viernes, 29 de julio de 2011

UNA DAMA AL ACECHO

       

                                                                    Tanto amor y no poder nada contra la muerte!
                                                                                                                                               César Vallejo


   Se ha dicho y escrito tanto sobre la muerte. Afanes filosóficos o religiosos se han ocupado del asunto. Ahora que pienso en ella, vienen a mi memoria algunos textos literarios, básicamente poemas y algunas anécdotas. Una de esas anécdotas tiene como personajes a Simone de Beauvoir y Jean Paul Sartre. Cuentan que cuando Sartre falleció, Simone se echó al lado de su compañero y abrazando el frío cuerpo de Jean Paul pasó la noche con él, su última noche con su compañero de amores y peleas, pues decía la Beauvoir que después de la muerte no hay nada, que todo se termina aquí, en el tercer planeta: fue su despedida del hombre que amó a su manera. 
   Si de poemas hablamos, imborrables de la memoria colectiva e individual están para demostrarlo, por ejemplo, esa elegía de Jorge Manrique por todos conocida, obviamente hablo de las Coplas a la muerte de su padre: “¿Qué se fizieron las damas, / sus tocados, sus vestidos, / sus olores? / ¿Qué se fizieron las llamas / de los fuegos encendidos / de amadores?...”. Un romance cuya lectura crea desasosiego es aquel de autor anónimo, medioeval, para mayores detalles, ese que termina con estos versos: “La fina seda se rompe; / la Muerte que allí venía: / -Vamos ya, enamorado, / que la hora está cumplida.”, me refiero al Romance del enamorado y la muerte. Recuerdo mucho un soneto de Góngora cuyo último verso dice: “en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada.” Hay en el Perú, esta tierra mágica y primigenia, un poema impresionante dedicado a la muerte del último inca: Elegía por la muerte de Atahualpa, traducida por José María Arguedas, algunos de sus versos dicen así: “Se han acabado ya con tus venas / la sangre; / se ha apagado en tus ojos / la luz; en el fondo de la más intensa estrella ha caído / tu mirada…”. En fin, si se tratara de ponerme exhaustivo no terminaría de mencionar poemas y más poemas con esa temática.
   Pero si algo quiero mencionar ahora, pues la circunstancia es propicia, es a lo que me aconteció en una tarde fría de colegio del año 71 o 72, épocas en que se estudiaba en los dos turnos. No sé por qué pero estábamos sin profesor ese día, esa tarde, mejor dicho. Mis compañeros mataperreaban, la bulla era infernal: gritaban, se perseguían, se trepaban en las carpetas, se tiraban cosas. En medio de ese laberinto, sentado como estaba decidí sacar mi libro de lectura FTD. Hojeaba el libro, cuidadosamente lo hacía. Hasta que mis ojos se posaron en un dibujo de un personaje vestido a la usanza del siglo XIX, su mirada era pensativa, preocupada, triste. Al lado había un poema que desde los primeros versos me atraparon.

Al ver mis horas de fiebre
e insomnio lentas pasar,
a la orilla de mi lecho,
        ¿quién se sentará?
Cuando la trémula mano
tienda, próximo a expirar,
buscando una mano amiga,
        ¿quién la estrechará?
Cuando la muerte vidríe
de mis ojos el cristal,
mis párpados aún abiertos,
        ¿quién los cerrará?
Cuando la campana suene
(si suena en mi funeral)
una oración, al oírla,
        ¿quién murmurará?
Cuando mis pálidos restos
oprima la tierra ya,
sobre la olvidada fosa,
        ¿quién vendrá a llorar?
¿Quién en fin, al otro día,
cuando el sol vuelva a brillar,
de que pasé por el mundo
        quién se acordará?


