miércoles, 16 de febrero de 2011

UNA DE MIS PASIONES: LA MÚSICA

                                                                              La música en primer lugar es humana.
                                                                                                                               José María Eguren

  
   Una de mis mayores pasiones es la música (junto con el cine, el fútbol y la literatura). Desde muy niño vivía prendido de una radio negra de baquelita, marca Zenith, que era de mis padres. Como todavía no teníamos televisor, todas las noches escuchábamos maravillados y absortos varias radionovelas: aventuras en lejanas haciendas o selvas peligrosas e intrincadas, peripecias increíbles en islas ubicadas en mares completamente desconocidos, parajes remotos que amparaban laberínticos amores torturados y torturantes, un inacabable mundo de historias que llenaron mis horas nocturnales y mi imaginación de fantasía, de aventuras imposibles de vivir a un pequeño mortal barranquino como lo era yo entonces. 
   El resto del día prácticamente el aparato lo manipulaba yo. Con esta pequeña y pesada radio y accionado por mi curiosidad pude captar emisoras de otros países y completamente admirado escuchaba voces lejanas en misteriosos idiomas. Pero sobre todo escuchaba música, mucha música. Con esa vieja y querida radio Zenith nació mi amor por la música de The Beatles y por la llamada música clásica (Beethoven, Mozart, Schumann, Schubert, pero sobre todo y todos, Brahms, Johannes Brahms). Han pasado ya tantos años, esa radio a tubos quedó obsoleta pues mis padres comprarían una radiola, después un moderno equipo de sonido. Así fue que en algún rincón de la casa de mis padres estuvo esa radio, durante años, arrinconada, abandonada, hasta que mi madre un día me dijo:  "Voy a botar esa radio, ¿o te la quieres llevar?". "Me la llevo", le respondí, y desde hace más de diez años la vieja radio de baquelita negra está conmigo, en mi cuarto, como un viejo y apreciado trofeo, testigo de mi infancia.

                                              Con mi padre en la Plaza San Martín.


                                                 Paseando por la avenida Larco.

