues las localidades se agotaban y… a llorar al río. El regreso a casa era desolador, frustrante: no habías podido ingresar al cine; o sea, sentías como si tu vida no valiera nada o muy poco, ¿exagero? No creo, quien haya pasado por esta situación me comprende.


Local del hoy desaparecido cine Raimondi.
  


   Pero cuando estabas dentro… era la gloria, el ingreso al Edén. Si por allí habías llegado un poco tarde, un guía extremadamente cortés te buscaba asiento con una linterna: ¡ah!, esa luz escarbando en la oscuridad para encontrar un sitio para tu cuerpo emocionado.





   La aventura de estar en un cine repleto hacía que sufrieras heroicamente a cualquier vecino de asiento. Recuerdo un Viernes Santo, el mundo entero estaba en el cine Raimondi, un poco más y los personajes de la película no aparecían en el ecran por falta de espacio. Se proyectaba, lo recuerdo, una película de Cristo (blondo, perfectamente barbado, diciendo frases para la historia), tuve la desgracia de tener por vecina de asiento a una abuelita que con sus nietos me atormentaban por los bulliciosos que eran. La abuela, que no se quedaba atrás, era el propio demonio, había que ver cómo agarraba a golpes a los granujas, cómo gritaba con una voz desagradablemente aguda para poner orden, cómo alzaba los brazos para imponerse a esa gavilla de angelitos desalmados de sus nietos. Pero cuando empezó la película… ¡oh, maravilla de maravillas!, un silencio sepulcral dio paso al film, hasta que llegó el momento del martirio de Cristo, ¡oh, Dios!, allí también empezó mi martirio. La susodicha abuela inmediatamente se volvió un mar de lágrimas con gemido incorporado y con sonido estereofónico. Me tuve que soplar hasta el final de la película el llanto cristiano de la señora, sus sonadas de nariz (con efecto sensoround), sus golpes de pecho (al puro estilo de King Kong), pero en fin, hoy solo es un recuerdo cada vez más lejano que me ha permitido estas líneas.





   Hubo en Lima desde el año 1953 un autocine que lamentablemente ofreció su última función en abril de 1975 con una película que fue un reestreno: La fiesta inolvidable, de Blake Edwards. Un par de años antes de su cierre, recuerdo que toda la familia fue en el carro de un tío, para mí era novedad un cine a cielo abierto. Dicho autocinema funcionaba en Limatambo, atrás del colegio San Agustín, cerca del parque San Martín de Porres, parque que no olvido porque siendo niño acompañé a mi padre para buscar, en ese lugar, caracoles que ayudarían a mi curación de la tos convulsiva que una prima me había contagiado. Fue otra experiencia impagable estar ante esa gigantesca pantalla, fue allí que visioné Un millón de años antes de Cristo y en el film descubriría el divino y esplendoroso cuerpo de Raquel Welch, mil novecientos setenta y tres años después de Cristo. Película extraña esta, o más que extraña, supremamente ingenua, el enfrentamiento de hombres prehistóricos a dinosaurios hoy la hace poco creíble, no la salva ni el cuerpo de la Welch que llevaba maquillaje y bikini de pieles muy al estilo sesentero. Recuerdo que alcancé a ir alguna vez más al autocinema, muy poco en realidad. El autocine hoy solo es recuerdo, memoria, en su lugar hay ahora un gigantesco edificio donde funciona un banco, cosas de la vida.


Autocine de Lima desde azotea del colegio San Agustín.

   Y fueron pasando los años y con ellos nos volvimos más exigentes, el espectador ingenuo se fue diluyendo y surgió uno nuevo, digamos más racional. Ya no el niño que iba al cine sin saber la cartelera y miraba cualquier película, porque lo importante era estar allí, experimentar la emoción de ver cómo se corrían las cortinas, cómo se apagaban las luces, cómo en medio de la oscuridad irrumpía un haz de luz que venía de atrás para dar inicio a la función, es decir al asombro, al descubrimiento.