   Era la Rima LXI de un tal Gustavo Adolfo Bécquer. Su lectura me conmovió de tal manera, que pasados los años no he olvidado esa suerte de “terremoto emocional” que me provocó leer ese poema (ahora sí quiero ser hiperbólico en el afán de reflejar la impresión que causó ese poema a ese niño de nueve o diez años que fui). Por coincidencia, eran tiempos en que la preocupación o el miedo de quedarme solo en el mundo me atormentaban en ciertos momentos. Sucedía que a la semana, por lo menos una vez, mis padres salían de compras al centro de Lima, y yo desde Barranco, con mis dos hermanos, Gloria y el pequeño Arturo, quedábamos en nuestra diminuta casa a la espera de su ansiado regreso. Cuando ya la noche estaba en su apogeo, preocupado salía de tanto en tanto para ver a lo lejos y desde la puerta de casa a mis padres llegar. Cuando no era así, el miedo me invadía y un presentimiento de que les pudiera haber pasado algo me atenazaba: quedarme solo en el mundo, con mis dos hermanos más pequeños que yo, era mi más grande temor. Temor de niño, temor de grande: perder para siempre a un ser querido.
   En cierta ocasión recordé cómo mi padre nos indujo a la lectura. Así, sin querer, pura intuición o quien sabe repitiendo lo que nuestros antepasados hicieron alrededor de la fogata, tradición oral, la llaman. En la mesa, luego de las cenas, mi padre se perdía en apasionantes historias, historias que hacían la delicia de nosotros que éramos niños. A falta de televisor, estaba allí la radio (y sus radionovelas) y también mi padre. Escuchar a papá Isaac en esas horas nocturnales era adentrarse a extraños y esperados mundos. Uno de esos relatos todavía lo recuerdo. Hablo de una historia de familia, un relato medio fantástico acontecido a mi bisabuelo cuzqueño.




   El nombre del bisabuelo se ha perdido, por lo menos nadie de la familia por parte de mi padre lo recuerda. Mi papá emocionado contaba que hace muchos años, el bisabuelo era hombre de confianza de unas monjas españolas, cuyo convento colonial debían abandonar por vaya uno a saber qué. Como no podían cargar con todo, decidieron enterrar algunas cosas en los alrededores del Cuzco. Para ello acudieron al bisabuelo para que escondiera bajo tierra los tesoros de oro, plata y piedras preciosas. Bajo juramento él no debía hablar del secreto. Las monjas abandonaron el Perú. Al poco tiempo algo sucedería.
   Aquí hacen su aparición unos familiares envidiosos y pobretones del bisabuelo. Nunca se habían llevado bien entre ellos. Sin embargo, un día sospechosamente lo buscaron para restañar viejas heridas. Emborracharon al bisabuelo y ebrio de cerveza empezó a contar los lugares de los entierros o tapados. A los días, pocos días, aquellos que eran pobres mostraban signos de riqueza, riqueza que provenía de los tapados de las monjas españolas.
   Un día, el bisabuelo salió de su casa llevando a su pequeño hijo Miguel, de cinco o seis años (él sería años después mi abuelo). Se dirigieron a las alturas, no sé la razón. Estaban caminando en medio de la puna, solos, ellos y la impresionante naturaleza. En una de esas, supongo que distracción del bisabuelo, el niño se soltó de las manos de su padre. Al rato, un rayo le cayó al bisabuelo. Según tradición del Cuzco y de muchas regiones del Perú, si eso ocurre y nadie ha visto cómo el rayo te cayó, sobrevives, quedas marcado (una suerte de Harry Potter) y tienes poderes sobrenaturales, te vuelves un chamán (dicen los entendidos que se debe hacer luego del accidente un ayuno de sal y ají y de relaciones con mujeres por una semana). Un chamán en el Perú es, como dice Javier Zapata Innocenzi, “una puerta de contacto con el mundo espiritual. Tienen la facultad de convocar a los espíritus tutelares y comunicarse directamente con ellos”. Pueden hacer hechizos, curar, vaticinar el futuro. Eso si nadie vio que el rayo te cayó. Lamentablemente mi abuelo Miguel vio lo que le aconteció a su padre quien murió calcinado. Dicen que en castigo por haber roto su juramento.
   El niño asustado en medio de la puna estaba allí, perdido, sin saber qué hacer ni cómo regresar al pueblo. De pronto apareció una bella y joven mujer quien calmándolo y luego tomándolo de su mano lo llevó a la entrada del pueblo, Lucre. Allí encontraron al niño quien entre lágrimas contó lo sucedido. ¿Quién era esa bella y misteriosa mujer? No se sabe hasta el día de hoy (por allí dicen que fue la virgen o un ángel, pero eso ya es agregar leyenda al asunto).