   La música siempre ha ocupado un lugar central en mi vida, soy lo que se dice un melómano: están allí para probarlo mis muchos discos, mi computadora reventando por la cantidad increíble de canciones almacenadas, mis LPs de The Beatles que me han acompañado en la mudanza reciente, un cajón repleto de casetes que se resisten al paso del tiempo. Y ahora que escribo sobre música, justamente, en la última reunión en que participé con mis ex compañeros de colegio, uno de ellos, Portocarrero, dijo algo que me llevó a escribir estas líneas: “La música de nuestra época es la mejor de todos los tiempos”. Casi todos asintieron. Yo me puse a pensar en ello y no sé si Portocarrero tuvo razón, pero tengo unas ganas de decir, si comparamos con los gustos de los jóvenes de hoy,  que estamos a años luz en cuanto a calidad, y creo que no es asunto de diferencias generacionales: me he dado tiempo para escuchar esa música, digerirla, procesarla y no, definitivamente no me dice nada, me refiero sobre todo al llamado regguetón y todo aquello que se le parezca. Hay indudablemente buena música hoy en día en todos los géneros, pero si solo hablara de rock, quién puede negar la calidad de Radiohead ("The bends" y "Ok computer" son sensacionales), Coldplay (me encantan sus dos primeros discos), The Verve (¿es que alguien sensato podría desconocer o negar la calidad de "Himnos urbanos"?), algunas cosas de Keane, Travis, Snow Patrol, Muse…, pero el corazón toma partido, no puede ser imparcial y lleva agua a su molino y me jala a mi época, incluyendo la música disco que tiene ahora un encanto particular, a pesar de sus detractores (¿se acuerdan de Donna Summers, Chic, KC and the Sunshine Band, Bee Gees…?).
   Confieso que cuando escribo todos estos recuerdos, muchas veces escucho música de aquella época, para un poco refrescar y despertar la memoria, casi-casi (guardando las respectivas distancias) como en la novela de Proust (“En busca del tiempo perdido”: lo de la magdalena y los recuerdos del protagonista) y surte efecto. Si tuviera que mencionar una canción en particular, creo que se imponen Leblanc & Carr con un tema setentero y contundente  “como una patada en el trasero": “Falling” (la versión que está en mi máquina me la pasó mi hermano Arturo a quien le agradezco el hacerme recordar algunas canciones que se han "perdido" en el tiempo). Ésta es una canción que en lo personal me aligera los recuerdos, refresca mi memoria que empieza a aflorar con una fluidez de viento atravesando una quebrada (espero que haya resultada poética la expresión). Qué manera de transportarme a esas lejanas épocas cuando éramos mozalbetes despreocupados o preocupados por problemas que hoy nos dibujan una sonrisa. Otro tema es “El año del gato” de Al Stewart, tema éste que cuando lo escucho me cae como un fierrazo al corazón y con los ojos empañados recuerdo la bulla del salón, la pizarra con caricaturas del “Pelo parado” de Neyra que si bien era tranquilo, era espeso y jodido como una ladilla por “sabelotodo” (recuerdo entonces al “Loco” Gallegos, profesor de Ciencias Naturales, que hablaba de algo e inmediatamente le preguntaba a Neyra: “¿Qué sabes del tema?”. Y “Clavillazo” respondía y eso me amargaba porque el tipo era una enciclopedia). Y como una suave lluvia vienen a mí los rostros adolescentes de Taqui, "Kike" Vaca, "Toku", Adolfo Ipenza, Gustavo Salinas, "Kike" Torres, Luis Bustillos, “Poli”, Lau Choy, Ricardo Nervi, Carlos Cuba, Juan Carlos Coronado, "Foncho" Mezarina, "Roli" Solórzano, Tovar, Miguel Sánchez Cueto, Adriano Varona… y un ex compañero que nunca más volví a ver: Mario Alcides Concha, a quien fastidiaba y a veces le decía cosas como: "Concha, ¡pero qué tal concha!" e inmediatamente yo salía disparado y empezaba una persecusión a toda carrera por el patio, las escaleras, el segundo piso o el salón.
   Otro tema impagable es “In the morning” de Bee Gees. Aunque este tema es de los sesenta. Pero yo lo escuché en una película allá por el 74: “Melody”. La suavidad de su letra, su melodía que se desliza con la tersura de agua de manantial (¿otra vez dizque poético?). Tema propicio para transportarse a aquellos ya lejanos años, especialmente hacia aquellas horas en que el día dejaba de ser día para vestirse de noche, esas tardes de invierno cuando el frío ingresaba con sus fauces de hielo y congelaba nuestras pantorrillas y lo único que queríamos era regresar a casa y tomar el lonche. Hoy quisiéramos dejar un momento la casa y volver al colegio con trece o dieciséis años. Cambios de la vida hoy cuando nos vemos rondados, acechados por la cincuentena.