   Quiero, para terminar esta entrada, ponerme un tanto pretencioso y agregar una lista ociosa (dirán algunos) de alguien que nació con el cine, de un viejo amante del cine:



 MIS CIEN PELÍCULAS PREFERIDAS


  1.  ÉlLuis Buñuel (1953)
  2.  Vértigo (De entre los muertos) Alfred Hitchcock (1958)
  3.  Pierrot el loco Jean-Luc Godard (1965)
  4.  Sed de mal Orson Welles (1958)
  5.  Río Bravo Howard Hawks (1959)
  6.  El decálogo – Krzysztof Kieslowski (1988)     
  7.  La mirada de Ulises – Theo Angelopoulos (1995)
  8.  Las alas del deseo – Win Wenders (1987)  
  9.  L’Atalante Jean Vigo (1934)  
  10.   Persona Ingmar Bergman (1966)  
  11.   Los 400 golpes François Truffaut (1959)
  12.   El rayo verde Eric Rohmer (1986)
  13.   M (El vampiro de Düsseldorf) Fritz Lang (1931)
  14.   La noche del cazador Charles Laughton (1955)    
  15.   El espíritu de la colmena – Víctor Erice (1973)   
  16.   Tiempos modernos – Charles Chaplin (1936)
  17.   Los olvidados – Luis Buñuel (1950)
  18.   Amanecer Friedrich Wilhelm Murnau (1927)  
  19.   El desprecio Jean-Luc Godard (1963) 
  20.   Ensayo de un crimen Luis Buñuel (1955)
  21.  Tuyo es mi corazón (Notorius) – Alfred Hitchcock (1946)
  22.   Rashomón – Akira Kurosawa (1951)
  23.   El hombre quieto John Ford (1952)
  24.   El ciudadano Kane Orson Welles (1941)
  25.   Al final de la escapada Jean-Luc Godard (1959)
  26.   La mamá y la puta Jean Eustache (1973)
  27.   Centauros del desierto  John Ford (1956)
  28.   Psicosis Alfred Hitchcock (1960)
  29.   El séptimo sello – Ingmar Bergman (1956)
  30.   La doble vida de Verónica Krzysztof Kieslowski (1991)
  31.   El matrimonio de María Braün Rainer María Fassbinder (1979)
  32.   La condesa descalza Joseph L. Mankiewickz (1954)          
  33.   Taxi driver – Martin Scorsese (1976)
  34.   Ser o no ser –  Ernst Lubitsch (1942)
  35.   La quimera de oro Charles Chaplin (1925)
  36.   Los pájaros Alfred Hitchcock (1963)
  37.   El maquinista de La General – Buster Keaton (1926)  
  38.   Bella de día Luis Buñuel (1966)   
  39.   Hable con ella Pedro Almodóvar (2002)
  40.   Sunset Boulevard Billy Wilder (1950)
  41.   La rodilla de Clara Eric Rohmer (1970)
  42.   Reservoir dogs Quentin Tarantino (1992)
  43.   ¡Qué bello es vivir! Frank Capra (1946)
  44.   Iván el Terrible(I y II) – Sergei Eisenstein (1944-1948)
  45.   El Mago de Oz Victor Fleming (1939)
  46.   Cría cuervos – Carlos Saura (1975)
  47.   El amor en fuga François Truffaut (1979)
  48.   Una Eva y dos Adanes Billy Wilder (1959)
  49.   La pasión de Juana de arco Carl Theodor Dreyer (1928)
  50.   El laberinto del faunoGuillermo del Toro (2006)  
  51.   La regla del juego Jean Renoir (1939)
  52.   Qué verde era mi valle John Ford (1941)  
  53.   Cantando en la lluvia – Stanley Donen (1952)
  54.   Cero en conducta – Jean Vigo (1933)
  55.   Nosferatu (Una sinfonía de terror) Friedrich Wilhelm Murnau (1922)
  56.   Gritos y susurros – Ingmar Bergman (1972)
  57.   La malvada (Todo sobre Eva) – Joseph L. Mankiewickz (1950)
  58.   Extraños en el tren Alfred Hitchcock (1951)
  59.   The killing Stanley Kubrick (1956)    
  60.   Algo para recordar Leo Mc’Carey (1957)  
  61.   La gran ilusión Jean Renoir (1937)
  62.   A la hora señalada Fred Zinnemann (1952)
  63.   El gabinete del doctor Caligari – Robert Wiene (1920)
  64.   Cabeza borradora David Linch (1977)    
  65.   El apartamento Billy Wilder (1960)  
  66.   Amores perros Alejandro González Iñárritu (2000)
  67.   Ladrón de bicicletas – Vittorio de Sica (1949)
  68.  Tres colores: Azul, Blanco, Rojo Krzysztof Kieslowski (1994-1995)      
  69.  Senderos de gloria – Stanley Kubrick (1957)  
  70.   Pickpocket – Robert Bresson (1959)  
  71.   Ordet (La palabra) Carl Theodor Dreyer (1955)  
  72.   El samurai Jean-Pierre Melville (1967)     
  73.   Aguirre, la ira de Dios – Werner Herzog (1972)
  74.   El tercer hombre – Carol Reed  (1949)
  75.   Vivir su vida Jean Luc Godard (1962)
  76.   Andréi Rublev Andréi Tarkovski (1966)
  77.   Viaje a Italia Roberto Rossellini (1953)
  78.   El gatopardo Luchino Visconti (1963)
  79.   El ángel exterminador – Luis Buñuel (1962)
  80.   Mi noche con Maud – Eric Rohmer (1969)  
  81.   Antes del atardecer – Richard Linklater (2004)
  82.   El sur Víctor Erice (1983)
  83.   El conformista Bernardo Bertolucci  (1969)
  84.   Con ánimo de amar Wong Kar-wai (2000)
  85.   Amarcord Federico Fellini (1973)
  86.   Los mejores años de nuestra vida – William Wyler (1946)
  87.   El hombre que mató a Liberty Valance John Ford (1962)
  88.   Muerte en Venecia Luchino Visconti (1971)
  89.   La pandilla salvaje Sam Peckinpah (1969)
  90.   Las viñas de la ira John Ford (1940)  
  91.   La ventana indiscreta Alfred Hitchcock (1954)   
  92.   Río Rojo Howard Hawks (1948)
  93.   Tristana Luis Buñuel (1970)
  94.   Metrópolis Fritz Lang (1926)
  95.   Fresas salvajes – Ingmar Bergman (1957)
  96.   Adiós muchachos – Louis Malle (1987)
  97.   Manhattan Woody Allen (1979)
  98.   La edad de oro Luis Buñuel (1930)
  99.   El padrino1 y 2 – Francis Ford Coppola (1972 – 1974)
  100.   La sombra de una duda Alfred Hitchcock (1943)