Callecita de Lucre, Cuzco.

   Años después, el abuelo Miguel moriría de forma trágica y absurda. Como si la maldición por el juramento roto por su padre lo hubiera alcanzado a él. Mi padre, que entonces era joven y todavía soltero, llevó al abuelo Miguel a un dentista para que le saquen una de sus muelas picadas. El irresponsable dentista le sacó, inconsultamente, no una sino dos muelas. Una hemorragia incontenible provocó la muerte de mi abuelo de quien no se conserva ni una foto. Terrible y absurda muerte.
   La muerte. Bella dama pálida que no hace diferencias. Preocupación permanente del hombre. Única certeza de cualquier mortal cuando llega a este mundo: un día hemos de partir, ¿cómo, cuándo, dónde?, no sabemos, pero de que ha de ocurrir, no hay la más mínima duda.
   He querido, no sé la verdad por qué, tratar el día de hoy este asunto triste, como dice Rita. Supongo que como un simple mortal no soy ajeno a esta preocupación, no puedo serlo. Debo reconocer, ahora que termino de escribir esta entrada, que no me ha abandonado la imagen de aquel niño que fui, aquel niño preocupado y asustado que, en medio de la noche, de tanto en tanto salía para ver el ansiado regreso de sus padres. La imagen está allí. La preocupación también, aunque ahora no solo sea por mis padres.

   Continuará…

                                                                     Morada de Barranco, 29 de julio de 2011.

miércoles, 6 de julio de 2011

CANTA, MI ARCADIA

                                     

                                                                                                                                  El paisaje salía de tu voz
                                                                                                                                     Carlos Oquendo de Amat