   Algo semejante me sucede cuando a mis oídos llega un tema como “Claire” de Gilbert O’Sullivan. El tema me remonta a aquellos días cuando allá por el 75 hacíamos las clases de Física con el “Ruso” en el Gálvez Chipoco. Esas tardes que en realidad ya eran noches, cuando en lugar de regresar a casa (recuerdo que Educación Física o Psicomotriz nos tocaba las dos últimas horas) nos íbamos con energías suficientes para jugarnos un partidito de fútbol, sea en la pista o en el parque Las Mimosas (hoy parque 14 de Enero) hasta las 7:00 o 7:30 p.m., si es que no más. Incluso se suscitaban algunos problemas para regresar a casa por lo tarde que era (siempre en la línea de 2 de la Enatru), pues como ya era de noche ya no te querían cobrar pasaje escolar. Recuerdo que en alguna oportunidad uno de estos choferes-cobradores me hizo bajar del carro porque no tenía para pagar pasaje completo y… caballero nomás, regresé a casa “a pata” por la avenida San Martín, allí fue que coincidí con Javier Alvarado y nos regresamos conversando y conversando, era la primera vez que lo hacíamos, después lo seguiríamos haciendo: historia, política, arte, religión eran motivos para esas inolvidables charlas.
   Portocarrero tal vez no haya tenido razón (¿o tal vez sí?), pero su afirmación me hizo desplegar estas líneas “nostalgiosas”. Cómo es la vida, aquel día en que expresó su opinión sobre la música de nuestra época, le pregunté por la edad de su hijo, ya que orgulloso contaba el ingreso de uno de ellos, no recuerdo exactamente dónde, pero él estaba orgulloso. Creo que me respondió que su hijo tenía 22 años. Curioso, su hijo tiene más edad que nosotros cuando hace treinta años culminábamos nuestra etapa escolar. Algunas cosas hablé con Portocarrero con quien nunca hablé nada en el colegio (él estaba en 5to "C" y yo estaba en 5to "B"). Yo sólo sabía que le decían no sé si “Hechizada” o “Samantha” (ahora recuerdo que también le decían o dicen “Viviana”). Nunca hablamos nada en el colegio, es cierto, pero hay un espíritu común entre ambos, mejor dicho entre todos “los muchachos del 79”, una hermandad que me conmueve, a pesar de que entre nosotros haya habido algunos que jamás se dirigieron siquiera una palabra en los viejos tiempos escolares. 
   Pero continúo con la música: ¿La música de nuestra época fue la mejor?, tal vez (aunque en verdad hablando, todo el mundo dice eso sobre la música de su tiempo, allí esta el verso del poeta que dice: "Todo tiempo pasado fue mejor", lo tomo como una ironía). Y la verdad es que quisiera decir: “Sí, es cierto” y basta escuchar a Cat Stevens cuando canta “Morning has broken” para decir que esa afirmación es cierta. Qué magia la que despliega ese tema con sólo una guitarra y un piano y por allí un ocasional coro. La escucho y desfilan ante mí algunas anécdotas, algunos rostros. Por ejemplo, la vez aquella que con Taqui vimos en el último piso del colegio algo que nos sobrecogió y nos puso los pelos de punta, nunca más lo volvimos a hablar ni comentar. Fue una tarde en que la puerta de fierro (que lleva al tercer piso, no el "gallinero") estaba abierta y nos atrevimos a subir los dos, curiosos, medio asustados de que la “tía” (la esposa del portero Ramírez) nos descubriera... Pero ya habrá ocasión para escribir sobre ese hecho.
   Y así, podría mencionar tantos temas: Leo Sayer y su “When I Need You”, Lobo y su “I’d love you to want me”, “Right down the line” de Gerry Rafferty, “More than a woman” de los Bee Gees, Captain and Tenille y su “Love will keep us together”, Bidú y su "Girl you'll be a woman", “Dust in the wind” de Kansas, "Baby, i love your way" del rubio y melenudo Peter Frampton, Nicolette Larson y su "Lotta love", Jesse Green, Tina Charles, Player, en fin, una lista interminable de canciones que acompañaron nuestras alegrías y tristezas de niños y adolescentes.
   Quién tuviera la palabra clave, la máquina (como en la novela de H. G. Wells) que nos regresara a esos años que nos han marcado la vida con una persistencia de tatuaje, de cicatriz queloide, aunque sea unos cinco minutos (como les digo ahora a mis alumnos). Imposible. Nada se puede hacer sino recordar, reunirse con los que compartieron esos instantes, esos años, revivir lo que está dormido y nos ha modelado tal y como somos ahora, con nuestras particularidades, nuestras semejanzas, nuestras diferencias.