   Continuará…


                                                Morada de Barranco, 28 de octubre de 2011.

viernes, 14 de octubre de 2011

COMICS Y CINE: UNA BUENA FORMA DE CELEBRAR





                                                 Un marinero saca de las botellas cintas proyectadas de infancia
                                                                                                                       Carlos Oquendo de Amat


   15 de octubre de 2010. Un año hace que inicié esta aventura de tener un blog. Sobre qué escribir para celebrar este pequeño aniversario, muchas ideas rondan mi cabeza. Pero de lo que se trata es de escapar a las consabidas celebraciones, los manidos agradecimientos, el ponernos pesadamente ceremoniosos. Así que la decisión está tomada: la mejor manera de celebrar es escribir sobre algunos asuntos que me apasionan: la lectura (ciertos libros o comics),  algunas películas. El asunto es contar, para variar.
   "Cuando mires tu imagen en el espejo mágico, evoca tu sombra de niño. Quien sabe del pasado, sabe del porvenir", lo escribió alguna vez Oscar Wilde. Y sin saber que el gran Wilde escribiera este pensamiento, me he abandonado a esas regresiones, en múltiples oportunidades he retornado a esos cada vez más lejanos años de infancia y descubrimiento. Afán el que a veces me embarga: transitar mentalmente por esos predios donde (permítanme el parafraseo) la alegría era como un niño que jugaba en todas las bordas. Por lo menos así recuerdo mi niñez o quiero recordarlo de esa manera (sé que hubo momentos difíciles pero entonces, como ahora, todos los caminos conducían a casa).
   Ya comenté en entradas anteriores cómo mi padre contaba historias sabrosas de personajes eternos que poblaron nuestra imaginación infantil (de Gloria, mi hermana y la mía): gratos fantasmas que con sus aventuras trazaron el camino que nos conducirían a ese universo mágico de la lectura y con ella libros, libros entrañables que tanta compañía y conversaciones sabias nos brindaron: Rojo y Negro (por mencionar solo uno), del querido y entrañable Stendhal, viejo compinche de mi adolescencia, testigo de tantas dudas y desasosiegos, como lo fueron en su momento los libros de Stefan Zweig, Alfonso Reyes, Borges, Chejov, Eguren, Voltaire, Victor Hugo, Tolstoi, Rubén Darío, Pessoa, San Juan de la Cruz…







