sábado, 23 de abril de 2011

UNA HISTORIA MISTERIOSA

                                                                                      La alegría de lo perdido hallado.
                                                                                                                          Enrique Peña Barrenechea


   El largo fin de semana me está permitiendo leer algunos libros pendientes, revisar material de futuros (espero) libros, complacerme con la visión de algunas películas que nos han conmovido a Rita y a mí, menciono solo dos: “Shane, el desconocido”, un western inolvidable de 1952 y “Los amantes” una película terriblemente hermosa de hace dos años con Joaquín Phoenix y la hermosísima Gwyneth Paltrow. Cuatro días libres. Vienen bien después de semanas con jornadas de trabajo agotadoras. Hoy que es sábado y muy de mañana (Rita y Kathia duermen todavía) me encuentro junto a mi pequeña taza azul con un negro y humeante café y me atrevo a escribir estas líneas que inevitablemente están cargadas de nostalgia y extrañeza.
   Muchas veces nos acontecen algunas cosas que aparentemente no tienen explicación. Sucesos que a pesar del tiempo transcurrido han dejado huellas, marcas imborrables. Esta historia cada vez se encuentra más lejana en el tiempo, pero cada oportunidad que la recuerdo, su misterio me aborda y quedo sin palabras, con un silencio impregnado de miedo que me gobierna a falta de una mayor explicación. Pero hagamos un esfuerzo y, digamos, que la historia empieza así: Eran tiempos de niñez. Por esos días, yo protestaba porque sábados y domingos (y también en mis vacaciones) debía levantarme muy temprano (6:00 a. m.) para ayudar a mi papá. Refunfuñaba y reclamaba porque, según decía entonces, mientras todos los niños del mundo dormían plácidamente, yo tenía que estar levantado y con sueño. Sin embargo, hoy le agradezco a mi padre la disciplina de no permanecer mucho tiempo en la cama.


Palacio barranquino en la Av. Grau, camino al Santísimo Sacramento.
  
   Tiempos de colegio. Primarioso y pequeño salía de casa bien peinadito camino al Santísimo Sacramento (colegio particular hoy desaparecido) en la cuadra seis de la avenida Grau. Hecho un primor me iba rumbo al colegio: terno azul (con pantalones cortos en tiempos de calor), corbata michi roja, camisa impecablemente blanca (creo que nadie en el mundo las dejaba tan blancas como mamá) con  cuello y puños almidonados, elegancia que se tornaba en martirio porque después de mataperrear en los recreos, completamente sudado, despeinado, sucio, tanto puños como cuello se tornaban en efectivas lijas que arañaban la piel del cuello y muñecas y cuando el sudor llegaba a las heridas cerraba uno los ojos, arrugaba la nariz y con la boca semiabierta daban ganas de brincar por el escozor. Algo como cuando el alcohol llega a la herida.






   Con mi maletín de cuero marrón (bastante grande para mi edad) salía de casa al mundo. Por calles mucho más silenciosas que ahora me enrumbaba y para distraer la marcha imaginaba historias (el cine jugó entonces un papel importante ya que no había domingo que no fuera a los cines Zenith, Raymondi o Balta para ver sobre todo “películas de romanos”) donde yo era el protagonista, casi siempre un personaje heroico (supongo que aquello que no podía hacer en la vida real lo realizaba en estos sueños) o en medio de la niebla invernal que invadía las calles que hacía aparecer a los árboles de moras como fantasmas en hilera, cantaba una canción que no he olvidado y cada que puedo lo tarareo:

Si tú me quieres
dame una sonrisa,
si no me quieres
no me hagas caso,
pero si ahora
tú me necesitas,
lo tengo que saber
y tú mi bien
una señal
me vas a dar:
y solo dame
una señal chiquita…

   Hay un hecho que me ocurrió por esos años de infancia y colegio, un suceso teñido de misterio. Sucedió que mis papás me habían comprado para hacer Educación Física un buzo de franela de color guinda. Un tiempo después lo dejé de usar y entre ropas viejas o de otra estación se confundió, por lo menos eso es lo que recuerdo. Sin embargo, acaeció que muchos meses después me acordé del buzo y decidí volverlo a usar. Busqué donde suponía debería estar, pero no lo hallé. Busqué y busqué incansablemente. Rebusqué por los lugares más increíbles de la casa y no daba con el bendito buzo. No sé cuántas veces reinicié el trabajo de encontrar esta prenda. Incluso mi mamá me ayudó, nunca lo encontramos, y eso que pusimos, como se dice, la casa patas arriba. Tan empecinado estaba en hallar el buzo que de impotencia lloré y zapateé como un condenado. Nada, ni siquiera mis más desesperadas y encendidas oraciones a San Antonio, santo de las cosas perdidas, hicieron que ubicara el buzo de franela de color guinda. ¿Dónde estaría?
   Ya calmado y resignado, cuando llegó la noche, me acosté: al día siguiente tenía que ir al colegio… Unas horas después la voz de mi madre me despertó para alistarme y desayunar. Salí de la cama y para sorpresa mía llevaba puesto el buzo de franela guinda que infructuosamente había buscado el día anterior. ¿Qué había sucedido? No sé explicarlo hasta ahora, pero el bendito buzo lo llevaba puesto. Mi madre al verme no lo podía creer, pero inmediatamente me dijo algo que me dejó más sorprendido y helado, muy helado: “Tú eres sonámbulo”. “¿Quééééééé? ¿Qué es eso, mamá?”, le pregunté con suma curiosidad. “Sonámbulo, hijo, es una persona que camina dormida y dormida hace cosas”. Me asusté. Y más cuando me dijo como si no fuera importante: “No se les debe despertar porque sino se vuelven locos”. ¡Caraaaaaajo!, yo sonámbulo y no lo sabía. A un paso de la locura, si es que alguien por descuido me despertaba, y nunca me lo habían dicho. Entonces, había ocurrido que ¿guiado por mi subconsciente había buscado el buzo, lo había encontrado y me lo había puesto? ¿Eso era  lo que había pasado? ¿Eso era lo que mi madre me estaba tratando de decir? Literalmente temblé. Me resistía a creerlo: ¡yo, sonámbulo! Recuerdo que casi para concluir, mi madre me contó que en ciertas noches ella había escuchado unos ruidos en casa. En medio de la más completa y absoluta oscuridad se levantaba de su cama y con sigilo se dirigía de donde provenían los ruidos… o sea a la cocina. Allí ella me vio varias noches que movía tazas y platos y luego me regresaba a mi cama. Me di miedo. No quise indagar más, no quise saber nada más sobre el asunto. Pero cada vez que lo recuerdo, los vellos de mi cuerpo y mi cabellera se erizan como alfileres y un escalofrío me invade y sacude el cuerpo como perro con distemper (aunque suene exagerado).

   Continuará…


                                                                  Morada de Barranco, 23 de abril de 2011.