   Continuará…

                                       Morada de Barranco, 16 de febrero de 2011.

domingo, 6 de febrero de 2011

EL FÚTBOL, LA LECTURA Y ALGUNOS LIBROS

                                                                               

                                                                                                          Y me guía a través de la noche…
                                                                                                                          José María Eguren



   “¡Yo soy uruguayo!” y me golpeé el pecho con la mano derecha. Así le respondí a Rita cuando me pedía que me calmara, el día aquél en que Uruguay eliminó a Ghana. Unas lágrimas gruesas corrían por mi rostro como si realmente fuera un “yorugua”, y lloré más cuando Gyan falló el penal en el último minuto del tiempo extra. No, la “Celeste” no estaba muerta y desde 1970 esperó este momento para decirnos que solo dormía y que tenía afanes de lograr lo que en el pasado. Terminado el encuentro, agradecí a quien fuera por haber visto uno de los partidos más emocionantes de mi vida y, sobre todo, porque Uruguay estaba en la semifinal... como en el pasado.




   Esa respuesta a mi esposa, esa identificación con la selección uruguaya no vino del aire, es consecuencia de la lectura. ¿Qué? ¿Cómo? Me explico: desde niño fui un lector fervoroso de la sección deportiva de los diarios, coleccionaba revistas que hasta el día de hoy conservo. En otras palabras, “devoraba” las noticias deportivas de actualidad y del pasado de manera insaciable. No había día en que no comprara el periódico (el diario La Crónica), no había semana en que no comprara una revista (la fenecida Ovación). Me sabía de memoria las marcas mundiales y olímpicas, los nombres de jugadores de diversos equipos, podía, incluso, describir cómo se había hecho un gol sin nunca haberlo visto porque entre otras cosas ni había nacido. Esta efervescencia futbolística fue estimulada porque en el Perú de entonces, el de mi infancia y adolescencia, le iba muchísimo mejor que hoy en fútbol (y en otros deportes), tiempos en los que por lo menos el Perú iba a los mundiales, y se decía que después del rey Pelé, el mejor futbolista era Cubillas, el Príncipe.




   La lectura me proporcionó información que alimentó mi amor al fútbol ( y después a muchas otras cosas más). Adonde iba lo hacía leyendo (periódico o revista). No sé cómo nunca me caí, no he logrado explicar por qué nunca tropecé o pisé un hueco o me atropelló un carro. Hoy no podría realizar tamaña proeza: caminar cuadras de cuadras leyendo sin que me ocurra un accidente. Imposible. Hoy no saldría ileso.




   En esas memorables lecturas di con la historia del fútbol uruguayo: dos veces campeón olímpico (1924 y 1928); dos veces campeón mundial (1930 y 1950); las hazañas coperas de un equipo uruguayo, el Atlético Peñarol, que años después sería elegido como el mejor equipo sudamericano del siglo XX. De toda esa rica historia lo que me llenó de fantasía y entusiasmo fue la épica jornada del Maracanazo, donde un indesmayable y aguerrido equipo uruguayo dio cuenta del favorito de favoritos: Brasil. Desde entonces el respeto y admiración al viejo y querido fútbol uruguayo.




   La lectura me procuró (y me procura) tantas hermosas experiencias: he viajado sin moverme de Barranco, he sido Julián Sorel o Fabricio del Dongo, escapé por las cloacas de París con Jean Valjean, estremecido toqué las piedras sagradas del Cuzco con el niño Ernesto, huí de la furia del enceguecido Polifemo con el astuto Odiseo, me reí con el Quijote de las simplezas de Sancho, me enamoré como un poseso de Naná… y a través de la lectura cumplí un sueño, soñando: hacerle el gol del triunfo en el último minuto a la “U”, claro está, jugando por Alianza Lima y definiendo un título. ¡Ah!, la lectura, cómplice de algunos de los mejores momentos de mi vida, eficaz arma para luchar contra el aburrimiento y el tedio: sé de muchos que se aburren y detestan la lectura como sé de otros que cuando no tienen una fiesta en un fin de semana, por ejemplo, toman un libro y asunto solucionado.




   Alguna vez conté lo que hice para conseguir algunos libros ansiados de Alfonso Reyes: a veces uno es capaz de hacer cosas impensadas en ese afán de conseguir un título, un libro desesperadamente buscado: tal vez como un moderno Fausto hasta entregar el alma por un libro. ¿Por un libro? El que no ama la lectura, el que no siente pasión por los libros no lo podrá entender.