   Pero, ¿solo libros?, no. Antes que los libros, los comics, lo que antes llamábamos chistes. En ellos encontré descanso para mis inseguridades, en ellos el territorio para alzar vuelo y vivir lo imposible: olvidar por instantes la realidad venía bien y qué mejor que embarcado en las peripecias (¡qué deuda impagable tenemos con la editorial Novaro) de los admirados Batman, Linterna Verde, Flash, el Hombre Araña… o personajes más cotidianos como Archie (es que podría olvidar a Verónica, bella muchacha de nigérrimo cabello de quien vivía por esos días enamorado), la pequeña Lulú y mis deseos irrefrenables de pertenecer al club de Toby, los problemas domésticos y desternillantes de Lorenzo y Pepita, los entonces prohibidos Aniceto y Hermelinda Linda (chistes en sepia) y tantos más literalmente “devorados” en el malecón, frente al misterioso y casi siempre brumoso mar de Barranco, mi morada (“Si quieres saber de mi vida, / vete a mirar al Mar”, escribió Martín Adán). 








    Junto a los chistes, el cine, un puñado de películas que pasados tantos años no he olvidado. No son precisamente joyas cinematográficas todas ellas, pero poseen su encanto y así se conservan en mi memoria. He procurado no verlas nuevamente, nada hay como que permanezcan espectaculares y grandiosas en el recuerdo del niño que fui. Historias de vaqueros o de “romanos” (aunque en ellas viéramos aparte de romanos a griegos, a persas, a egipcios, a judíos) o aquellas películas de carácter religioso muy vistas en Semana Santa (los inevitables films de Cristo, por lo general casi rubio y muy apuesto, y su pasión cinematográficamente lacrimógena o algún refrito de Cantiflas) o películas dizque históricas (Ben Hur, Cleopatra, Quo Vadis) visionadas con suerte luego de sortear las largas y fatigosas colas en los cines Raymondi, Balta, Zenith, Barranco o Premier, todos ellos lamentablemente desaparecidos.


Local del que fue el cine Raimondi.

   Pero si tengo que mencionar películas, vienen a mi memoria Los vikingos, El manto sagrado, Jasón y los argonautas (sus efectos especiales: esqueletos guerreros, un gigante metálico), alguna versión de la guerra de Troya, Los trabajos de Hércules (y toda una secuela de Hércules, Sansones, Ursus y Macistes), Rómulo y Remo, Los Diez Mandamientos, Ulises, etc. Estos dos últimos fueron mis preferidos. Probablemente la Película de Cecil B. De Mille sea la que más veces vi en mi vida. Incluso, motivado por este film, logré que mi papá comprara una Biblia Nácar Colunga (con pasta de tela roja que se conserva hasta el día de hoy en casa de mis padres) para saber más de Moisés, uno de mis héroes de infancia. Sufrí una decepción. El Moisés de la Biblia era muy diferente al Charlton Heston de la película. Obviamente prefería la película, las ingenuidades hiperbólicas de De Mille: la siempre espectacular y multitudinaria salida de Egipto, las plagas aleccionadoras de Yavhé poderoso, el Mar Rojo abriéndose como un libro… Lo mismo me pasó con el Ulises (un viejo film de 1954) y La Odisea: conocer a la mujer más bella del mundo, o sea a Silvana Mangano, (enamorada hasta las cachas de Ulises) era motivo suficiente para ver esta película hasta el cansancio, aunque debo reconocer que se me hacía insoportable que Ulises tuviera el mentón con huequito. Pero con todo, prefería la fiesta de imágenes al poema homérico, todavía no se habían afirmado los tiempos de la pasión por la lectura (hablo no de comics sino de libros)  en soledad deleitosa, mas ya estaba por suceder.