   La primera vez que fui a Canta lo hice hace casi trece años: 29 de junio de 1998, día feriado, día glorioso (ya contaré el porqué de esta afirmación). Dos o tres años antes de ese ya lejano 98, venía escuchado hablar a mi hermano Arturo sobre ese pueblo. Él es biólogo y por sus labores de recolección de plantas había ido varias veces a la sierra de Lima. Sus comentarios elogiosos y entusiasmados despertaron mi curiosidad y decidí que apenas se presentara la oportunidad iría a conocer el hermoso pueblo (según opinión de mi hermano) de Canta.
   Ese año 98 es especial para mí. Trabajaba desde hacía dos años en el desaparecido Mary’s Children School, allí hice grandes amigos, allí tuve muchos alumnos de los que conservo gratos recuerdos y ahora su amistad, allí conocí a una profesora de Matemática a quien demoré en tutear: era la profesora Rita Angeles Pastor, la primera persona a quien vi en el colegio el día que llegué por primera vez al Mary’s. Siempre me pareció extraña esa situación, me refiero al tuteo, pues yo tuteaba a todos mis compañeros de trabajo, menos a la profesora Rita. ¿La razón? No sé explicarlo, a pesar del tiempo transcurrido.
   Pero ese año 98, fue precisamente ella, la prestigiosa profesora Rita, quien luego de conversar un rato y después de reírnos porque nos habíamos (literalmente) escapado de las dinámicas de la psicóloga del colegio, me dijo a quemarropa: “Creo que mejor nos tuteamos ¿no?, total, ya nos conocemos desde el año pasado”. Asentí. Tímidamente asentí. Pero no solo empecé a tutearla sino que en el colmo del atrevimiento ese mismo día la invité a salir. Y fue así que unos días después fui a recogerla y partimos  hacia  la histórica, tradicional y vieja Lima (comprenderán que mi apasionamiento histórico siempre me ha dominado). Fue una salida casi-casi interminable, desde las nueve de la mañana hasta casi las nueve o diez de la noche, nosotros que hasta hacía unos días apenas si habíamos cruzado unas cuantas palabras, ahora hablábamos incansablemente, bromeábamos y reíamos hasta sentir dolores en las costillas (recuerdo que en una de esas conversaciones le hablé de una canción de The Beatles que  ella no conocía, me refiero a "Lovely Rita" y sobre la música de un grupo de culto llamado The Smiths y de una de sus canciones con la que me identificaba: "The boy with the thorn in his side"). Las salidas, obviamente, se repitieron. Como antiguos cómplices o viejos camaradas visitamos varias veces Chosica, a San Bartolomé nos aventuramos tres veces (incluso solíamos subir a una colina, en las cercanías del pueblo, abrazados o tomados de la mano mirábamos el espectáculo fascinante de esa geografía mientras que nos perdíamos en conversaciones que no hemos olvidado), hasta que fuimos a Cañete, el lugar escogido con premeditación, alevosía y ventaja, ese sería el lugar donde debería cambiar el rumbo de mi vida, es decir, aquí fue donde me declaré a ella por primera vez y… fui rechazado.
   Como no hay peor batalla perdida que aquella que no se ha intentado, continué en la brega, es decir, en el intento de ser aceptado. Debo reconocer que ya para entonces, el amor había hecho de mí pasto de sus llamas. Fue así que una noche, en la plaza de Chosica, ya camino al paradero de regreso a Lima, le dije a la profesora Rita: “Y, ¿por qué no vamos a Canta?”. Aún recuerdo el rostro de extrañeza de la profesora, sus bellos ojos color miel mirándome como si estuviera estudiando a un bicho desconocido, a un extraterrestre. “¿Canta?, pero ¿es que acaso no está muy lejos?”, me dijo como diciendo hasta allá no voy. “Ni tanto, respondí con una ingenuidad que hoy me sonroja, apenas si está a tres horas de Lima”. Sonrió. Supongo que fui convincente porque aceptó ir a Canta un 29 de junio.
   Así fue que en la fecha convenida nos fuimos hasta la UNI, frente a la universidad  abordamos uno de los clásicos carros de la empresa de transportes Chaperito que nos llevó hasta Canta. El viaje lo hicimos enfrascados en, para variar, interminables conversaciones. Hasta que a pocos minutos de llegar, en el ascenso al pueblo, ella me entregó tímidamente una carta en papel rosado. Tembloroso abrí el papel, leí, en realidad es un decir porque no entendí nada, de tan nervioso que estaba. Ella me miraba escrutándome, como esperando algo de mí. Yo no atinaba a nada pues nada había comprendido en la carta de la profesora Rita. Pero algo adivinaba, intuía. Hasta que ella me dijo con una voz dulce y mirándome con esos ojazos color miel que todavía me paralizan: “¿No has entendido?, te estoy aceptando”. Nervioso miraba para todos lados, hasta que decidí calmarme, la miré, en realidad nos miramos. Entonces sucedió aquello que venía deseando ocurriera: nos besamos mientras el carro ingresaba al maravilloso pueblo de Canta, mi arcadia.
   Al año siguiente nos casamos: febrero de 1999, ocho meses después de ese junio memorable que fue mi Edén. Hoy tenemos trece años de casados y con una hermosa hija de once años que es el sol de nuestras vidas. Desde ese cada vez más lejano 1998 he regresado varias veces a Canta, siempre acompañado de Rita, my love (y ahora de nuestra hija). Es probable que este año también suceda. Casi como un rito retornamos a ese maravilloso pueblo que está salpicado de muchos recuerdos y que nos permite entrar en contacto con partes esenciales de nuestras vidas.
   He aquí algunas fotos de ese maravilloso lugar, fotos tomadas entre los años 2008, 2009 y 2010. Las imágenes seleccionadas son un pálido reflejo de su belleza y majestuosidad impresionantes. Van, entonces, estas fotos de Canta, mi arcadia, como expresión de mi admiración y amor por ese pequeño territorio.




































































































a la orilla de tu piel hay un canto crecido
doy vuelta a mi pregunta la geografía es sentimental
                                                                          Carlos Oquendo de Amat



   Continuará…


                                                                  Morada de Barranco, 6 de julio de 2011.