   Hace unos años pregunté a Marco, un amigo librero de la calle Amazonas alguna historia curiosa que le hubiera acaecido en relación a la compra o venta de libros. Me miró con satisfacción y me contó lo que a continuación detallo: Sucedió que un día un muchacho extremadamente ansioso le ofreció un libro y le pidió por él diez soles. Marco cogió el libro, lo miró bien por fuera: estaba en buen estado; lo hojeó apenas y le dijo que solo le podía dar cuatro soles, que el libro no valía más (en realidad valía más, asunto de negocios). El muchacho lo miró casi con desprecio, tomó su libro (casi como que se lo arranchó) y se fue en busca de alguien que pudiera pagarle el precio... Luego de media hora el joven regresó donde el amigo librero y le dijo completamente desesperado: “Ya, dame los cuatro soles”. Sin pensarlo mucho, mi amigo Marco pagó y el muchacho desapareció casi inmediatamente. El nuevo dueño del libro lo hojeó, ahora, con mayor detenimiento, parecía disfrutar del roce de su tacto sobre la superficie de las hojas del libro... de pronto sus ávidos ojos se posan sobre algo que le pareció irreal, pero no, efectivamente lo que sus ojos acababan de descubrir era un billete de cincuenta dólares que estaba ahí, dentro del libro recién adquirido. Cómo son las cosas, ese muchacho desesperado por lograr diez soles y dentro del libro que vendió un billete de una cantidad mayor al que solicitaba. “Probablemente había robado el libro y necesitaba con urgencia la plata para comprar droga”, me dijo el sonriente amigo librero de la calle Amazonas. Probablemente tenía razón, pero no había forma de saberlo. 




   Pero si una anécdota quiero contar es ésta: Una vez me aconteció algo extraño, extrañísimo con la compra de un libro. Estaba caminando por el jirón Lampa cuando en una acera, un ambulante ofrecía a precios regalados una ruma de libros, me llamó la atención que muchos de esos libros estuvieran empastados en cuero y con letras doradas en los lomos, algunos en buen estado, otros picados, pero todos ellos pertenecieron a una misma biblioteca (según el sello el dueño fue un tal Manuel Cubillus). Cogí de entre ellos un libro pequeño empastado en cuero y en regular condición: “Últimas confidencias” por Alfonso de Lamartine, publicado en Madrid en el año 1866, como se puede ver en la foto. Un libro contemporáneo del Combate del 2 de Mayo con sus hojas en buen estado.






   El libro me costó una bicoca. Ya en el carro y de regreso a casa empecé a hojearlo y para mi sorpresa encontré "escondido" entre sus hojas un trébol de cuatro hojas (señal, dicen, de buena suerte), y unas páginas más adelante, una pequeña hojita cuadrada con el mes, el día, la fecha, el tipo de luna y el santo: 14 de enero, esa era la fecha de la hojita de ese viejo calendario. Lo extraño del asunto es que esa fecha es la fecha de mi cumpleaños. ¿Coincidencia? Tal vez. Decidí tomar estos hallazgos como el anuncio de tiempos mejores. Quiero y lo pienso así (todavía). Ahí donde encontré el trébol y la hojita del calendario, ahí se quedaron. Y el librito está en mi biblioteca como una de mis joyas más preciadas acopañándome ya más de veinticinco años.






  “Asunto serio” es la lectura, pero serio por importante. Hace un tiempo leí una anécdota del gran filósofo alemán Kant que cuenta lo siguiente: Corría el año 1762, los dos grandes libros de Jean Jacques Rousseau: El contrato social y Emilio, llegaron a la ciudad de Kant, al puerto báltico de Königsberg. Todos los días de su vida adulta, el pequeño profesor de universidad, hijo de humildes artesanos, realizaba "religiosamente" el mismo paseo por su ciudad: las mismas calles, la misma hora. Tanta era su exactitud que los habitantes de esas calles ajustaban sus relojes al paso del filósofo: Kant era más preciso que la máquina. Pero un día ocurrió que llegaron los libros de Rousseau a la casa de Kant y éste interrumpió su paseo. Los vecinos al no ver pasar al profesor se sorprendieron y se mortificaron pues ya no podían ajustar los relojes, y se preguntaban: "¿Qué le habrá pasado?, ¿estará enfermo el profesor?". Dos días después todo volvió a la normalidad. Königsberg volvió a obtener su regularidad provinciana con la vuelta de la puntualidad del profesor. ¿Qué había sucedido? Pues que Kant había pasado dos días enteros leyendo los libros del gran Rousseau. Eso fue todo: simple y sencillo amor por la lectura.




   Brillante anécdota que ejemplifica cuan importante puede ser la lectura en la vida de un hombre, en la vida de cualquier hombre, creo.






   Continuará...



                                                      Morada de Barranco, 6 de febrero de 2011.