    En épocas que no había televisión en casa, el cine lo era todo o casi todo en mi vida (bien podría tomar como mías aquellas palabras de Rafael Alberti: "Yo nací -¡respetadme!- con el cine"). Se entederá, entonces, que yo esperaba los domingos con ansiedad. Con los domingos me llegaba la propina y el permiso para ir al cine, sobre todo al más cercano, el cine Raymondi. Ya cuando se acercaba las 4:00 p. m. (la función de matinee), me alistaba con el corazón galopante, muchas veces me ocurrió que me iba al cine sin saber qué película iban a pasar, recién me enteraba en el hall (tapizado de afiches y fotos generalmente en blanco y negro) y no importaba si la película ya la había visto (incontables veces me sucedió con una comedia de Luis Sandrini: El profesor tira bombas), lo importante era entrar, vivir la emoción de ver cómo la cortina se abría, se apagaban las luces y se iniciaba la función.





   El silencio sagrado con que se veían las imágenes siempre llamó mi atención, silencio roto únicamente por la emoción con que los niños en coro (incluso los mayores) celebraban la aparición proverbial del bueno o de los buenos de la película: sus gritos, sus risas, sus aplausos todavía resuenan en mis oídos. Yo con vergüenza ajena solo atinaba a escuchar y ver sus siluetas emocionadas. Acabada la función, una vez fuera del cine, las acciones de la película se trasladaban al parque Raymondi. Allí los niños, impregnados todavía por la experiencia cinematográfica, formaban bandos: los buenos contra los malos y “peleaban”, hacían la “guerrita”, se perseguían, se herían, se mataban mientras yo desde lejos los observaba con algo de depresión pues la noche se acercaba y al día siguiente había que ir al colegio.






   Mis citas con el cine eran impostergables. Recuerdo dos anécdotas. La primera ocurrió en mayo de 1970. Ese día me había atrevido a seguir a una procesión, no por un asunto de fe, sino por ver a la banda musical que acompañaba a la procesión de la Cruz. Lo tengo claro, ya se acercaba la primera función de cine de ese domingo 31 de mayo, así que regresé a mi casa, estaba a punto de ingresar a ella cuando mis ojos se clavaron en una pequeña cáscara seca de naranja, no sé por qué pero era como si mis ojos la hubieran buscado. Entré a casa, me acerqué a mi papá y, como de costumbre, le pedí permiso para ir al cine. Cuando mi padre empezó a buscar el dinero para la entrada el suelo empezó a moverse espantosamente, era el terremoto de 1970 que provocaría la destrucción y desaparición de pueblos enteros como Yungay y Ranrairca, en el departamento de Áncash. Recuerdo muy bien que salimos disparados de la casa, mi madre gritaba asustada, aterrorizada (no era la única, por cierto) mientras mis ojos descubrían cómo la cáscara seca de naranja, que unos minutos antes viera, saltaba en el suelo como si fuera una pelota. Ante tamaño desastre nacional todo se suspendió. No hubo funciones de cine, de teatro, de nada. Asustado (muy asustado) y apenado me resigné a que ese domingo no podía ir al cine.




   La otra anécdota también sucedió un domingo a eso de las 2:00 p. m. Ocurrió que salí de casa con un camioncito de plástico con el que jugaba. Me alejé unas dos cuadras. Cuando correteaba por un descampado gigantesco, de esos que antes había por Barranco, observé que una de las rueditas de mi camión se caía entre un desmonte y algunos colchones de paja completamente calcinados. Yo llevaba puestas unas sandalias pues era verano y era una tarde de sol. En el afán de recuperar la llantita, pisé confiado uno de esos colchones y sentí inmediatamente como mi pie se hundía y… se abrasaba. De esa manera vine a descubrir que esos colchones estaban apagados por fuera, pero por dentro eran brasas vivas. Recuerdo que olvidé la rueda, ya nada importaba pues el dolor era insoportable, sentía como si mil cuchillos rasgaran mi piel. Corrí desesperado a casa como si una fiera me persiguiera, llegué llorando, cojeando. Pusieron luego mi pie en un lavatorio con agua fría, no paraba de llorar, me había quemado tontamente el pie. Después me echaron una crema para las quemaduras, para entonces mi pie tenía varias ampollas, pero… se acercaba las 4:00 p. m., no podía faltar al cine, a pesar de que mis padres en un primer momento se opusieron, logré el permiso ante tanta insistencia y en sayonaras y con el pie quemado asistí (no podía ser de otra manera) a mi impostergable cita con el cine.


   Continuará…


                                                       Morada de Barranco, 14 de octubre de 2011.